Carmen Galindo

La verdad apenas tuve oportunidad de vislumbrarlo. Lo vi en dos ocasiones y sólo una vez platicamos, qué será, unos cinco minutos y a media voz, pero me impresionó profundamente. Por mera casualidad me dirigía al Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras al mismo tiempo en que él bajaba las escaleras en medio de los flashazos de los periódicos que acompañaban al escritor Fernando Vallejo, el compañero sentimental de David, vale decir su pareja. Como el organizador de la conferencia de Vallejo era el director de teatro José Luis Ibáñez, nos colocó, luego de presentarnos, a David Antón y a mí, juntos, en la primera fila. De inmediato, me llamaron la atención sus manos tersas, perfectamente cuidadas, estaban (o parecían) manicuradas antes de salir de su casa rumbo a Ciudad Universitaria. Por hacer conversación, porque, como a muchos, me intimidan los silencios, le dije “Luis Terán y Xavier Labrada siempre me cuentan que los ven a ustedes en los estrenos de teatro”. “No, (me corrigió enseguida) este año he realizado varias escenografías y en las tres ocasiones Fernando me ha dicho que no le gustan los estrenos, que va mucha gente, que mejor me acompaña en otra función, lo que nunca ocurre, y que prefiere quedarse a tocar el piano en casa”. (Vallejo presume que tiene oído absoluto y, en efecto, su prosa es para ser leída en voz alta, una prosa que, por otro lado, imita la velocidad de la luz). Me arriesgo a comentar: “Vallejo dice que se trata de su autobiografía y nunca lo ha mencionado a usted”.

–“Fernando, si usted se fija, sólo escribe sobre Medellín”. Y su comentario, en apariencia circunstancial, es de lo más agudo; en efecto, el escritor, incluso cuando escribe sobre otros lugares, sólo habla de Medellín.

Aludiendo a Vallejo, le digo: “Tiene muchos problemas con la vista, ¿verdad? Yo (le confío como si lo conociera de siempre) tengo una herida en la retina de este ojo”.

–“Fernando tiene un oculista muy bueno, se lo recomiendo, si quiere le doy la dirección, es en Medellín.” Me quedo impasible, pero como usted que me lee, estoy atónita y pienso ¿En Medellín? ¿Va al oculista a Medellín? Sí, ya sé allá transcurrieron sus días felices, en la finca Santa Anita, con su abuela Raquelita, pero sí que está obsesionado con Medellín. De hecho, quiero decir en su literatura, es un hombre obsesionado por los perros, en especial por la Bruja, por las iglesias, por los muchachos y, claro, por Medellín.

Vallejo da su conferencia y llega la sesión de preguntas. Yo le tengo pánico, es muy agresivo y no pienso abrir la boca. Qué distinto de David. A mi lado, el escenógrafo más solicitado de México se ve tranquilo, relajado. Sin conocerlo, nunca lo he tratado, sé que es un hombre muy educado. A las primeras de cambio, el auditorio, como yo, permanece en silencio, José Luis dice “Aquí, Carmen va a hacerte una pregunta”. Sin más, le pregunto lo que ya le he dicho a Luis Terán y a Pável Granados que lo conocen, que averigüen y que ninguno se ha acordado o atrevido a preguntarle. “Acaba usted de decir que la autobiografía es un género menor y su obra es, o finge ser, su autobiografía”.

–“No es una autobiografía, es una novela del yo”. Por supuesto no entiendo nada, pero me quedo callada. Casualmente, unos meses después, releo, para mi clase, el famoso ensayo de Roland Barthes titulado “La muerte del autor” y ahí está la referencia a la novela del yo, es nada menos que En busca del tiempo perdido de Proust. Vea, usted, si no es así. Le cedo la palabra a Barthes:

