Eve Gil

Joven pero veterana escritora sonorense, Claudia Reina (Nogales, 1980), dejó constatado desde sus primeros libros, Paranoias y Esta no es una pipa, que cabía esperar de ella algo extraordinario. La espera resultó muy corta y se materializa con La visita del señor Morhl (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012), avalada por el III Premio Nacional de Novela para Escritoras Nellie Campobello. La visita del señor Morhl tiene un insólito protagonista, no precisamente el que anuncia el título: la literatura. Los personajes son más encarnación de estereotipos literarios que de seres de carne y hueso, pero lo son de manera absolutamente deliberada, apenas uno de los detalles que conforman un universo absolutamente personal. Su leit motiv es el, acaso, más recurrente de la literatura: la búsqueda del padre por parte de un hijo, Daniel Molina en este caso, que ha tenido que reconstruir esta ausencia a través de una curiosa herencia de frases subrayadas en diversos libros, mientras su tiránica madre se limita a argumentar algo por demás inquietante: Tu padre no existe. Sin más. Daniel no puede aceptar algo tan absurdo y consagra su existencia a materializar al inexistente señor Morhl, sin el que él mismo no podría estar en el mundo, respirando. Además de los párrafos subrayados en libros que su madre ha hecho quemar —de hecho, la misión de la madre de Daniel parece ser alejarlo de lo que aquí se nombra “el mal literario”, descrito como un virus transmisible a través del fatal acercamiento a los libros— Daniel posee una pista única sobre su padre, obtenida gracias al comentario casual de un vecino: su padre se llama Gustav Morhl y es danés. Tras toparse en un periódico con una curiosa noticia acerca de un ciudadano de esa nacionalidad que ha naufragado en una playa sonorense, a Daniel no le queda la menor duda de que ese náufrago no puede ser otro que su padre y no lo piensa dos veces para realizar un viaje a Sonora. Nunca menciona el nombre de la capital, ni el de la playa donde fue rescatado: al igual que Roberto Bolaño alude a Sonora como un lugar abarcador. Daniel llega a su destino, cuyo intolerable calor parece ser su rasgo más notable. Luego de una serie de incidentes que no ameritan otro calificativo que “literarios”, y con la ayuda de un reportero urgido de un ascenso en el diario para el que trabaja, llega hasta el náufrago danés, bajo observación en un hospital, y cuida devotamente de él, convencido de que se trata del padre que ha echado de menos toda su vida. Cuando éste despierta, confundido y escéptico, probablemente amnésico, no vacila en aceptar a Daniel como su hijo e incita a éste, ingenuo más que decente, a sacarle provecho a su singular situación que ha conmocionado a la sociedad a través de la lacrimógena columna del reportero que ha ayudado a Daniel, queriendo sacar raja también. Pero la situación se complica a extremos insospechados, dando lugar a la que pareciera ser la perpetua huida de Daniel y su padre, quienes ni siquiera en casa de la madre se sienten a salvo. Pese a no reconocer a Gustav Morhl como el padre de Daniel, e insistir en que “ese hombre no existe”, la madre se presta incluso a participar de una “terapia familiar”, pero la obsesión de esta mujer sin nombre parece ser eliminar al padre de su hijo, supuesto o no, que para ella representa el espantoso “mal literario” que aqueja a otros personajes de la trama en formas diversas: Matías Salgado, el mejor amigo de Daniel, siente un odio enfermizo por los poetas, pero no tardamos en descubrir que él mismo es un escritor estéril, castrado por un padre extremadamente crítico y pretencioso. Tenemos también a Mariana, una mesera enamorada de Daniel que tiene su primer contacto con la literatura para conquistarlo y termina confundiendo la realidad con la ficción y atrapada en una maraña de recuerdos que pertenecen a personajes literarios, es decir: quijotizada. La visita del señor Morhl invita, tono fársico y todo, a leérsele desde diferentes perspectivas; también a reflexionar sobre el oficio de escritor, el rol del lector y, en general, el papel de la literatura en la vida cotidiana, en la historia y en la transformación de la sociedad pero, sobre todo, como una crítica contra los lugares comunes de la vocación literaria y los vicios y recursos de quienes pretenden hacerse de un lugar en el mundo literario, y Matías, el escritor frustrado, es quien, a través de la crítica que hace de su propio padre, un erudito snob, se encarga, cervantinamente hablando, de “hacer la hoguera”: Hay escritores que se creen muy listos. Seres a los que no les basta la literatura dentro de los parámetros normales. Y piensan: hagamos algo interesante. Que el mundo se entere de una vez que soy un genio. Entonces uno de ellos escribe una novela donde extirpa todas las e. Después hay que celebrarle la ocurrencia, aunque la novela nos mate de aburrimiento. (p. 283). No cualquier autor puede lograr una novela que funcione como tal, pero además como metáfora del propio género novelístico. Como el propio Daniel señala al principio, la narración central implica otra donde es posible advertir el mecanismo creativo tras el tinglado, “las tuercas, los tornillos, los clavos”, y la sustancia de la que están hechos los personajes que, a diferencia de la metaficción, ignoran su condición de personajes literarios pero la intuyen, y les atormenta la suposición de estar sometido al capricho de “alguien” capaz de escribir y desescribir sus destinos. La frenética búsqueda del padre, conjeturas freudianas aparte, no es sino la necesidad de Daniel de convencerse de su propia humanidad… de su existencia. Pero el mundo que lo rodea parece ser la negación de la realidad, aunque es el único mundo que Daniel conoce y por consiguiente no es capaz de distinguir entre éste y el que presiente. Gustav Morhl es, me atrevo a aventurar, la encarnación de la literatura al rescate del personaje-lector (Daniel) que no encuentra su lugar en el mundo, y la madre de Daniel, presiento, mucho más que la arquetípica madre del potencial escritor, preocupada por la salud mental del hijo y su futuro económico. Es una anti musa capitalista que manipula verdades y mentiras en su propio provecho; algo más que —Daniel dixit— una estatua de ojos inexpresivos. Afirmar que La visita del señor Mohrl será la consagración de Claudia Reina como escritora sería impreciso por dos razones: la primera, que estamos ante una escritora bastante apartada de los reflectores y ajena del todo a las relaciones públicas que parecieran obligadas en el ámbito literario mexicano; la segunda y más importante, que Claudia se supera a sí misma en cada nuevo trabajo, y por consiguiente sería más propio hablar de la consolidación de un estilo. Cabría esperar, ¿por qué no?, mayores sorpresas por parte de esta notable autora sonorense, ex becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, con cuyo apoyo escribió la obra que nos ocupa.