Juan Antonio Rosado

Acción, fluidez e intriga caracterizan, ante todo, el arte de narrar en su sentido más puro, cuando las historias pasaban por los oídos, cuando eran escuchadas por un público ávido que —aun sin saber leer ni escribir— atendía, se emocionaba, aprendía y volvía a contar esas historias a sus allegados. Se dice que fue Ambrosio, uno de los santos del cristianismo, quien empezó a leer en silencio, y se le veía como a un bicho raro, ya que a lo largo de la historia humana, la literatura siempre pasó por los oídos y se memorizó. Dicha tradición continuó en la Edad Media y aún se mantiene en muchas culturas orientales. Los libros, en ese sentido, carecían de importancia: eran meros guiones para que el narrador interpretara y actuara las imágenes y situaciones en cualquier rincón donde hubiera gente dispuesta a escuchar e involucrarse en lo ajeno. Christel Guczka, siguiendo el modelo de las tradiciones literarias más antiguas (las hindúes, chinas, persas, griegas, árabes y medievales) ha optado por el recurso de encadenar, tejer historias, y para ello se ha servido de la función lúdica aunada a la intertextualidad y al célebre tema con variaciones. A partir de ciertos modelos literarios, siempre recontextualizados, la autora juega con la cultura, se divierte con la tradición y la recrea como lo hizo —entre otros muchos— la célebre Sherezada, quien reencarna para contarnos la historia de Penélope mientras ésta aguarda a su marido Ulises.
Así se inicia la intensa cadena de recuentos y recreaciones. Esta es la historia que mayor espacio ocupa en el tejido de la novela. En cada secuencia hay un cambio de época, de lugar y de narrador. De la antigua Grecia, nos trasladamos a San Petersburgo. ¿La situación? Un hombre y una mujer que se conocen establecen una relación. En una tercera historia, aparecen otro Adán, otra Eva, otra serpiente y un dios lejano. En este relato, Adán y Eva constituyen el nuevo experimento de un dios que juega, acaso con sadismo, para contemplar la paulatina degradación del género humano a partir de nuestro primer afán por apropiarnos de todo cuanto nos rodea. Otra de las historias se ubica en las épocas del tribunal de la inquisición. El narrador aquí es un niño. Esta historia a su vez se encadena con una versión libre de la vieja unión de Jasón y Medea. Creo adivinar un claro intertexto en este relato: el extraordinario libro La bruja, del historiador francés Jules Michelet. Después aparece otro relato: el mito recreado de Sansón y Dalila. ¿El contexto? Un circo, pero también el mismo y eterno circo humano. Nuevamente, el punto de vista cambia.
La autora de Mientras dormía el sultán aprovecha varios mitos clásicos para recrearlos con libertad, amplificarlos, llenar huecos con la imaginación, tal como lo hicieron antes muchos otros espíritus lúdicos. El ser humano siempre ha requerido mitos para darle sentido a su vida. Mitificamos, pero también desmitificamos o proponemos nuevas variantes a viejos mitos. Los creadores, además de poetizar esos mitos, también juegan con absoluta libertad creativa al recrear, amplificar, imaginar, añadir o incluso eludir ingredientes, tal como lo hace Christel-Sherezada en esta bella novela, mientras el sultán que ella imagina —y a quien nunca conocemos ni vemos más que en el título— dormía apaciblemente.

Christel Guczka, Mientras dormía el sultán. Editorial Lugar Común, Ottawa, Canadá, 2013; 104 pp.