Por Alberto Domingo*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]C[/su_dropcap]on precisión matemática y sobre táctica previamente trazada, el ejército actuó la tarde del 2 de octubre último para disolver el mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas. A una señal de luces de bengala, los camiones que acordonaban la zona comenzaron a descargar soldados en la avenida Manuel González; un segundo más tarde, los infantes entraron a la plaza abriendo fuego graneado sobre los presentes: los tanques ligeros completaron la operación apoyándola con el disparo de ametralladoras de alto calibre.

Todos los periodistas presentes ahí, en la tarde infausta, coinciden, con indiscutible unanimidad, con el dicho de muchos de los sobrevivientes de la balacera espantosa y prolongada: La reunión tenía carácter pacífico; los oradores recomendaron no aceptar provocaciones y retirarse, al término de­ la reunión, en forma ordenada; sólo se oyó un disparo en la plaza antes de la intervención del ejército y fue hecho en el mismo nivel de la explanada, no desde alguna altura cercana; los asistentes al mitin, cogidos a varios fuegos, sólo pensaron en huir y no se vio que individuos o grupos de individuos presentaran resistencia armada en la plaza.

Los voceros militares aseguran que acudieron al mitin llamados por la policía y que fueron atacados primero por francotiradores apostados en el edificio Chihuahua, en el costado oriente de la plaza. Los senadores de la Gran Comisión aseguraron, a su vez que el ejército actuó “con apego a la Constitución”. No obstante, en un plano presentado el viernes 4 en un diario capitalino, se demuestra que el tiroteo desde el edificio Chihuahua sobre los granaderos o los soldados que patrullaban por el edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores resulta imposible, porque la iglesia de Santiago Tlatelolco y el convento anexo tapan totalmente el ángulo de tiro. Por otra parte, los senadores no explican en qué fórmula constitucional se apoya la intervención del ejército “a pedido policíaco”, ni por qué estaba ahí en funciones gendarme riles.

Los voceros militares dicen que los soldados se enfrascaron en un tiroteo intenso con quienes disparaban desde lo alto del edificio Chihuahua; pero no explican claramente entonces por qué las víctimas se encontraron sobre el nivel de la plaza. Al mismo tiempo, tampoco se ha podido aclarar de dónde salieron y ordenados por quién los helicópteros que dispararon sobre la gente.

En los primeros momentos del mitin, se destacó un grupo de supuestos estudiantes que intentaron abrirse paso hasta el templete de los oradores con sospechosas intenciones. Como se sabía de la obsesión policíaca por capturar a todos los integrantes del Consejo Nacional de Huelga, la propia defensa estudiantil atajó el paso al grupo, identificado ya como agentes policíacos. Hubo forcejeo. De pronto, uno del grupo mencionado sacó la pistola e hizo un disparo a boca de jarro. Las bengalas de color verde se elevaron inmediatamente después.

Desatada la balacera, el ejército actuó como si estuviera sofocando un levantamiento armado, no un mitin estudiantil. Las aprehensiones rebasaron el millar y medio y el trato a los detenidos fue más desconsiderado y duro: muchas personas –de uno y de otro sexos—fueron desnudadas, arrojadas contra la pared, mantenidas largo tiempo en pie y con los brazos en alto. Una fotografía de un matutino del jueves 3 muestra a un grupo de soldados que, sonrientes, cortan el cabello a un joven detenido, en acto tan injustificado como vejatorio. Otro soldado casi cercenó la mano de un fotógrafo de prensa al asestarle un bayonetazo para destruirle la cámara. Periodistas extranjeros destacados en los Juegos Olímpicos se declararon horrorizados de los sucesos –dos de ellos fueron heridos de bala—pues, como dijo la italiana Oriana Fallaci: “He estado en Vietnam; pero en ninguna parte había visto una agresión semejante”.

Y uno, alarmado y dolido intensamente por los sangrientos sucesos repetidos en el conflicto estudiantil, no puede menos que preguntarse si hay compromiso diplomático, si hay evento deportivo que valga la muerte de mexicanos; y si puede desenvolverse una fiesta de pacifismo cuando golpea la violencia cruenta. Uno pregunta también si el despliegue de fuerza del ejército tiene causa legal y aplicación indispensable; y si el gobierno pretende a ese precio sólo el orden público o combate ya una sedición en forma, porque tenemos derecho a saberlo, ya que las vidas y los bienes de numerosos ciudadanos han sido atacados –Santo Tomás, Tlatelolco, etc.—en repetidas veces. Pues si no se declara la existencia de sedición, ¿qué puede entonces explicar el saldo de centenares de víctimas, la inmensa mayoría de las cuales, además, no llevaban más arma que sus manos? Ni los vidrios rotos, ni aun los camiones incendiados (sin descartar la presencia de provocadores que en acciones depredadores busquen “justificar” la intervención de las fuerzas armadas), ameritan la presencia de fusileros, la acción de las ametralladoras, la perdida total de la mesura, el ensangrentamiento colectivo.

Si en el mitin no hubo injurias, si no se dañaron propiedades, si nadie pudo señalar un acto lesivo de los estudiantes reunidos, ¿por qué la fuerza en toda su dureza?, ¿por qué el ejército como represor obligado? Si hay ya millares de detenidos y se busca, culpa, a los estudiantes, los profesores y los intelectuales presos, de incendios y de muertes, ¿quién va a responsabilizarse esta vez de los muertos innumerables y los heridos, de las casas dañadas, de los niños atemorizados y las familias en éxodo?

¿Qué sigue ahora, en la cólera abierta, con el estallido de la sangre anegándonos?

*Texto publicado en la revista Siempre! el 16 de octubre de 1968. Número 799.