Zyanya Mariana

En ninguna otra religión monoteísta el concepto de el libre albedrío es tan importante como en el judaísmo. Es común escuchar a los rabinos decir que el hombre es un ser que yace entre los ángeles y las bestias. El ángel, añaden, en su perfección sigue la voluntad de dios, en la bestia sus actos son instintivos, no hay voluntad ni razón. En cambio, el hombre es el único ser de la creación que puede diferenciar lo bueno y lo malo, por ello puede ser libre porque es el único ser que tiene poder de elección. Con esta idea, hilo conductor de toda la película, inicia Desobediencia (Estados Unidos-Inglaterra-Irlanda 2017), el tercer largometraje del cineasta Chileno Sebatián Lelio, primero en inglés, que ya nos había sorprendido con su anterior filme ganador del Oscar a la mejor película extranjera, Una mujer fantástica (2017).

Como en Una mujer fantástica, la historia y el quiebre del orden establecido inicia con una muerte. En efecto, el muy respetado rabino Krushka, viudo dedicado a la lectura y la exégesis de la Torá muere, Ronit (Rachel Weisz), fotógrafa exitosa en Nueva York, regresa a la comunidad Haredim de su infancia para velar a su padre. Su presencia, una mujer independiente, pragmática y sensual, atenta contra los preceptos, los 613 mitzvov, y las estrictas prácticas que los hombres, viejos y sabios, y sobre todo los rabinos imponen a la comunidad. A pesar de situarse en un Londres al que imaginamos cosmopolita, la comunidad está cerrada y el barrio es el mundo total con todo Sinagoga, escuelas, instituciones, tiendas y pastelerías que siguen el sazón y las reglas kosher.

A primera vista, la película es un recorrido por la vida del Gheto tambaleada por la presencia de Ronit. Una mujer que anda con el cabello suelto por las calles del barrio, que fuma en pleno Shivá (la semana de luto después del entierro) y usa minifalda en Shabat (día sagrado y gozoso del judaísmo). Su regreso agita las pasiones dormidas de Dovid (Alessandro Nivola) y Esti (Rachel McAdams), actualmente casados, pero ambos atraídos y enamorados de Ronit en la juventud. Entonces vemos a un Dovid, elegido como sucesor del rabino, hablando del poema el Cantar de los cantares con sus alumnos en términos de pareja erótica y no sólo de vínculo místico entre el pueblo elegido y dios; y, sobre todo, vemos a Esti, la abnegada esposa de Dovid, recordando con miradas anhelantes y besos apasionados aquel amor adolescente que tuviera con Ronit. Pero la película va más allá de las relaciones lésbicas prohibidas y usa a los haredim y sus rigurosas costumbres para hurgar en la condición de las mujeres en todas las sociedades patriarcales. Los haredim se convierten en un pretexto para decir que cuando nace un bebé se espera un hijo varón; que cuando la niña crece se espera que se case joven antes de malearse; que cuando la mujer pasa de la potestad del padre a la del marido se espera que tenga vientre fértil y mucho hijos; que cuando la madre envejece se espera que cuide los bienes y la salud de los patriarcas. “Las mujeres son invisibles, desaparecen del mundo porque ni siquiera tienen derecho a conservar sus apellidos”, explica una Esti sublevada en plena cena de Shabat. De ahí que las transgresiones de Ronit se conviertan, con el paso de la historia, en el ojo de la libertad. Ronit con su cámara va fotografiando la libertad que yace escondida en todo ser: la del viejo y su cuerpo tatuado, la de la mujer joven de pelo corto que tras el cigarro debe elegir entre abortar o tener un bebé, la de los casados que deben decidir permanecer o separarse y la del creyente que debe elegir entre la ley y la libertad. Ronit regresa a su comunidad para recordarles a los hombres viejos y a las mujeres que una hija de rabino también encarna el ser creado por Yahvé y ante el cual el Deuteronomio dice “Yo he puesto delante de ti hoy la vida y el bien, la muerte y el mal”, para que elijas y seas libre.