Qué duda cabe que Paul Auster (New Jersey, 1947) es uno de los pocos novelistas estadounidenses que, después de William Faulkner, Ernest Hemingway, Henry Miller y Philip Roth, ha propuesto verdaderas variantes al género narrativo. Conocido como el escritor del azar, del sino, en el universo literario de Auster pareciera que el destino siempre está a prueba; tobogán abierto a todas las posibilidades, su escritura esconde el destino sin consigna, sin hora y sin fecha en el calendario, franco solo a su “posibilidad de ser”. Arquitecto de lo inesperado pero probable, persigue en lo cotidiano las bifurcaciones surgidas de acontecimientos aparentemente anodinos, como acontece en La música del azar y sobre todo en la peculiar escena central de Leviatán.

Poeta de la contingencia, como en su momento lo llamó algún crítico atento a los experimentos lingüísticos que identificaron a varios de los escritores de su generación, el estilo de Auster se muestra en apariencia sencillo, pero dicha claridad deviene más bien de su compromiso con lo que para él es mucho más que instrumento de expresión. Y tras esa supuesta sencillez se esconde además una compleja arquitectura narrativa, la construcción de un entreverado andamiaje de digresiones, de múltiples historias dentro de la historia, de espejismos dentro del gran espejo de la anécdota, porque su conocimiento de la evolución del género moderno por antonomasia resulta de igual modo puntual.

Lo que es, lo que no es y lo que parece ser

Son muchos los asuntos que obsesionan a este no pocas veces incendiario crítico del mundo de hoy, del propio imperio norteamericano, del llamado “American way of life”,  en la medida en que su talante emotivo e intelectual es el de un humanista profundamente comprometido con los temas del complejo tiempo que le ha tocado vivir, entre otros, una misteriosa pero de igual modo inobjetable sensación de pérdida, de des-posesión; como contraparte, y a la vez como consecuencia, un obsesivo apego al dinero y a lo material, o la condición de vagabundeo que define a muchos de sus personajes neurálgicos (en El palacio de la luna, por ejemplo, Marco Stanley Fogg proyecta una irónica simbiosis de tres notables viajeros del pasado). Y en el centro de esta sensación de pérdida por supuesto que se cuestiona también el problema de la identidad, en otros complejos juegos de espejo que entretejen la ficción con la realidad, el mundo del sueño con el de la vigilia, como acontece en su medular Trilogía de Nueva York donde uno de sus personajes —no el narrador— se llama como él, o en Leviatán donde otro de ellos —aquí sí el narrador mismo: Peter Aaron— tiene sus iniciales y conoce a una mujer llamada Iris —anagrama de su esposa Siri—, o en La noche del oráculo donde alguno más lleva por nombre —anagrama de Auster— Trause. La enfermedad, el mimo en la descripción de los objetos de papelería, la meta-literatura, son señas de identidad recurrentes en estas proyecciones de lo que pareciera ser y no es, o de lo que aparentemente no es pero es, porque en Auster las fronteras entre ficción y realidad no pasan de ser una representación simulada, entreverada, de cuanto se vive, se presiente, se sueña o se imagina.

Influencias que Auster reconoce

Heredero indirecto de escritores como Kafka y Beckett, y a contracorriente de una tradición literaria norteamericana más apegada a un realismo casi documental, el propio Auster ha insistido en el determinante impacto que sobre él han tenido dos escritores medulares en el curso de la literatura contemporánea. El ascendente de Samuel Beckett, por ejemplo, notable tanto en el inicial descubrimiento de su vocación en lengua inglesa como en su más tardía y definitiva etapa de arraigo en París, cuando estudiaba con especial interés la poesía y la narrativa francesas sobre todo de los siglos XIX y XX —sin olvidar la crucial experiencia de otros escritores norteamericanos en Francia—, proviene no solo del novelista autor de El innombrable y Malone muere, sino también del dramaturgo creador de ese texto cardinal del teatro contemporáneo que es Esperando a Godot.

Qué duda cabe de que sus estudios sobre la poesía francesa han sido fundamentales para entender con mayor claridad la indudable influencia de la lírica gala en la evolución de la propia poesía estadounidense del siglo XX, incluida la suya misma. Gran conocedor de las vanguardias dentro y fuera de su país, sus varios textos sobre personajes como George Oppen y otros objetivistas estadounidenses resultan de igual modo reveladores, y en esa revisión analítica de los grandes personajes y corrientes del siglo XX, en torno a los cuales ha aportado ideas y juicios revolucionarios, sobresale la figura más que deslumbrante del gran poeta alemán de la posguerra Paul Celan. Sus opiniones sobre otros personajes de un pasado literario más remoto como Hölderlin, Leopardi, Montaigne y Cervantes, entre otros muchos escritores de su interés, agrandan la silueta de un valioso polígrafo anglosajón de quien su variada obra crítica y analítica revela una sólida cultura.

La autobiografía y el juego de espejos

Quizá resulte injustificado y hasta baladí establecer una razón de juicio en la obra de un escritor como Paul Auster a partir del grado de presencia que en esta puedan tener, como documento biográfico, la vida y la personalidad del mismo escritor, cuando esa calificación debiera desprenderse solo y sobre todo del valor estético e intrínseco del propio corpus creativo. Más o menos autobiográfica, porque al fin de cuenta dicho juego de espejos las más de las veces funciona sobre todo como eso, como juego de espejos, una obra artística existe como universo autónomo y que se independiza de su dios-creador, al margen de que por supuesto en el sentido explicativo de dicho universo funcionen como coordenadas el ser que le ha dado vida y sus propias circunstancias, entre las cuales de igual modo se inscriben el talento y la capacidad inventiva de ese mismo dios-creador. Por supuesto que después de leer gran parte de las novelas de Auster resulte fácil perderse entre la ficción y lo biográfico, entre lo que es inventiva y su complemento vivencial, y sobre todo en un escritor que, como el autor de la Trilogía de Nueva York, ha creado un complejo cedazo de vivencias deformadas y maquinaciones introyectadas.

El título de esta colaboración, está basado en un fragmento del ensayo “Paul Auster: “La música del azar”, del libro Con el espejo enfrente. Interlineados de la escritura, UAM, 2013.