El mismo Proust, a pesar del carácter aparentemente psicológico de lo que se suele llamar su análisis, se impuso de modo claro como tarea emborronar inexorablemente, gracias a una extremada sutilización, la relación entre el escritor y sus personajes al convertir al narrador no en el que ha visto o sentido, ni siquiera en el que está escribiendo, sino en el que va a escribir, (el joven de la novela…quiere escribir, pero no puede, y la novela acaba cuando por fin se hace posible la escritura), Proust ha hecho entrega de su epopeya a la escritura moderna: realizando una inversión radical, en lugar de introducir su vida en su novela, como tan a menudo se ha dicho, hizo de su propia vida una obra cuyo modelo fue su propio libro, de tal modo que no es Charlus el que imita a Montesquiou, (no Montesquieu como dice erróneamente la transcripción en línea que estoy leyendo) sino que Montesquiou, en su realidad anecdótica, histórica, no es sino un fragmento secundario, derivado, de Charlus.

Sin embargo, es en uno de sus libros donde encuentro la respuesta más precisa y es un párrafo que destaca Vallejo en la contraportada de El don de la vida:

           –Pero dígame una cosa maestro: ¿cuándo usted dice yo en sus novelas es usted?

           –No, es un invento mío. Como yo. Yo también me inventé.

(Nada más por no dejar, añado que Barthes, Proust y Charlus son homosexuales. Sarrasine se enamora de Zambinella, un “castrado”, esos niños que eran castrados quirúrgicamente para que en las óperas cantaran en tesitura de mujer. Para mí, además, que, Las ilusiones perdidas, también de Balzac, con Luciano de Rubempré y Vautrin como protagonistas, es el borrador de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Vautrin, incluso, llama a un compañero de reclusorio, “mon mignon”, es decir, en jerga gay, mi amante homosexual)

Tiempo después, Luis Terán me sugiere que para mi Seminario Público de Historia de la cultura en México invitemos a David y que Luis mismo lo entreviste. (Un fragmento de la entrevista está en You Tube adonde, por supuesto remitimos al lector). Ahí me entero que por decisión de Salvador Novo, cuando era director del Departamento de Teatro de Bellas Artes, Antón fue, desde su primera obra (Un tranvía llamado deseo, de Tennesse Williams), el escenógrafo de cabecera nada menos que de Seki Sano. No sólo eso, un recuerdo imborrable de mi adolescencia es cuando nuestra maestra Guadalupe Sánchez Azcona nos llevó a todo el grupo de la Universidad Femenina de México, a ver Panorama desde el puente, de Arthur Miller. Una escena se me quedó grabada para siempre, aquel momento en que comienza a saberse, por la voz del narrador en off, que Wolf Rubinskis, en el papel de Eddie Carbone, (a un lado del escenario, de frente al público y con un reflector que lo subraya y aísla) que está celoso, y enamorado por lo tanto, de Katie, su sobrina, interpretada por la entonces joven Luz María Aguilar. La escenografía, ahora me entero, es de David Antón. Me dice que él recuerda también, como yo, el reflector sobre los ojos claros de Wolf.

Tanto José Luis Ibáñez, como David Antón son “promiscuos”, palabra que aquí se usa como metáfora para decir que lo mismo hicieron teatro clásico o de arte, como comercial. Antón, para decirlo en lo que llaman ahora datos duros y antes nomás estadísticos, realizó alrededor de 600 escenografías, lo que lleva a Luis Terán a decir que seguramente tiene el récord Guinness como escenógrafo.

A Luis, Fernando Vallejo le dijo que se iba a Medellín y como se disculpaba para no ir a los estrenos añadió: “No puedo escribir un artículo sobre David, tal vez un libro”. Me cuenta Pável Granados que se encuentra a Vallejo paseando a sus perros y le dice que posiblemente se vaya a vivir a Colombia, finalmente agrega “en este país nunca me he hallado”. Si usted se fija, creo que Entre fantasmas y tal vez El desbarrancadero están dedicados a David, ese David es el gran escenógrafo David Antón que murió en los últimos días de diciembre de 2018 a los 93 años.

Hay una foto en que están varios chicos de la banda en una fiesta, todos ya no tan jóvenes, pero sin duda más que David, sin embargo, David está sentado, el único, en el respaldo del sillón, como si fuera, y así parece, el más joven de todos.