Si los partidos políticos ya tomaron la decisión de renunciar al financiamiento público y con ello dejar de ser una carga para el pueblo de México, entonces que le hagan el favor completo a la nación.

Es cierto que dejar de recibir 11,000 millones de pesos el próximo año marcaría un hito en la democracia mexicana, pero también es verdad que los partidos no van a ser mejores por eso.

Para decirlo de manera más puntual. El gran problema de la democracia en México es que se nutre fundamentalmente de dinero. Más que una cultura o toma de conciencia, es una industria, un negocio que solo beneficia a los dirigentes y dueños de los partidos políticos.

Es el dinero lo que determina el triunfo o la derrota de un candidato. Es el dinero invertido en propaganda, compra de votos y arreglos, lo que permite llevar al poder a quien será, por su origen fraudulento, un gobernante corrupto e inepto.

Entonces, la reforma constitucional que propone el PRI y la renuncia del PAN, PRD y Morena a recibir cierto porcentaje de prerrogativas para destinarlo a las víctimas del sismo tiene que ir acompañada, para que sea creíble, de cambios completos.

Lo que han propuesto los partidos es una farsa, un engañabobos, una ofensa a la inteligencia.

La reforma constitucional, propuesta por el PRI, para eliminar al 100 por ciento el financiamiento público a partidos deja viva y agrava, aún más, la distorsión de la democracia.

Incurre en el grave error de privatizarla. Se limita a convertir una industria pública en privada, donde el dinero existirá, más que nunca en abundancia y con más poder de decisión.

La iniciativa, anunciada por el dirigente nacional del PRI, Enrique Ochoa Reza, busca expropiar la democracia para entregarla a los más ricos de la nación. Solo ellos —al concentrar 43 por ciento de la riqueza nacional y representar el 1 por ciento de la población— estarían en condiciones de financiar campañas, burocracia partidista y procesos electorales.

Los gobernadores, diputados, senadores, alcaldes y el mismo presidente de la república surgirían del patrocinio de trasnacionales, grandes corporativos y responderían, ya no al ciudadano, sino a la Bolsa de Valores.

Y también, ¿por qué no?, a las organizaciones criminales, siempre interesadas en invertir los 40,000 millones de dólares que obtienen al año por venta de droga, en posiciones de influencia política.

En un escenario de este tipo, México —uno de los países más desiguales del mundo— se consolidaría como una plutocracia y el ciudadano quedaría reducido a una simple pieza de ornato, anulado, sin capacidad para influir en el destino nacional.

Si los partidos quieren recuperar credibilidad y prestigio, entonces, que le den una vuelta completa al modelo electoral.

Que no sea el dinero —público o privado— la clave para obtener el poder, una gubernatura, una curul, sino la calidad ética y capacidad política de los candidatos.

¿Quién levanta la mano para cambiar paradigmas dentro de la política nacional, para sustituir los cimientos del interés económico por el servicio cívico? ¿Quién dijo yo?

Nada se escucha. Ni siquiera ante el puño alzado, en señal de silencio, de los ejemplares rescatistas.