Su más reciente novela, El ruido del tiempo

Mario Saavedra

Uno de los más talentosos e interesantes narradores ingleses de las tres recientes décadas, el también editor y crítico cinematográfico Julian Barnes (Leicester, 1946) ha llamado particularmente la atención de la crítica y el público lector por la diversidad de temas implícitos en el radar de interés de un hombre culto y sensible. Presente en las librerías británicas desde iniciados los años ochenta con títulos como MetrolandiaAntes de conocernos, se dio a conocer hasta con su inusitado libro El loro de Flaubert, gosoza confirmación de un apasionado débito con el notable polígrafo francés por el que en 1984 fue finalista del Premio Booker. Entre los más hermosos libros que han contribuido a reconocer lo mucho que la narrativa contemporánea le debe al autor de Madame Bovary, como el no menos celebrado gran ensayo de Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, Barnes confirmaría esta presencia internacional con otros títulos suyos como Inglaterra, InglaterraArthur & George y el multigalardonado El sentido de un final.

Una obra escrita con ardor y lucidez, con indignación y sabiduría.

La muerte, asunto y personaje

Si bien Barnes es asimismo autor de novelas policiacas que ha publicado con el pseudónimo Dan Kavanagh (apellido de su ya fallecida esposa y agente literaria), lo cierto es que su verdadera aportación se encuentra en títulos como los arriba mencionados. De otra naturaleza es su hermoso y revelador libro de confesión agnóstica Nada que temer, que empieza con una demoledora frase suya que es ya representativa de su pensamiento y de su obra más personal y de mayor calado: “No creo en Dios, pero le extraño”; la muerte es aquí asunto y personaje a la vez, ese interlocutor con el que en México dialogamos de igual a igual, con ligereza y hasta con humor, porque en el fondo se le respeta, se le venera, como bien escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad. Esa fuerte raigambre filosófica y existencial se entiende por la propia naturaleza y formación del escrtitor, por cierto hermano del no menos reconocido filósofo e historiador Jonathan Barnes que como personaje detonador aparece precisamente en Nada que temer.

Devoto defensor y promotor a ultranza de los derechos humanos, Barnes es patrocinador de organizaciones en ayuda a víctimas de la guerra y de la tortura por culpa de los más oscuros prejuicios, del fanatismo y la estulticia, del crimen y la barbarie. Su reciente novela El ruido del tiempo (2016), en derredor de la personalidad y la obra del enorme compositor ruso Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo 1906-Moscú 1975) que sufrió el infierno persecutorio del stalinisnmo soviético, como otros tantos de su estirpe acosados por la censura, constituye una clara denuncia a toda posible dictadura personal o de Estado que atenta contra el derecho a la vida digna y la libertad de expresión o de creación. El ruido del tiempo (The Noise of Time), bello título en sí mimo, evoca precisamente el ruido enloquecido y ensordecedor del poder que impone su ley —tan absurda como malévola— solo por la fuerza, que en la evocada Unión Soviética respondía a la sola potestad del inamovible dictador en turno y de un prostituido Estado a sus órdenes. Contrario al silencio reposado de la creación, que en la composición musical juega un papel fundamental en contraste con el sonido, porque así se construyen el ritmo y la armonía, el ruido estridente del poder no permite interlocución alguna, opinión contraria, creación disonante, porque todo responde solo a las órdenes del sátrapa demagogo que seduce y controla a una mayoría obnubilada por la dádiva y una indigna promesa de redención y superioridad.

El regimen de Stalin —1878-1953— fue un disfraz de justicia y progreso simulado.

Cuando la barbarie se disfraza de justicia

El ruido del tiempo es un libro escrito con ardor y lucidez, con indignación y sabiduría, con información pertinente y bien calibrada, de frente a una horrososa experiencia histórica que bien comprueba una vez más que solo el ser humano es capaz de tropezar dos o más veces con la misma piedra, dominado por por la barbarie, por la ambición, por la insensatez. Seguido dialogo con una querida amiga tratando de contradecirla en su afán por creer en una naturaleza humana que consuetudinariamente ha dado pruebas irrefutables de su instinto depredador muy por encima de su más débil aliento constructivo que de hecho en el arte encuentra algunos de sus vestigios más dignos, más propositivos, más duraderos. Barnes desnuda aquí algunos de los signos más atroces de esa barbarie disfrazada de justicia, de esa estulticia que simula progreso, conforme nos sitúa en un no muy lejano momento de la historia —bajo unas u otras circunstancias, por desgracia se repite y seguirá repitiendo— en que la dignidad humana fue reducida a miseria y escombros, sobre todo cuando se trataba de quienes por su inteligencia y su coraje podían exhibir y criticar esos signos de perpetua decandencia.

Shostakóvich —1906-1975— padeció el infierno persecutorio stalinista.

 

Shostakóvich, perseguido y acosado

El gran talento sojuzgado de Shostakóvich nunca se sometió del todo y en cambio dio a la luz obras extraordinarias como su ópera Lady Macbeth de Mtsensk que desde su misma fuente de inspiración shakespereana condensa un profundo llamado de conciencia frente a los inimaginables estadios de locura que el poder puede alcanzar, por lo que el genio del compositor sería perseguido y acosado, tachándolo de creador de un arte “desviacionista” y “decadente”. Otra prueba más de lo que el poder malsano puede hacer contra el talento y la inteligencia, El ruido del tiempo nos devela esos años de estupefacto terror persecutorio contra la creación y la senbilidad, contra el individuo que se arriesga a ser él mismo y contrasta con la masa dominada, contra quien siquiera se anime a creer que es posible criticar cuanto de su realidad le resulta absurdo y proponer a cambio un mundo mejor. Pero más allá de la censura y la persecución, el genio del gran músico ruso daría a la luz partituras portentosas y trascendentales (sinfónicas, concertísticas, de cámara, líricas, para piezas teatrales y cinematográficas), más allá de la mirada obscena del dictador y sus esbirros.

El ruido del tiempo es una novela aleccionadora y actual, de lectura apasionada y hasta alucinante, escrita por un narrador de estilo lúcido y vigoroso, quien tampoco renuncia a ese extraordinario poder transgresor y de búsqueda que impone la buena literatura abierta siempre a arriesgar y descubrir. Otro ejemplo desolador de lo que pueden ser las relaciones entre el poder y el arte, cuando este segundo se atreve a ir en contra de lo establecido y a exhibir las aberraciones del poder mismo, Julian Barnes nos regala también con esta bella novela lo mucho que la inteligencia creativa puede hacer por al menos frenar y retrasar un desbarrancadero que por su propia naturaleza esperanzadora el arte se resiste a creer que pueda ser definitivo.

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