Eve Gil

Siempre he considerado que los mejores narradores dominan dos tácticas contradictorias: por un lado, son capaces de volver habitable al lector un lugar que le es por completo desconocido, incluso inhóspito. Por otro, suelen destapar aspectos insospechados y formidables del territorio al que se pertenece y por lo mismo no parecía deparar sorpresa alguna.

Yo he salido de En voz alta (Nitro/Press, México, 2014), de Cristina Rascón Castro, impregnada de la segunda. He contemplado un mundo que me es familiar, entrañable incluso, como una turista extraviada, haciendo detonar pequeñas minas a mi paso pero, sin dejar de sentirme acompañada en el camino, guiada por una voz que bien podría ser la mía pero ha mirado más allá en medio de nuestra cotidianidad… mismo acento, mismas inquietudes y lo bastante crítica para recrear la realidad de los micro universos ubicados en la frontera, prácticamente invisibles para otros que han andado, literariamente hablando, la misma geografía, pero sin cuestionársela al nivel de Cristina.

Pero antes de ahondar más en este libro, considero pertinente hablar sobre su autora para contraponer sus vivencias a su obra. Como Roberto Bolaño, Cristina Rascón podría considerarse ciudadana de su biblioteca. Nacida en Ciudad Obregón, Sonora, ha expandido sus horizontes con tal amplitud y audacia, trasladadas dichas miras a su escritura, que difícilmente podría otorgársele un gentilicio. Escritora fronteriza sí, pero en toda la extensión del término, no sólo por azar. Fronteriza, por un lado, porque hace convivir las culturas asimiladas con la de formación. Refiriéndonos específicamente a En voz alta, esa mixtura es de índole estilística. El punto de partida es su natal Sonora, pero la forma de abordarla remite más, se me ocurre, a una Flannery O’ Connor o una Banana Yoshimoto, que a un narrador regional-prototípico. Cristina no sólo recrea lo visto, lo vivido y lo sentido. Lo redondea con una visión extranjera, entrenada, supongo, a partir de reflexiones realizadas en la intimidad crítica que permite la distancia; la posibilidad de desdoblarse entre un antes y un ahora y contemplar en lontananza la propia nostalgia. De ahí que, lo que los escritores oriundos de Sonora denominan “realidad sonorense”, pero en realidad sea sólo un aspecto superficial o redundante de la misma, se perciba de manera inédita y, lo que es mejor, sólida, a través de los relatos de Cristina.

Con mirada aguda pero empática, Cristina recorre a una sociedad concreta en épocas diversas y en las tradiciones y esquemas correspondientes a determinadas clases sociales, desde las familias trabajadoras, pasando por aquellas —cada vez más numerosas en la franja fronteriza— que han optado por pactar con el crimen organizado y que bien podríamos denominar como “nueva clase media”, hasta las clases más altas, que, me atrevería a afirmar —y creo que Cristina estará de acuerdo— no corresponden del todo con el arquetipo de “familia de alcurnia” que se tiene en el centro de la República. Los millonarios de los relatos de Cristina permanecen arraigados a tradiciones que rayan el ridículo y exhiben un machismo edulcorado y ramplón, consecuentados por mujeres deseosas de ser reinas, aunque la corona sea tan acrílica como sus uñas decoradas. Uno de los comunes denominadores de “los ricos” sonorenses, son sus apellidos extranjeros, eslavos la mayoría, de la ex-Yugoslavia, aunque los hay ingleses, alemanes y franceses, y uno que otro compuesto que, me consta, no es sino una forma de darle lustre a lo que por sí mismo sería corriente. En un relato especialmente impactante titulado “Vals vienés”, la autora deja metafóricamente desnuda a una rica heredera —y reina de uno de tantos reinados anuales y obligatorios—, a quien sus padres envían a estudiar al extranjero. En un abrir y cerrar de ojos, su posición privilegiada se ve drásticamente trastocada, pues las exquisitas herederas alemanas del internado no ven en ella una reina de belleza o una niña bien, sino una eslava del montón. A eso se reduce el rimbombante árbol genealógico de éstos, cuyo apellido terminado en “Ich” resuena en la mente de cualquier sonorense que lea el relato, y la propia reina se ve reducida a su mínima expresión cuando, engreída de su belleza, ingresa a un mercado donde se le ve como una rubia de ojos claros del montón. Una yaqui, como las asistentes a quienes esta joven menosprecia, habría tenido mil veces mejor fortuna. Así, pues, la dudosa heroína pasa de reina de los mil reinados a la Cocktail girl de un anuncio racista y anti feminista. Vale la pena señalar que ningún detalle en los relatos de Cristina Rascón es casual. Pero éste, muy en especial, va edificando su brutalidad en detalles en apariencia insignificantes. Una de las grandes virtudes narrativas de esta autora, es que no es resentimiento social lo que mueve la pluma, como tan a menudo sucede, sino una sincera ternura por esta muchacha cegada de los flashes de los fotógrafos de Sociales de Valle del Yaqui.

Cegada vive también Martha, del relato “Familia americana”; cegada por las luces de neón del llamado Sueño Americano. La realidad que vive al interior de su casita de cuento de hadas, erigida justo en la franja fronteriza, es una especie de escaparate para quienes se quedan fuera de ella, los sin-acceso, aquellos a quienes se niega a abrirles la puerta, y son, sin embargo, materialización de sus peores miedos. Demasiado personal para ignorarlo de verdad. Alguna vez decide descorrer la cortina y se topa con otra mujer que, como ella misma, es una madre joven, que carga un bebé y también se llama Martha. Pero la Otra, que además tiene su mismo acento, posiblemente su misma voz, es una Martha a merced del sol infrahumano, anhelante de un vaso de agua y un poquito de aire acondicionado, con un hijo mal alimentado y que parece tan efímero como una flor, nada que ver con el sano y robusto bebé gringo que la Martha de adentro aprieta contra su seno, temerosa de aquella versión alterna y acaso más auténtica de sí misma.

Cristina también inyecta alma y sangre en las venas a los sicarios, a los capos, a los dealers, a los transexuales, a jóvenes estudiantes —mujeres en particular— que aspiran a una vida mejor, ganada con sus propias manos, pero inevitablemente arrastradas por la corriente de prejuicios de toda laya, de clase y género con insistencia y muy particularmente este último. Duelen la chica vestida de blanco con un grito de frustración suspendido en la garganta; el inminente destino, que se nos adelanta a través de una homofóbica nota de periódico, de la emperifollada Bere; el destino en juego del padre de familia secuestrado que entabla un inquietante diálogo en sordina con un cuidador presuntamente amable… duelen todos y cada uno de los personajes surgidos de la pluma vibrátil de Cristina Rascón Castro.

Concluiría mi comentario con una línea del relato “Familia americana”, que en buena medida resume el leit motiv de esta compilación: “(…) Los others que son siempre la misma frase, la misma noche de Halloween que no se acaba”. Sí, En voz alta todos son “los otros” y “nosotros” al mismo tiempo. Todos son la víctima y el verdugo. El rico y el pobre. Nadie sale ganando de acá.