Un sobre cuadrado del número dos

 

Por Hiromi Kawakami*

 

«Pues eso» era el tic lingüístico del señor Nakano.

—Pues eso, pásame la salsa de soja —acababa de decirme. Yo no salía de mi asombro.

Ese día habíamos salido a almorzar los tres juntos. El señor Nakano había escogido cerdo frito con jengibre, Takeo había pedido pescado hervido y yo, arroz al curry. Enseguida trajeron el cerdo frito y el pescado. El señor Nakano y Takeo cogieron los palillos de usar y tirar que estaban en una cajita encima de la mesa, los separaron y empezaron a comer. Takeo me pidió disculpas en voz baja por no esperar a que trajeran mi plato, pero el señor Nakano se abalanzó sobre el suyo sin decir palabra.

Cuando al fin me trajeron el arroz al curry y yo acababa de coger la cuchara, el señor Nakano me pidió la salsa de soja utilizando la frase que he citado anteriormente.

—Ese «pues eso» no tiene mucho sentido, ¿no? —observé. El señor Nakano dejó su cuenco en la mesa.

—¿Yo he dicho eso?

—Sí, lo ha dicho —murmuró tímidamente Takeo.

—Pues eso.

—¡Acaba de decirlo otra vez!

—Vaya. —El señor Nakano se rascó la cabeza con un gesto exagerado—. Se ve que tengo un tic.

—Y un poco raro, por cierto.

Le pasé la salsa de soja. El señor Nakano aliñó sus dos rodajas de nabo en conserva y empezó a masticarlas ruidosamente.

—Lo que pasa es que mantengo conversaciones mentales conmigo mismo. Por ejemplo, A se convierte en B, que me lleva hasta C, y mi razonamiento sigue con D. Cuando llega el momento de expresar D en voz alta, me sale un «pues eso» sin querer, porque sigue el hilo de mis pensamientos.

—Claro —dijo Takeo, mientras mezclaba el jugo del pescado con el arroz que le había sobrado.

Takeo y yo trabajábamos para el señor Nakano. Hace veinticinco años abrió una tienda de objetos de segunda mano en un barrio periférico del oeste de Tokio poblado de estudiantes. Por lo visto, antes estaba contratado en una empresa mediana de productos de alimentación, pero pronto se cansó de trabajar en una oficina y la dejó. Era la época en que estaba de moda lanzarse a la aventura, aunque el señor Nakano no llevaba suficiente tiempo trabajando por cuenta ajena como para considerarlo una aventura. Sea como fuere, se sintió avergonzado de dejar el trabajo por puro aburrimiento. Me lo explicó un día en la tienda, pausadamente, aprovechando que en ese momento no había nadie.

«Esto no es un anticuario, sino una tienda de segunda mano», me advirtió el señor Nakano el día en que fui a hacer la entrevista de trabajo. En el escaparate había un cartel pegado al cristal y escrito con mala letra que rezaba: «Se buscan empleados. Entrevistas a todas horas». Sin embargo, cuando entré a preguntar, el dueño me dijo: «Te entrevistaré el primero de septiembre a las dos del mediodía. Sé puntual». Aquel hombre delgado, que tenía un extravagante aspecto con su bigote y su gorra de punto, era el señor Nakano.

La tienda del señor Nakano, que no era de antigüedades sino de objetos usados, estaba literalmente sepultada bajo una montaña de artículos de segunda mano. El interior del local estaba abarrotado de mesitas de té, vajillas y viejos ventiladores y aparatos de aire acondicionado, es decir, la clase de objetos normales y corrientes fabricados a partir de los años treinta que se podían encontrar en cualquier hogar japonés. Antes del mediodía, el señor Nakano subía la persiana y, con un cigarrillo entre los labios, sacaba los «artículos reclamo» a la calle, entre los que se contaban, por ejemplo, una especie de escudilla con un llamativo estampado, una lámpara de diseño, dos pisapapeles de imitación de ónice con forma de tortuga y de conejo o una antigua máquina de escribir. Los colocaba sobre un banco de madera delante de la tienda con el objetivo de atraer a la clientela. De vez en cuando, si por ejemplo la ceniza del cigarrillo caía sobre el pisapapeles en forma de tortuga, él lo limpiaba frotando enérgicamente con la punta del delantal negro que siempre llevaba puesto.

El señor Nakano solía estar en la tienda hasta primera hora de la tarde. Luego me dejaba sola atendiendo y salía con Takeo a hacer recogidas.

Tal y como su nombre indica, las recogidas consistían en pasar por las casas a recoger trastos usados. La mayoría de las veces, le llamaban desde casas cuyo propietario había fallecido y sus parientes necesitaban deshacerse de los muebles y utensilios del difunto. El señor Nakano recogía incluso los objetos y la ropa que ni siquiera los familiares podían aprovechar. Pagaba unos cuantos miles de yenes, 10.000 como máximo, y se lo llevaba todo en una pequeña camioneta. Como los clientes se quedaban los artículos de valor y le entregaban el resto, les resultaba mucho más beneficioso llamar al señor Nakano que avisar a los servicios de recogida municipales para que se llevaran los trastos voluminosos. Por eso la mayoría de sus clientes aceptaba la pequeña cantidad de dinero sin rechistar y seguía la furgoneta con la mirada mientras se alejaba con sus pertenencias. Sin embargo, Takeo me explicó que algunas personas se quejaban de que el precio era irrisorio y ponían al señor Nakano en un compromiso.

El señor Nakano había contratado a Takeo un poco antes que a mí para que lo ayudara con las recogidas. Si había que recoger objetos pequeños, Takeo lo hacía solo.

—¿Cuánto dinero tengo que ofrecerles? —le preguntó Takeo, inseguro, la primera vez que el señor Nakano le ordenó que fuera sin él.

—Pues eso, el precio tiene que ser el más conveniente. Ya sabes cómo se calcula el valor de un objeto, me has visto hacerlo muchas veces.

En ese momento, Takeo apenas llevaba tres meses trabajando en la tienda, y no sabía calcular el valor de los objetos. A mí me pareció que mi jefe tenía ideas muy disparatadas, pero considerando lo sorprendentemente bien que marchaba el negocio, estaba claro que le funcionaban.

Takeo salió de la tienda nervioso y cohibido, pero regresó con el mismo aspecto de siempre.

—No he tenido ningún problema —anunció. Al saber que había pagado 3.500 yenes en total, el señor Nakano asintió varias veces, satisfecho, pero abrió los ojos como platos cuando vio la gran cantidad de objetos que Takeo había traído.

—Takeo, les has pagado una miseria. ¡Por eso me dan tanto miedo los principiantes! —bromeó el señor Nakano, riendo.

Takeo me explicó que uno de los jarrones que había recogido aquel día se vendió más adelante por 300.000 yenes. Como al señor Nakano no le interesaban los objetos tan caros, vendió el jarrón en un mercado de antigüedades que se instalaba en los alrededores de un templo. La chica con la que Takeo salía entonces se hizo pasar por su ayudante y lo acompañó hasta el puesto del mercado. Al enterarse de que un jarrón viejo y sucio se podía vender por 300.000 yenes, la chica empezó a atosigar a Takeo diciéndole que montara su propio negocio de artículos de segunda mano para poder independizarse e irse a vivir por su cuenta. Ya fuera por ese o por otro motivo, Takeo rompió con ella al poco tiempo.

Eran raras las veces en que el señor Nakano, Takeo y yo comíamos juntos. Nuestro jefe solía estar fuera la mayor parte del tiempo recogiendo material o merodeando por los mercados, las subastas o las reuniones de comerciantes del gremio. Takeo, por su parte, desaparecía sin perder ni un minuto en cuanto terminaba sus recogidas. Aquel día comimos juntos porque teníamos previsto visitar la exposición de Masayo, la hermana mayor del señor Nakano.

Masayo era una solterona de cincuenta y tantos años. Antes la familia Nakano tenía varias propiedades, pero la fortuna familiar había empezado a decaer durante la generación anterior a la del señor Nakano. No obstante, todavía les quedaba suficiente dinero para que Masayo pudiera vivir de las rentas de los pisos que tenían.

De vez en cuando el señor Nakano se burlaba de su hermana diciendo que era una ar-tis-ta, pero en realidad la trataba muy bien. Masayo exponía sus creaciones en la pequeña galería situada en el primer piso de la cafetería Poesie, que se encontraba delante de la estación. Era una colección de muñecas que ella misma había hecho a mano.

