Raciel D. Martínez Gómez

Mónica Braun, Directora de la Editorial Nieve de Chamoy, resolvió mi dilema para comentar Formas de luz (el sentido de la melancolía), una novela por demás incómoda con la que el escritor colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño ganó el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 2017.

La novela publicada por la Universidad Veracruzana, coincide con la publicación de otra novela de Marco Tulio: La honesta lujuria, editada precisamente por la vanguardista empresa cultural Nieve de Chamoy. Braun participó en la FILU para difundir La honesta lujuria, un libro más angosto en volumen que Formas de luz que es un pliego de 457 páginas, pero de una gran valía literaria.

Mónica fue vecina de página de Garramuño en el ya mítico Sábado, suplemento cultural de unomásuno, que dirigió el viajero pornotópico Huberto Batis. Por eso lo que dijo la autora de Sexo chilango, distingue perfectamente una de otra, son las faces de una moneda: mientras La honesta lujuria continúa la pantagruélica misión de Marco Tulio, Formas de luz es, explícitamente, su anverso.

Formas de luz no es sencillo calificarla dentro de la órbita Garramuño. Recordemos que, aparte de la natación, el deporte favorito de Aguilera es levantarle las naguas a la hirsuta ciudad capital. Y aunque su obra en general ha buscado la paradoja y las contradicciones conservadoras para provocar efectos morales, Garramuño ya dejó atrás la etapa de la truculencia y los giros bruscos en la última reunión total de sus cuentos. Por ello Formas de luz es el anverso de Marco Tulio.

No obstante la tremenda crisis que lo aquejó, física y anímicamente, no leemos a un escritor afligido. La desidealización erótica no lo inundó de aflicción. Formas de luz es, en el más amplio sentido de la palabra, la novela más acabada del colombiano.

A diferencia del brioso autor que leemos en Cuentos para antes, después y en lugar de hacer el amor, ahora nos place con otro nivel de escritura que, en efecto, ronda entre la depresión y la melancolía. Aunque, es preciso anticiparse, la añoranza no se imposta en estos círculos trazados por el mismo Dante.

Como toda buena novela, Formas de luz muestra una declaración de principios que es bellísima como estampa: desde su casa, en el emblemático Cerro de Macuiltépetl, su vista ya no alcanza a ver la cascada de Naolinco. Cultivó Ventura un jardín del cielo, sembró un árbol, “crecieron sus ramas”, amarró una soga… y se colgó.

Inmediatamente aparece el tiempo como infierno, el obstáculo más grande para el erotómano curioso; el tiempo, su paso inexorable, es para Ventura la imposibilidad infinita de curiosear por el arcano de las otras mujeres que no son Beatriz.

La curiosidad de este Pushkin vanidoso, este Ventura que puso la literatura por encima de su familia, es vencida por el tiempo. El infierno, dice el narrador de Formas de luz, tiene muchas puertas. Ya no se vislumbra el escorzo de la carretera rumbo a Veracruz. Y Ventura entra el infierno por varias de ellas. Sí, Formas de luz es una Divina Comedia en pueblo casposo.

El escritor tocó fondo, exhibe su abismo existencial pero continúa con el obsesivo formalismo hasta pulir su pieza literaria con una rigurosa forma de espulgar adjetivos muertos. Sin embargo, con ello no debe entenderse que el libro se exima del resto de las características que distinguen a este personaje proclive a la faramalla, como lo es Marco Tulio.

No encontramos, en este aspecto, una requerida redención estilística porque Marco Tulio es capaz del autoescarnio así sea en el peor de los escenarios posibles, porque apenas confiesa rezarle a Dios y lo mezcla de inmediato con la puntada de incluir a Edgar Allan Poe.

Lo que sí es que, amansado ese ser egocéntrico por la enfermedad y el ánimo alicaído, no cede a utilizar un lenguaje plañidero ni la estructura de Formas de luz es quejumbrosa a pesar de hallarse motivos suficientes para estetizar el crepúsculo de un ídolo.

El escritor de Formas de luz mantiene su estatus repetitivo y obsesivo, circular hasta la médula, y atosiga en consecuencia; aunque, y bien vale la pena resaltar la tozudez de Garramuño, sigue ofreciendo un deleite estético que es por supuesto su manera de vivir.

