Por Juan García Ponce*

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]n la Antigüedad Clásica Platón concibió la idea como el fundamento de lo contemplado. Era el final de un largo camino y el principio de otro no menos vasto que se encontraría con ramificaciones imprevisibles. Empezar recordando este suceso con motivo de los disturbios provocados por el gobierno y las autoridades que lo representan a través de su inexplicable, injustificable y violenta agresión contra los estudiantes universitarios y del Politécnico puede en principio parecer extemporáneo. Andarse por las ramas cuando un todopoderoso leñador le está dando de hachazos al tronco no es quizás la mejor manera de mostrar la adhesión al árbol; sin embargo, es en las ramas donde se muestra la vitalidad del árbol y ellas que se dejan ver a mayor distancia pueden conducirnos quizás hasta presencia del leñador. Parece ser, de acuerdo con las justificaciones de su conducta dadas por los representantes de la autoridad, que la antigua concepción platónica no se encuentra en las ramas sino en el tronco mismo de su urgente necesidad de derribar el árbol.

Por un lado, esas justificaciones, a través de su obsesiva recurrencia a la palabra “orden” para explicar sus actos, muestran la voluntad de convertir el país en un desierto uniforme en el que nada puede sobresalir sin provocar la contradicción de que las mismas autoridades rompan el orden detrás del que encuentran su razón de ser para implantarlo. El orden no es entonces una forma de vida real, sino un estado de cosas equivalente a la muerte, en el que los únicos movimientos dentro de la ley son los que se realizan para llegar a él. Así, el desorden, la violencia del carácter natural de sus funciones, practicado por la policía y el ejército durante los días de la “agitación estudiantil”, se ha convertido para las autoridades en una actividad al servicio del orden. Y el motivo que se aduce para fundamentar esta inaceptable contradicción es el de impedir cualquier manifestación de ideas. Las ideas resultan así la única justificación de una conducta injustificable en cuyo origen se encuentra una razón sin razón.

Independientemente de que el orden en sí no es un valor sino un estado de las cosas que no tiene por qué ser siempre positivo (ya Cristo dijo “no vengo a tras la paz sino la guerra”) e independientemente de que en este casi es la intervención de los supuestos representantes del orden la que ha traído el desorden, vale la pena detenerse en la realidad que se esconde detrás de este ataque a las ideas. Por supuesto, para explicarlo, las autoridades han agregado unánimemente el objetivo “extranjeras” al sustantivo que tanto las inquieta. Pero si se busca precisamente el orden, al que sin duda quieren volver los que han sido víctimas de los ataques de la policía y el ejército, nos detenemos a preguntarnos qué significa ese objetivo que ha provocado tal desorden, lo primero que tenemos que advertir es que si de acuerdo con Platón las ideas sin el fundamento de lo contemplado, o sea el fundamento del mundo es obvio que su carácter es universal y que su primer requisito es que carecen de nacionalidad. En el terreno abstracto del pensamiento la justificación de las autoridades se derrumba por su propio peso. Simplemente, las ideas no tienen nacionalidad. El desencadenamiento de la violencia y el desorden para evitar la propagación de “ideas extranjeras” ha sido una lucha contra el fantasma inexistente que nos deja sólo frente al absurdo de la acción, a no ser que se esté dispuesto a admitir que lo que se ataca es la posibilidad de la existencia de ideas. Desde luego, por lo menos, esta conducta sería coherente con la voluntad de convertir el país en un desierto vació como medio de alcanzar el “orden”.

Sin embargo, también existen la posibilidad de aceptar un juicio de valores histórico dentro del cual, por ejemplo, la concepción de Platón sería nacida en Grecia y por tanto griega y por tanto válida sólo para los griegos. Parece obvio que este juicio bastaría para anular casi por completo la historia de Occidente; pero aparte de esta pequeña salvedad, podríamos empezar a hablar así de ideas “extranjeras” y “nacionales”. Pero entonces, ¿cuáles serían las ideas que se pueden tener y defender en México sin traicionar la esencia de la nacionalidad? Nuestra historia como nación independiente está simple y llanamente plagada de movimientos que hacen posible esa historia inspirados por las ideas a las que nuestras autoridades considerarían hoy extranjeras. Sin duda, y a pesar de todo nuestro glorioso pasado indígena, nosotros como nación somos parte de Occidente. Creo que de todas maneras esto no impide que, por ejemplo, se pueda ser budista sin lesionar la  esencia de la nacionalidad –y se tenga además el derecho de serlo. La Independencia se logró bajo la inspiración de las ideas liberales llegadas a México desde Europa y la primera república se instauró del mismo modo. La lucha continua durante los primeros años de nuestra vida independiente fue una lucha entre liberales y conservadores inspirados por las mismas fuentes y así podríamos seguir hasta llegar a nuestros días pasando por la Intervención, la Reforma, la Segunda República, la Dictadura y la Revolución convirtiendo en traidores a la patria tanto a Santa Anna como a Nicolás Bravo a Miramón como a Juárez hasta llegar a Flores Magón, que como es bien sabido era anarquista –una postura ideológica que difícilmente puede hacerse mexicana incluso bajo la más estricta retórica oficial.

