Saray Curiel

Cada año, el Foro Económico Mundial presenta su lista de los mejores países para ser mujer, The Global Gender Gap Report, que analiza la disparidad de género en el mundo. Hasta la fecha, Islandia continúa siendo el mejor país para ser mujer, por tratarse de la nación con la educación más equitativa, con el mayor número de libertades políticas y oportunidades económicas y el acceso a la salud más equilibrado. La situación en México, en cambio, no es muy alentadora: nuestro país se mantiene en el lugar 71 de 145. Los rubros más apremiantes son la educación y la captación de ingresos, que distan mucho de ser equitativos. Hay que admitirlo: se trata de un problema estructural que habla de una cultura misógina, de exclusión y ataque a lo femenino.

En toda América Latina, México se encuentra en las posiciones más bajas en lo que respecta a la equidad de género. Lo que debe advertirse es que emprender reformas en materia de puestos públicos no es la solución al problema. ¿Dónde está el origen de la misoginia en nuestro país? La situación se ha convertido en un círculo vicioso, pero es preciso resaltar la responsabilidad de la acción femenina. Las organizaciones feministas deben asumir que hay que sostener la lucha por la equidad de género de manera autocrítica, evitando los discursos vacíos y la generación de arquetipos de mujeres que merezcan ser iguales que los hombres.

Hablar de feminismo no significa entablar un debate sobre la preeminencia de los géneros. Tampoco de resaltar la obra de mujeres como Simone de Beauvoir, Mary Wollstonecraft, Virginia Woolf, Jane Austen, Hanna Arendt, Leonora Carrington, Rosario Castellanos, Malala Yousafzai. Ese discurso encierra el argumento de la discriminación y deja fuera las luchas de todos los días: las que encabezan mujeres que trabajan en el área de la investigación, la salud, la educación, los servicios sanitarios, pero también en el hogar, un trabajo enajenado que no recibe remuneración, como lo señaló Karl Marx en su momento, y que, pese a lo que se diga, no debe ser una opinión trasnochada. Construir una historia de la mujer sólo puede hacerse sin aislamientos, descontextualizaciones ni divisiones teóricas artificiales.

Lo que reproduce la misoginia son las prácticas cotidianas. Es en su ejercicio donde se define el poder y se encuentran las resistencias; es en su análisis donde se puede hacer consciente el valor simbólico que encierran. Elsa Mireya Álvarez Cruz habla del “femichismo”, refiriéndose a las actitudes femeninas que fomentan el machismo y que lo traducen en un sistema de creencias implícitas en la vida cotidiana. Pensando en términos de prácticas, estas ideas tienen sentido sólo porque se reproducen en la experiencia fáctica. Cuando el ignaro y estólido Marcelino Perelló se atrevió a afirmar “si no hay verga, no hay violación”, se hizo un verdadero escándalo. Fueron los alcances mediáticos y los espacios en que se desenvolvía el actor los garantes de que el acto fuera punible. Al ser cancelado su programa en el radio, se hizo efectiva la doble moral en lo que respecta a los temas de equidad de género, pues si bien se construye un discurso que sostiene como políticamente incorrecta la misoginia, las acciones reales para erradicarla tienen efectos exiguos. La violencia de género se vive todos los días, las declaraciones de Perelló se escuchan en las calles, en los hogares, las repiten los padres y las madres a sus hijas, ellas a sus hermanas y amigas.

La desvaloración de la mujer como sujeto capaz comienza en el hogar. Desgraciadamente proviene en gran medida de las mujeres mismas, de la mujer que llama puta a la que se viste con minifaldas o decide ejercer libertad sexual. De la que prefiere ir en el vagón de damas, que le abran la puerta del auto, que le den la mano para bajar, que le sirvan el agua, etc. La misoginia positiva también es preocupante. ¿Qué esconde una acción de caballerosidad amable y sin mala intención? El supuesto de una debilidad intrínseca en la condición femenina que la hace requerir de ayuda y protección; el supuesto de inferioridad que durante el siglo XIX adquirió la acepción de “buenos modales” y que funciona como el mecanismo reproductor de prácticas de abuso. Una actitud caballerosa cifra un símbolo de la incapacidad atribuida a la mujer.

La violencia de género es igual de preocupante, lo mismo si es física o psicológica, si es discriminación, acoso sexual o imposición de roles. Las mujeres que asumen esos roles, reproducen sus prácticas y se atacan entre sí adoptando criterios machistas fomentan esa violencia. Lo único que fortalece las luchas femeninas es la unión, de mujeres y hombres conscientes que se apoyan y enfrentan el abuso, que evitan las desvaloraciones y que se respetan mutuamente. La realidad de nuestro país refleja un panorama poco alentador. El acoso sexual cotidiano es muestra de la valoración de la mujer como objeto, pero pese a su denominación, no es un asunto que siquiera se fundamente en lo sexual: supone en la mujer la incapacidad de emitir opiniones, la falta de derecho a manifestar su voluntad, una intrínseca incapacidad de razonar y decidir.

La feminidad, como se ha dicho, se construye con las prácticas de todos los días. El problema es que esta violencia se ejerce de manera inconsciente, que echa raíces en la cultura, que con ella se anula la capacidad de crítica y que la cerrazón moral instaure sus expresiones como anestesia social. Lo primero que debe hacerse es reconocer que México es un país misógino, que en todas las esferas sociales y en todas las actividades se conjugan actitudes de rechazo hacia lo femenino, que no se cuenta con los canales correctos para transmitir equidad en el nivel educativo, en los servicios y en los espacios colectivos. Hay que reconocer en un nivel individual el papel de la mujer como propagadora de su propia condición desfavorable. Las mexicanas merecemos que éste sea un buen país para vivir. Empecemos juntos a construirlo.

Twitter Revista Siempre