Se habla de discriminación racial o sexual, de discriminar a inválidos o discapacitados, de clasismo (o discriminación por la clase social). Discriminar es separar, excluir, seleccionar, lo que significa una forma de violencia contra el otro, el ser que no se parece a mí, pues el yo, en su deseo de expandirse, es capaz de pisotear al otro cuando no se siente identificado con él o ella. Todos recordamos lo ocurrido en el pueblito de Canoa (México) en 1968, cuando un cura cobarde y manipulador le lavó el cerebro al populacho para que discriminara (separara, capturara, segregara o violentara) a unos simples turistas, a quienes al fin lincharon porque los “confundieron” con comunistas (léase, con el diablo). Incluso la discriminación puede originarse en la fantasía o en la imaginación, como quien mata o insulta a otro porque lo “miró feo”. Hay gente que no merece el instrumento que reposa en el interior de su cavidad craneana, pues lo aplica de manera inadecuada al interpretar (sobreinterpretar) signos que no son sino eso: simples signos a los que la cobardía o el miedo a lo distinto impone un significado. Por desgracia, son comunes la discriminación racial, sexual o cualquier otra referida al aspecto externo, a los signos que se manifiestan socialmente. Sin embargo, uno de los tipos de discriminación menos tratados es la discriminación lingüística, asociada a la clase o al contexto cultural de la persona (el lugar de donde proviene, por ejemplo). Si el resto de las discriminaciones es producto del miedo, la lingüística se genera cuando sentimos temor por la manera de hablar del otro.

Hay muchas formas en que se manifiesta dicha discriminación. Una de las más obvias es el miedo al lenguaje del hampa, de las bandas marginales, con sus códigos, coloquialismos, gestualidades. El miedo se origina cuando nos enfrentamos a lo desconocido y nos es imposible penetrar en ello. A menudo, la discriminación lingüística también se origina por el habla como producto de una clase social y no de una banda o grupo reducido. Las formas dialectales de nuestra lengua son numerosas y en muchas no podemos penetrar del todo. Por ello es necesario recurrir a la norma; no obstante, mucha gente de escasa cultura desconoce la norma, por lo que es difícil comunicarse con ella. ¿Cuánto se entenderían un campesino boliviano y uno andaluz, considerando la escasa cultura de ambos y su enraizamiento en formas dialectales de su comunidad con ausencia de educación normativa?

Otra forma de discriminación lingüística es burlarse de nombres o apellidos, actitud inmadura, profundamente infantil. La reacción de muchos es poner apodos para ejercer cierto control sobre el desconocido o el amigo impenetrable. El apodo puede ser positivo o un signo verbal que intenta alterar de modo negativo la identidad del individuo al asociarlo, aunque simbólicamente, con algo ajeno. En una ocasión, el gran poeta Alí Chumacero contó que en la primaria en que estudiaba, sus compañeritos se burlaban de su apellido con la ocurrencia “chuma dos, chuma uno, chuma cero”. Otros cerebros igual de infantiles se han burlado de apellidos como Pitol o De la Colina. Al nacer, nadie eligió ni su color de piel ni su apellido. Burlarse de estos signos impuestos por el azar o por la naturaleza (raza, inclinación sexual, defectos físicos, apellidos, nombres o discapacidades) es no aceptar al otro y, por tanto, una forma más de ejercer la preponderancia del yo sobre el otro: un modo de cobardía y afán de controlar.