Más acabado, decíamos de Formas de luz, porque es el libro más acicalado de los que tiene Aguilera. El frenáptero ha confesado que eliminó de la primera versión de Formas de luz, ¡más de 700 páginas!

Todo ese perfil arrojado que tiene el misionero Amado de los Santos Dionisio Luna de La honesta lujuria, se oscurece por completo en el Ventura ensimismado de Formas de luz. Melancólico, claro está, deprimido hasta el abismo, sedado, Ventura sucumbe a esa redención sarcástica y risueña de Amado para reparar la soledad de las mujeres.

Se puede decir que en Formas de luz el falocentrismo de Garramuño sufre un severo trance, pero a la vez es en sí misma renovación.

Formas de luz es el derrumbe del hogar del crápula. Los lujuriosos, según Dante, caminan por su círculo con la garganta reseca. Formas de luz es el anverso de Ventura. Es el otro lado de Marco Tulio. Es el dark side of the moon de Garramuño.

El personaje que interpreta Garramuño es uno, hosco, agresivo y hasta lanzado, agresivo; pero ese es el personaje que alardea su machismo y el superávit de ego, porque el que deambula por los pasillos de la feria es más jocoso y ligero de lo que uno supone. Es, en verdad, infantil. Gozoso, orgulloso de sus bromas, malito, hace chacota del mundo intelectual.

Luego del festín postcoital, viene el tedio tras la repetición y la extinción de la llama.

No obstante que el hombre es humillado por el neurólogo y el psiquiatra, ni el Tegretol ni el Rivotril redimen la novela en clave bipolar. A distancia se nota que este Ventura, el de Formas de Luz, este homo triste post coitum, permite a Garramuño encontrarse con un espléndido anverso.

El ego, una vez más, mantuvo a flote a un ser menguado, Ventura, una máquina que se había descargado, y que era prácticamente imposible recuperarse y todavía pudo asirse a los ecos de sus propias convicciones.

Premio Nacional de Novela José Rubén Romero, autor de La vida inútil de Pito Pérez, se estableció en 1978 y es otorgado anualmente por el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). El laureado está cerca de la séptima década pero él se siente de 14 años. Hay fina ironía, un proceso de madurez evidente, como en sus cuentos decantados.

La luz resurge en la novela con la sana maledicencia que es sello de Garra. Brota del cataclismo moral y airoso escucha la “Rapsodia para contralto” de Brahms. Garramuño atina al citar al melancólico William Styron quien, como él, había sido presa del pánico y desgobierno, hundido bajo una marea tóxica en la bilis negra. Ventura afirma sin remilgos: El objetivo de la melancolía es poner a prueba la paciencia y la fe, por ello, “La ociosidad es la almohada del diablo”.

La fuerza del Colombias disfruta del placer de estar explorando un territorio desconocido. La salud mental llega como la frase de Onetti en El pozo: la posibilidad de convertir en victoria cada una de las derrotas cotidianas.

Por eso Ventura ya es el mismo cuando dice que nunca olvidó una película de Natasia Kinski donde estuvo desnuda todo el tiempo, o cuando saca a colación la poesía del filme Emmanuelle donde Sylvia Kristel se erige en símbolo erótico; o cuando, ocurrente, plantea la posibilidad de un concurso de currícula para satisfacer los egos del mundo intelectual de Xalapa.

La fórmula de la paz de Formas de luz se antoja sabia: Todo pasa, hasta lo más inexplicable. Por eso, aunque la novela no lo ocupa, conviene citar a San Juan de la Cruz: “Era una pasión por la mirada, y en su mirada estaban los ojos antes del tiempo; dice su padre que el tiempo es melancolía, y cuando se para lo llamamos eternidad”.

En consecuencia, el pleito con Alighieri es definitorio. No, no tiene razón Dante, Marco Tulio: en el infierno no se pierde la esperanza. El infierno es, en realidad, la única puerta verdadera del cielo. Esta es la luz de Aguilera Garramuño, con la que ganó el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 2017.

Formas de luz (El sentido de la melancolía) será presentada por Joaquín Díez-Canedo, Jaime Labastida y el autor (modera Adriana Cerda) el miércoles 4 de julio a las 19:00 horas en la Sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes.