Elisur Arteaga Nava

En el mundo antiguo abundaron los oráculos. Lo incierto de la vida los hacía necesarios. Algunos hombres se enfrentan a lo desconocido con mayor entereza cuando tiene alguna noción, aunque sea falsa, de lo que les depara el futuro. De diferentes formas y procedimientos en la actualidad aún se recurre a la adivinación.

Los griegos instituyeron un número crecido de oráculos. Gozaron de crédito los de Delfos, Dodona, Colofón, Oropo, Bacis y Dídima. En Egipto estuvo el de Amón. Hubo otros. Se organizaban peregrinaciones para visitarlos y consultarlos. En cada uno de ellos los sistemas de adivinación eran diferentes.

También había videntes, augures, profetas y adivinos. Ellos predecían el futuro a través de métodos diferentes: el vuelo de las aves, sueños y su interpretación, movimiento de las hojas de árboles sagrados, las vísceras de las víctimas sacrificadas, los pollos sagrados, algunos fenómenos físicos, como los eclipses, los terremotos, posición de las estrellas y astros.

Entre los griegos el Dios, así con mayúsculas, de la adivinación fue Apolo: el oscuro o torcido. ¿Por qué con mayúsculas?, por la sencilla razón de que nadie tiene derecho a suponer que su Dios es superior a otros y que, de inicio, considerar a otras divinidades como espurias o inferiores, hacerlo es una muestra de intolerancia, inadmisible en un mundo en el que todas las creencias son respetables.

En Grecia Apolo era el Dios de la adivinación. A pesar de ello no pasó inadvertido para los griegos que ignoraba, por ejemplo, que Hermes, recién nacido, le había robado su ganado; que tuvo que investigar quién era el autor del hurto y preguntar dónde encontrarlo. Que en Amiclas, cerca de Esparta, al lanzar el disco, mataría a su amante Jacinto o Hiacinto. Tampoco previó que, por su mal comportamiento, serviría como boyero a los reyes de Troya y Tesalia.

En el mundo griego hubo dinastías que durante muchos años ejercieron el don de la adivinación; una de ellas fue la de Tiresias, se decía que él, en lo personal, había ejercido su oficio durante siete generaciones. Su hija Manto heredó el oficio; tuvo oportunidad de perfeccionarlo en Delfos. Cuando Tebas cayó por la acción de los Epígonos, ella emigró a Jonia, la costa occidental de la actual Turquía. Fundó la ciudad de Claro; en ella contrajo matrimonio con Racio; de esa unión nació Mopso, un adivino sobresaliente.

Los ejércitos salían de expedición a condición de llevar consigo a un adivino, vidente o pullarii: la expedición encabezada por Polinices que atacó Tebas por primera vez contaba con Anfiarao, protegido por Zeus y Apolo; lo hizo a pesar de que sabía que la expedición fracasaría y de que él moriría. Calcante fue el augur que acompañó a los griegos en la expedición que enderezaron contra Troya; él con vista a un fenómeno que se dio en Áulide, predijo que la ciudad que atacarían caería en poder de los expedicionarios al décimo año, siempre y cuando se cubriera un número crecido de condiciones.

El mitógrafo Apolodoro, en su Biblioteca, refiere casos extraordinarios de adivinación atribuidos a Mopso:

Cuando Calcante regresaba de Troya, fue arrojado a tierra por una tormenta; llegó a Colofón; otros afirman que llegó a pie; con él viajaban los héroes Leonteo, Polípetes, Podalirio y otro adivino, Anfíloco, hijo de Anfiaro. A Calcante le había sido predicho que moriría cuando encontrara un adivino mejor que él. Al llegar a Colofón, fue hospedado por Mopso, hijo de Apolo y Manto, hija de Tiresias. Compitieron Calcante y Mopso para saber quien era mejor en el arte adivinatorio: había ahí un cabrahigo y Calcante preguntó: “¿Cuántos higos lleva?” Mopso contestó: “diez mil, un medimno y además un higo”. Lo que era cierto. En el lugar había una cerda preñada y Mopso preguntó: “¿Cuántas crías tiene en su vientre y cuándo parirá?” Calcante contestó que ocho. Mopso, sonriendo, le dijo: estás equivocado. Tiene nueve y nacerán mañana a la hora sexta. Al suceder así, Calcante, apesadumbrado, murió; fue enterrado en Notio. La muerte también pudo haberle sobrevenido simplemente por razón del cumplimiento del oráculo; su cadáver fue enterrado por Leonteo y Polípetes en Colofón.

Se trata de relatos mitológicos y, en el mejor de los casos, de profecías post factum, es decir que se elaboraron con posterioridad a los hechos, de ahí su precisión. Esas fábulas eran muy del gusto de Apolodoro.

Con el tiempo, ante el avance del conocimiento científico, los adivinos y sus predicciones perdieron crédito y exactitud. Para no comprometerse, los oráculos y sus sacerdotes se limitaron a formular predicciones generales y vagas que, de una u otra forma, resultaban ciertas.

En el siglo V antes de la era actual, en una sociedad avanzada culturalmente, como lo era la ateniense, el oráculo de Delfos se fue con mucho cuidado al aconsejar respecto de la defensa de la ciudad estado ante la invasión persa. No se comprometió; se limitó a aconsejar generalidades:

“Mira, cuando tomado sea todo cuanto encierra la tierra de Cécropre y el valle de Citerón augusto, Zeus, el de penetrante mirada, concederá a Tritogenia un muro de madera, único —pero inexpugnable— baluarte, que la salvación supondrá para ti y para tus hijos” (Heródoto, Historia, VII, 141 a 143).

La dificultad estuvo en dar sentido a frases tan enigmáticas. Los más ancianos las interpretaron en el sentido de que el Dios aconsejaba poner un muro de madera alrededor de la Acrópolis. Temístocles, más perspicaz, fue de la opinión de que había que hacer frente al enemigo a bordo de naves de madera. De ese modo, en Salamina, los griegos se alzaron con la victoria.

Lo mismo pasó con los profetas bíblicos; lentamente perdieron precisión en sus predicciones y crédito entre sus oyentes. Un ejemplo: el profeta Daniel predijo: “Sepas pues y entiendas, que desde la salida de la palabra para restaurar y edificar Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; y tornarase a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos” (Daniel, cap. 9, v. 25).

Ciro el Grande, rey de Persia, emitió el decreto para restaurar el templo y la ciudad de Jerusalén en el año de 539 antes de la era actual, ello implica dos posibilidades: la primera, si la profecía aludía a días, que el Mesías vino, y nadie lo supo, el año de 537; la otra posibilidad, que el mensaje del profeta Daniel aludía a años, en ese contexto el Mesías vino, y tampoco se supo, el año 56 antes de la era corriente, en los tiempos de Craso y Casio, y antes de que Julio César asumiera el poder absoluto en Roma.

Esas fechas no coinciden con lo que dice el Evangelio de Mateo que ubica el nacimiento cuando aún vivía Herodes, es decir más allá del año cuarto antes de la era actual. Tampoco coincide con la fecha del nacimiento que señala Lucas; éste ubica el hecho en el año 7 de la era actual, pues afirma que su alumbramiento se dio en los tiempos del censo ordenado por César Augusto.

En el evangelio de Mateo hay otra profecía que no se cumplió: “De cierto os digo: hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su gloria” (cap. 16, vers. 28). “Y entonces se mostrará la señal del Hijo del hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes del cielo, en gran poder y gloria […] De cierto os digo, que no pasará esta generación, que todas estas cosas acontezcan” (cap. 24, vers. 30 y 34). Difícilmente alguien podrá afirmar que uno que haya nacido en el siglo primero viva aún.

Algunos, al saber cuál sería su destino, se rebelaron contra lo decretado por los dioses. Edipo, salió de Corinto, a la que consideraba como su ciudad natal, para no ver cumplido el oráculo que había recibido en Delfos, en el sentido de que mataría a su padre y se casaría con su madre. En su huida, por defender su derecho de paso, mató a Layo, que era su padre natural. Posteriormente se casó con su madre (Sófocles, Edipo rey).

Según lo refieren Plinio el Viejo (Historia natural, X, 3, 7) y Valerio Máximo (IX 12, ext. 2), Esquilo, el gran autor de tragedias, fue advertido de que un derrumbamiento acabaría con su vida en una fecha determinada; llegado el día, pretendió eludir su sino poniéndose a descubierto en cielo abierto. Una águila que había capturado una tortuga, para poder devorarla, la arrojó de lo alto para romper su caparazón; fue a dar a la cabeza del poeta con lo que acabó con su vida y, con ello, dio cumplimiento a lo predicho.

Otros se resignaron a su destino. Uno de ellos fue Homero; él supo que moriría cuando se le planteara un enigma que no pudiera resolver; ello sucedió cuando en su andar por el mundo dio con unos muchachos pescadores a los que les preguntó respecto de la pesca de ese día; ellos se limitaron a contestar: “Los que cogimos dejamos y los que no cogimos traemos”. Al no poder descifrar el misterio, pidió una explicación; ellos le contestaron que ante la falta de peces se habían dedicado a quitarse los piojos; de ellos, los que habían cogido, los dejaron; los que no, los traían encima. El poeta murió enseguida.

En razón de lo anterior, los griegos inteligentes eran de la opinión de que de nada servía pretender conocer lo que le depara el futuro; eran de la opinión de que, ante la fatalidad, solo cabía la resignación.

Cicerón reprochaba a los dioses que, al predecir el futuro, fueran obscuros, pudiendo, dada su sabiduría, ser claros. Escribió un tratado sobre la materia: De la adivinación, en ella alude a las diferentes formas a las que se recurría para develar el porvenir, lo incierto. Finalmente se pregunta: “¿qué necesidad hay de rodeos y ambages, al grado de que tenemos que valernos de los intérpretes de los sueños, en vez de que el dios, dado a que vela por nosotros, directamente nos dijera ‘haz esto’, ‘no hagas esto’, y diera esa visión al que está despierto más bien que al que duerme?” (LXI, 127).

