La evolución de las lenguas siempre se produjo de modo espontáneo, natural, en el ámbito del pueblo, de los hablantes, debido a necesidades expresivas o de economía lingüística. Es lógico entonces que la escritura se caracterice por ser más conservadora, y sólo cuando un escritor desea imitar la oralidad, transgrede normas para, por medio de una estilización literaria, generar verosimilitud en el habla de un personaje de determinado estrato cultural o social. Pero una cosa es el arte literario y otra muy distinta los documentos jurídicos o administrativos con fines pragmáticos, las leyes, los formularios, instructivos y cualquier otro escrito destinado a ser entendido por la gran mayoría de la población. En los documentos de este tipo las cosas no funcionan igual. Allí se requiere la norma, la neutralidad, la estandarización del lenguaje, su llaneza y economía absolutas.

Las palabrería y soporíferas redundancias del lenguaje jurídico y administrativo, sus arcaísmos, anacolutos, nominalizaciones, perífrasis, excesos de frases adverbiales y oraciones subordinadas, así como su insistencia en colocar los fundamentos jurídicos al principio (tal vez para generar tensión), y no al final, como una nota explicativa, suelen ocultar, sepultar lo esencial para privilegiar las apariencias, cuando no confundir o generar ambigüedades que sin duda retrasan cualquier trámite, dado que todo requerirá interpretaciones. Esto no debería ocurrir. Todo esto se complica porque últimamente, desde la ideología y el poder, se ha tratado de imponer un lenguaje antinatural, artificioso, afectado, que atenta contra la economía lingüística. Se le ha llamado “lenguaje incluyente” y contra él he escrito en dos ocasiones. Léanse mis artículos “El lenguaje incluyente es excluyente” (La Cultura en México) y “¿Equidad de género o sexismo?” (WordPress). No insistiré en que cualquier individuo que pertenezca a la alteridad puede visibilizarse alzando la voz y exigiendo sus derechos en la realidad, sin destruir el lenguaje. Si alguien quiere visibilizarse, puede levantar la mano, gritar o llamar la atención de cualquier modo. Jane Austen se visibilizó y lo hizo muy bien, ridiculizando la sociedad patriarcal de su época; también se visibilizaron Mirabai, Ho Xuan Huong, las hermanas Brontë, Flora Tristán, Clorinda Matto, Emilia Pardo Bazán, Mary Shelley, Laura Méndez de Cuenca, María Rebecca Látigo, María Luisa Bombal, Violeta Parra, Virginia Woolf, Indira Gandhi, Rosa Luxembourg, Mercedes Cabello, Nellie Campobello, Marguerite Yourcenar, Rosario Castellanos, Josefina Vicens, Inés Arredondo… Y todas (activistas políticas, feministas o escritoras) lo hicieron sin arruinar el lenguaje. Incluso en la antigüedad muchas renunciaron al mero papel que les otorgó la sociedad machista. Enjeduana fue sacerdotisa mayor en el templo de Inana, en Sumeria. Para eso existe la voz y el coraje. ¿Por qué arruinar el lenguaje?

Si Miguel de Cervantes, Antonio Machado y un sinnúmero de escritores defendieron la llaneza, la concisión, “ir al grano”, “a la llana” (como decía Cervantes), con mayor razón debería exigirse lo anterior a los documentos administrativos y jurídicos; a las leyes, formularios, instructivos y demás documentos que deban distinguirse por su claridad y ausencia total de ambigüedades o dobles interpretaciones. Por ello en Canadá surgió, en los años 70, el Plain Language, que en países como los latinoamericanos (y más ahora con la moda del disque “lenguaje incluyente”) estamos aún lejos de alcanzar.