Todo esto, por supuesto, tiene un asombroso carácter de lugar común. Como decía Antonio Machado, el destino de los navegantes es descubrir Mediterráneos. Pero mucho más asombroso que tener la pretensión de descubrirlos es negarse a verlos. Y esta parece ser la actitud de las autoridades ante su injustificable justificación de la agresión a los estudiantes. Pero incluso con toda la gravedad de esta acción, detrás de esa voluntaria ceguera se encuentra un peligro más grave aún. Como lo demuestra su historia, México nunca ha estado ni ha querido estar cerrado a toda influencia del exterior, y el temor a las ideas ha sido siempre una característica de las facciones más oscuras y negativas que han configurado la vida nacional. Combatir las ideas, extranjeras o no, ha sido siempre tarea de inquisidores, no de gobernantes, que deben alimentarse de ellas, entre otras cosas porque el movimiento que traen consigo es un signo de vida. Esta característica nos lleva a otro fenómeno que se ha instaurado durante los últimos años como un sistema que parece regir de una manera cada vez más firme la vida nacional y que precisamente en nombre de los valores creados por la vida histórica de nuestro país es necesario denunciar.

Con motivo del reciente disturbio provocado por las autoridades, las declaraciones de éstas en que se habla de “ideas extranjeras” anteponen como es natural la existencia de unas “ideas nacionales” contrarias a las otras. Como base de esas ideas nacionales se coloca inevitablemente a la Revolución. México, se nos dice, tiene ya su Revolución. Y esto es indudable, maravillosos y benéfico. No es este el lugar para discutir si esa revolución nació con una ideología propia y diferenciada o si fue un levantamiento popular que sobre la marcha fue encontrando y construyendo su propia ideología; pero lo que también es indudable y ya no es maravilloso ni benéfico es que al ser utilizada como bandera por las autoridades para convertir toda idea que no parezca emanada de las características que sin ningún apoyo real ellas le atribuyen, la Revolución se convierte en un arma para cerrar a México y a su historia a toda idea y toda posibilidad de movimiento. Con esta actitud no se hace más que traicionar a la Revolución, e incluso despojarla de su verdadero valor y sentido como hecho histórico. La revolución mexicana no fue un hecho positivo en nuestra historia porque fuera mexicana, sino porque fue una revolución. Nadie puede hacer a un lado o ignorar esa realidad. Mexicana también era en ese sentido la dictadura de Díaz y no creo que nuestro gobierno revolucionario esté dispuesto a a justificarla, defenderla y usarla como bandera por ese solo hecho. Lo que hay que mantener vivo si se le quiere conservar como valor activo y no como mero hecho histórico muerto y enterrado no es el carácter mexicano de la revolución mexicana , que no la define en ningún sentido ideológico, sino su carácter revolucionario, que es el que la justifica. En ella lo mexicano es un producto de nuestras circunstancias históricas  y nada más.

Pero entonces lo que encontramos es que para lo que las ideas—cualquiera que sea su procedencia o nacionalidad— sirven, entre otras cosas, es para desentrañar el carácter y la naturaleza de las circunstancias históricas. Así, si nuestra circunstancia es el producto de la revolución, la manera de mantenerla viva es permitirle alimentarse con nuevas ideas, con otras ideas, que pueden ser desechadas o aprovechadas pero jamás combatidas de antemano por el solo hecho de ser ideas, ya que, como hemos visto, aducir una supuesta extranjería no es más que un recurso para ocultar la voluntad de combatirlas en tanto que ideas.

Sin embrago, si nos atenemos a los hechos más palpables que definen la conducta del gobierno emanado de la revolución, es obvio que esa voluntad de combatir las ideas es su característica más constante y la necesidad de encontrar una retórica que permita justificar esa actitud sin dejar ver su procedencia antirrevolucionaria es la que ha terminado de convertir su lenguaje en un puro contrasentido tan flagrante como el que se encuentra detrás de la justificación de la agresión a los estudiantes. Del mismo modo que no hay “ideas extranjeras” que operen en tanto tales, puede decirse que no hay revolución que opere en tanto mexicana. El hombre llega a la idea  en razón de su misma existencia como hombre. Esas ideas pueden traer consigo el desorden que conduce a todo cambio. Este es un riesgo que tenemos que enfrentar como hombres y como mexicanos que para serlo tienen que ser hombres. Lo que sí resulta inexplicable es que se provoque el desorden con el pretexto de impedir el desarrollo de las ideas y sin ninguna idea detrás más que la de que hay que combatir las ideas. Esto no equivale más que a la renuncia de nuestro carácter de hombres y por tanto de mexicanos. Y sin embargo, este es el principio que nuestras autoridades aducen para justificarse.

*Texto publicado el 21 de agosto de 1968 en el suplemento “La Cultura en México” número 340 de la revista Siempre!