Ricardo Venegas

Brígido Almendarez

Si la asimilación de un libro resulta en sí una tarea difícil, el análisis de la suma de éstos es doblemente complicado. La recopilación de una obra (propia o ajena), es, por principio, arbitraria, pues obedece a un gusto personal, a lealtades que el autor o el compilador guarda con los propios textos. La unidad temática, la consistencia en el tono o la fuerza lírica de una antología, gozan de distintos decibeles y obedecen a una suma de factores tan disímiles. Toda antología, sin embargo, da cuenta de una necesidad fundamental: el deseo de reunir lo disperso. En la literatura, este deseo responde más a una aspiración que a un hecho concreto; en la poesía en particular, cualquier intento de punto final resulta, desde ya, infructuoso; pues, como Valéry afirma: “El poema no se termina nunca, se abandona”. Hay, no obstante, momentos en los que resulta conveniente mirar hacia atrás, desandar los pasos. En ese trance se encuentra Ricardo Venegas, el momento del corte de caja, la pregunta por lo hecho, el cara a cara con la propia obra. Y es quizá este recuento, esta criba siempre útil, lo que nos deja ver aquello que sobrevivió al instante, pues, toda obra es el remanente de un tiempo que colapsa. Vista así, cualquier antología personal representa el intento de concentrar lo que de fuego aún sobrevive en una página, o como Ricardo invita: “Ven a escuchar,/ está cantando el humo de lo que ya se ha ido”, un humo provocado por “la primera palabra/, un bumerang en llamas”. Es precisamente ese bumerang lo que propicia el retorno de la escritura al momento primigenio: el origen de la chispa, una chispa que se ha convertido en llama, un fuego a su vez, donde el poeta se reconoce y habita. Tal vez por eso Ricardo escriba: “Leo mi nombre y el rastro malabar de la ceniza”.

Siguiendo esa línea, toda antología personal busca el rizoma de una voz, sus rastros en la cartografía del tiempo, un tiempo esquivo y fluctuante. Ya el título atisba la imposibilidad de esta encomienda, pues, la sed —supone siempre— una carencia, algo que exige ser saciado. En La sed del polvo (título que reúne los poemas de poco más de quince años de trabajo), Ricardo Venegas da cuenta de su andar por la escritura.

El polvo como signo del paso del tiempo, el tiempo como razón del polvo. Pero el polvo en la escritura es inevitable, Ricardo lo sabe, y aun así sentencia: “Tiene que haber una manera/ de escribir sin dejar tantos escombros,/ tiene que haber una manera”.

El poeta busca siempre una salida, el rastro de algo que pudo ser distinto. Y es justamente esa búsqueda lo que marca la poesía de Venegas; escritura que no aspira a la inmanencia, por el contrario, el polvo es signo de lo efímero, lo que queda cuando ya no queda nada. “En medio de la eternidad —escribe Ricardo— soy el instante,/ apenas el presentimiento de una hoja/ que cruza las espigas del otoño”. Si el polvo es la prueba inequívoca del colapso, lo que está siempre en el centro del derrumbe es el lenguaje. Y allí uno de los mayores méritos de la poesía de Venegas es la claridad, la contundencia. En su obra todo está a la vista, incluso aquello que no tiene presencia fenoménica; la ausencia o el vacío son las huellas de una escritura que se distiende en busca de sentido, un sentido marcado por la duda, una duda que lo lleva escribir: “Tengo el destino en la palabra errante,/ en la primera línea,/ en el cantado sueño de los vivos./ Hay conjuros más prófugos que el aire/ pero duermen en paz,/ en los escombros del insomnio/ yo vigilo”.

Es justamente este vacío de sentido, lo que obliga a Ricardo Venegas a preguntarse: “por qué se llama muerte a la ausencia que nos marca”. Y es lo mismo que a su vez lo hace confesar: “Cómo me gustaría decirte/ que he pagado con creces las vidas que he vivido/ y me repito como un error de Dios/ en espirales de la sangre”. Así, en ese recuento, en ese ajuste de cuentas, el poeta llega a una conclusión: “En esta habitación cuento los años/ y de principio a fin somos abismo”.

A pesar de ello —o tal vez debido a ello— en el impulso de todo escritor subyace siempre un deseo de resistencia, insistir parece la encomienda, golpear la piedra hasta que mane el agua. La escritura se convierte así en un acto de fe; pues, como Paz afirma, “la poesía es lo que queda, y nos consuela, la conciencia de lo ausente”.

O como dicta el poema que cierra el libro: “Ninguna luz hubiera en esta arena/ si aquella fuerza de la ola hubiera renunciado”.

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