Los griegos y los romanos nos legaron oráculos y predicciones nobles y divertidas.

No lejos de las Termópilas vivían los Cércopes, violentos hijos de Tía que a veces son llamados Euríbates y Frinondas, o Silo y Tribalo; estos hombres tenían una gran estatura y enorme fuerza; estaban dotados de cola; se dedicaban a asaltar y asesinar a los viandantes en un cruce de caminos, que probablemente haya sido la entrada al paso de las Termópilas. Su madre, hija de Océano, les advirtió que no cometieran injusticias porque serían derrotados por un héroe llamado Malampigo, ‘hombre de trasero negro’. Un día los Cércopes se encontraron a Heracles dormido al lado del camino, trataron de robarle sus pertenencias; el héroe se despertó, los sometió rápidamente, los amarró de los pies en ambos extremos de un tronco y los cargó sobre sus espaldas como dos cabritos; en esa posición los Cércopes vieron el denso vello de las nalgas de Heracles y les ganó la risa porque se acordaron de las palabras de su madre; a Heracles le extraño la actitud de los hermanos y les preguntó qué les causaba gracia, ellos le contaron la historia, le pareció divertida y los dejó libres.

Los Cércopes, sin embargo, continuaron haciendo sus fechorías hasta que Zeus los convirtió en monos y los envió a las islas Isquía y Próscida, que cierran la bahía de Nápoles; a partir de entonces fueron conocidas como islas Pitecusas, o ‘islas de los monos’.

Otros textos cuentan que el espartano Falanto se dispuso a fundar una colonia cuando le llegó un oráculo de Delfos; según este obtendría una región y una ciudad cuando percibiera una lluvia bajo el cielo sereno; Falanto preparó sus naves y zarpó a Italia sin examinar el oráculo ni acudir con algún intérprete; a pesar de vencer a los bárbaros que encontró en numerosas regiones, no podía apoderarse de ciudad o territorio alguno; consideraba que la señal de Apolo era imposible; un día en que el cielo estaba limpio y Falanto, desesperado, pasaba el tiempo con su esposa, ella puso la cabeza de su esposo sobre sus rodillas y, viendo que los asuntos no progresaban, comenzó a llorar cariñosamente mientras le quitaba los piojos; las lágrimas cayeron con abundancia sobre la cabeza de Falanto; en ese momento él comprendió el oráculo, pues el nombre de su mujer era Etra (Cielo sereno, buen tiempo); a la noche siguiente se apoderó de la ciudad costera más grande y próspera de los bárbaros, Tarento (Pausanias, Descripción de Grecia, X, 10, 6 a 8).

Maquiavelo, siguiendo a Cicerón (Sobre la naturaleza de los dioses, libro II, 3, 7), refiere: “Lo contrario hizo Apio Pulcro en Sicilia, en la primera guerra Púnica, pues queriendo batirse con el ejército cartaginés, mandó hacer los auspicios a los pullarii, y contándole estos que los pollos no habían comido, dijo ‘Veamos si quieren beber’, y los hizo arrojar al mar. Y comenzando la batalla, fue derrotado, por lo cual fue condenado en Roma” (Discursos sobre la primera década de Tito Livio, libro I, cap. 14).

En el mito o en la historia algunos, al momento de su muerte, adquirieron el don de predecir el futuro. Uno de ellos fue Héctor; según la Ilíada, al momento de ser herido mortalmente por Aquiles, le predijo que pronto moriría (XXII, 359). Edipo al dirigirse al sitio donde moriría, también formuló predicciones (Sófocles, Edipo en Colono, 1370 y siguientes). Sócrates al ser condenado a muerte predijo males para su ciudad y para sus acusadores (Apología, 39, c).

El conocimiento del futuro en el sentido en que lo entendían los griegos, está ligado íntimamente con dos temas: el libre albedrio y la fatalidad. A alguien, como Edipo, que según el mito, sabía cuál era su destino, ¿le era válido luchar para rehuirlo? Examinada con cuidado la cuestión parece que en el caso particular se trata de una disminución del número de opciones disponibles: para no matar a su padre una opción era suicidarse; para no casarse con su madre, tenía dos: suicidarse o no casarse nunca.

Muchos, a pesar de saber cuál era su sino, lucharon por alcanzarlo. Ulises u Odiseo, recibió el vaticinio de que si se enrolaba en la expedición enderezada contra Troya, regresaría a Ítaca después de veinte años. A pesar de que sabía que su regreso era seguro, en cada uno de los lugares por los que pasó, luchó para sobrevivir y regresar. En este, y en otros casos, los dioses exigían a los mortales hacer su parte.

Finalmente, el concepto de libre albedrío es operante a condición de que se desconozca el futuro.

El futuro es incierto. Parece que lo seguirá siendo. Algunos, no todos, necesitan de luces que los guíen en su paso por este valle de lágrimas.