México es un país con una alta vulnerabilidad a los desastres naturales. Los recientes terremotos del mes de septiembre y sus réplicas nos recordaron el alto riesgo sísmico, o lo que algunas personas denominan “certeza sísmica”. A este tipo de peligros se suman los desastres naturales y los crecientes riesgos derivados de la destrucción de la naturaleza y del ambiente por la acción humana, entre ellos, el cambio climático.

La ciencia y la tecnología aún no pueden predecir los terremotos pero sí está en la capacidad humana el conjunto de acciones para reducir sus consecuencias. Por el contrario, en el caso de los eventos naturales provocados por la destrucción de la naturaleza, es posible no solo prevenir y mitigar sus efectos, sino ir a las causas que los provocan.

El consenso científico es en el sentido de que la actividad humana, desde la Revolución Industrial, ha estado destruyendo la naturaleza en forma creciente. Nuestros sistemas económicos depredadores y destructores, así como el rápido crecimiento de la población han dejado una secuela de destrucción que pone en riesgo la vida humana en el planeta, al menos como la conocemos.

Recordemos  que se estima que a finales del siglo XVIII la población mundial llegó a mil millones de personas. Actualmente la población global es de casi 7,500 millones de habitantes y poco antes de 2050 llegaremos a 10,000 millones de personas con un fuerte envejecimiento de la población. En el caso de México, la población del país en 1900 era de 13 millones de habitantes, actualmente somos 123 millones de personas y llegaremos a 150 millones antes del año 2050.

El notable desarrollo económico de los últimos siglos, aunado a la creciente demanda de recursos naturales, tanto por el incremento de la población, como por la elevación del nivel de vida, ha tenido el impacto mencionado sobre la naturaleza y el ambiente. Actualmente, observamos el agotamiento del ozono de la estratósfera; la pérdida de la biodiversidad y las extinciones de seres vivos; la contaminación química y el lanzamiento de nuevas entidades; el cambio climático; la acidificación de los océanos; el cambio en el sistema de tierras; la escasez de agua potable y el ciclo hidrológico global; la afluencia de nitrógeno y fósforo a la biósfera y los océanos; así como la carga de aerosol a la atmósfera. Esto es, el costo del progreso y el bienestar ha sido alto en términos de la destrucción de la naturaleza.

En suma, estamos frente a una situación nacional y global de extrema gravedad. Desde la perspectiva de la gobernabilidad y la seguridad nacional, los eventos naturales que hemos padecido, en particular en la región sur-sureste, son de extrema gravedad, al tratarse de la región más pobre y con mayor grado de marginación del país.

Frente a esas circunstancias se requieren diversos tipos de acciones en al menos tres niveles. En primer término, es fundamental la revisión de la normatividad y su aplicación en la construcción de obras de infraestructura y vivienda en el país, en particular en las zonas de alta sismicidad y en las más vulnerables a los efectos del cambio climático, como los recientes e intensos huracanes y ciclones; en segundo lugar, es determinante un plan de largo plazo para el desarrollo de la región sur-sureste del país, expresión de la persistencia de la pobreza y la desigualdad. Es claro que se trata de la región que no logró beneficiarse con el proceso de modernización económica de México en las últimas décadas. Pero, en tercer término, está el tema de mayor fondo tanto a escala global como nacional: la economía mundial y en consecuencia los sistemas económicos nacionales no pueden seguir operando en el esquema depredador y destructivo que caracteriza a muchas actividades industriales. El tema va mucho más allá de si se trata de una economía de mercado altamente descentralizada o bien de un sistema económico centralizado. Es necesario hacer las cosas de manera diferente en muchos órdenes para lograr enfrentar con éxito la profunda problemática de México y el mundo.