Jorge Nuño

 “Morir no es nada,  cuando por la patria se muere”.

Hace 170 años el cielo y los muros del Molino del Rey fueron testigos insobornables de la historia, al ser el escenario de una de las peores calamidades en contra de nuestro país. Fue el epilogo del crimen más grande e injusto en contra de nuestra nación, el atropello a la dignidad y a la soberanía nacional. La historia deja muy en claro que fue un plan deliberado de despojo en contra de nuestro país, cuyo primer capítulo fue la guerra de Texas, todo producto de una política deliberada fundada en principios expansionistas y la ley del más fuerte como el Destino Manifiesto y la Doctrina Monroe.

Esta batalla fue el preludio de una tragedia dolorosa para nuestro país, convirtiendo a México en su víctima propiciatoria del expansionismo territorial de los Estados Unidos, con la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio (2.3 millones de kilómetros cuadrados), que hoy forman parte de ocho estados de la unión americana.

La batalla del Molino del Rey no fue en vano ni un  hecho aislado, evoca la grandeza y el heroísmo del Ejercito mexicano que es el mismo de hoy, heredero de las más puras tradiciones, que como en  la batalla de las termopilas escribieron con sangre, el sacrificio y el honor de morir por la patria, como fue el caso del Coronel Lucas Balderas, el Gral. Antonio de León que a las 7:30 horas de aquel día una bala asesina le atravesó el pecho hiriéndolo mortalmente, pero alcanza a exclamar con voz trémula: Viva México!

General Lucas Balderas.

Hoy, quedan como recuerdo imperecedero para las actuales generaciones un monumento erigido en recuerdo de aquellos valerosos soldados, quienes no ignoraban el poder que enfrentaban, y estuvieron alimentados con su mente y su espíritu de defender a la patria y que morir es nada, cuando se muere con decoro frente a la injusticia. Su sangre a lado de otros soldados anónimos se recuerda a diario a todos los que caminamos por esa vieja calzada, llena de historia y pensando siempre en defender a México.

Este y otros más cumplieron con nobleza y el más alto honor militar, ofrendando la vida misma y no retroceder ni un solo centímetro frente a un enemigo cruel, codicioso y despiadado, que posteriormente con una saña supina ejecutaría a jóvenes imberbes el día 13 de septiembre de 1847: Los niños héroes de Chapultepec.

El Colegio Militar se encontraba en aquel entonces en el Castillo de Chapultepec, el Gral. Bravo ordenó a su artillería a abrir fuego en contra de la infantería norteamericana que bajaba desde Tacubaya, al otro extremo las guardias nacionales de Querétaro, patria y unión apuntaban sus fusiles contra el ejército invasor haciéndolo retroceder.

General Antonio de León y Loyola.

El pasado viernes la ceremonia solemne estaba lista para conmemorar los 170 años de aquella gesta heroica, de guerra injustificada, verdadero latrocinio, porque no respetaron los más elementales principios de la guerra: “preferir el dialogo propio de los seres humanos, frente al uso de la fuerza propia de los animales”.    Inesperadamente un oficial del Estado Mayor Presidencial anunció que: “Por causas de fuerza mayor, se suspende la ceremonia, agradeciendo la presencia de todos los asistentes”.

Después nos enteramos y digamos la verdad con la verdad, al margen de politiquerías que: en un acto de congruencia y responsabilidad, el Presidente de la Republica Enrique Peña Nieto tomó la decisión en esos instantes y sin titubear viajó al Estado de Oaxaca para atender y coordinar el apoyo al pueblo de Juchitán, víctima de una tragedia propiciada por el terremoto ocurrido la noche anterior.

Deber y consciencia fue el testimonio del negociador del plenipotenciario Nicholas Trist, norteamericano del Tratado Guadalupe Hidalgo que abominó la codicia.

“Si aquellos mexicanos hubieran podido ver dentro de mi corazón, en ese momento, se hubieran dado cuenta que la vergüenza que yo sentía como norteamericano, era mucho más fuerte que la de ellos como mexicanos. Aunque yo no lo podía decir ahí, era algo de que cualquier norteamericano debía avergonzarse. Yo estaba avergonzado de ello, cordial e intensamente avergonzado”  (1848, Nicholas Trist)