Al parecer, su última exposición, que había tenido lugar poco antes de que yo empezara a trabajar en la tienda, llevaba el nombre de «Colores del bosque». Masayo había arrancado unas cuantas hojas del bosquecillo que había en las afueras del barrio, había elaborado un tinte vegetal y había teñido unas prendas de ropa. A ella le parecía que el color del tinte era chic, pero Takeo me confesó más adelante, meneando la cabeza, que le había parecido «color váter». Masayo tendió la ropa en unas ramas que había recogido en el mismo bosquecillo y las colgó del techo. Cada vez que dabas un paso por la galería, que parecía un laberinto, las telas y las ramas que colgaban del techo y de las paredes te rozaban la cabeza y los brazos y te enredabas constantemente, según el señor Nakano.

La exposición de muñecas, sin embargo, no era tan extravagante, puesto que las muñecas no colgaban del techo sino que estaban expuestas en unas mesas a lo largo de la galería y cada una de ellas tenía un nombre, como Libélula nocturna o En el jardín. Takeo recorrió la exposición con una expresión ausente, mientras que el señor Nakano examinó las muñecas una por una, cogiéndolas delicadamente y dándoles la vuelta. La luz del mediodía irrumpía a través de las ventanas. La calefacción de la galería estaba encendida, y Masayo tenía las mejillas sonrojadas.

El señor Nakano compró la muñeca más cara y yo me quedé un muñequito en forma de gato que encontré entre los objetos amontonados en un cesto de la entrada. Nos despedimos de Masayo en las escaleras y salimos los tres juntos a la calle.

—Tengo que ir al banco —anunció el señor Nakano, y desapareció tras la puerta automática del banco que teníamos justo enfrente.

—Como siempre —dijo Takeo, mientras echaba a andar con las manos en los bolsillos de sus holgados pantalones.

Takeo tenía prevista una recogida en Hachioji. Allí vivían dos ancianas hermanas cuyo hermano mayor acababa de fallecer. Las «abuelitas», según el señor Nakano, llamaban constantemente para quejarse de que, justo después de la muerte de su hermano, habían empezado a llegar parientes a los que nunca habían visto para intentar birlarles las obras de arte y los libros antiguos que coleccionaba el difunto. Cada vez que llamaban, el señor Nakano les dirigía amables palabras de ánimo y siempre esperaba a que ellas colgaran antes el teléfono. «Así es este negocio», me decía, guiñándome el ojo, en cuanto colgaba después de haber aguantado media hora de lamentos. Aunque parecía escuchar con interés las quejas de las ancianas hermanas, no quiso ir a su casa a recoger material.

—¿Seguro que quiere que vaya solo? —le preguntó Takeo.

—Pues eso —repuso el señor Nakano acariciándose el bigote—, deberías pagarles un precio entre medio y bajo. Si les ofreces demasiado dinero, las abuelitas se asustarán, y si es demasiado poco…

Subí la persiana de la tienda e, imitando al señor Nakano, empecé a colocar los artículos reclamo en el banco. Mientras tanto, Takeo sacó la camioneta del garaje que había detrás del local. Le dije adiós y él agitó la mano derecha mientras aceleraba. Takeo tenía el dedo meñique de la mano derecha amputado a la altura de la primera falange.

Al parecer, el día en que lo entrevistó, el señor Nakano insinuó:

—¿No serás un…? Ya sabes a lo que me refiero.

—Si hubiera sido un yakuza, se habría arriesgado mucho al contratarme —le dijo Takeo cuando ya empezaba a adaptarse a su nuevo trabajo.

—En este negocio es fácil reconocer con qué tipo de gente estás tratando. —Rio el señor Nakano.

Cuando estudiaba tercero de bachillerato, un compañero de clase de Takeo le había pillado el dedo con una puerta de hierro y se lo había amputado por el simple motivo de que «le molestaba su existencia». Era un chaval que llevaba todo el curso metiéndose con él. Un semestre antes de graduarse, Takeo dejó el instituto porque, desde el accidente, se sentía constantemente en peligro. Su tutor y sus padres se comportaron como si todo fuera normal. Atribuyeron el repentino abandono de Takeo a su dejadez y a su estilo de vida. Aun así, Takeo se consideraba afortunado de haber podido dejar el instituto. Su compañero de clase, el chico que lo había hecho sentir amenazado, estudió en una universidad privada y el año anterior había entrado a trabajar en una empresa.

—¿No te da rabia? —le pregunté.

—Lo que siento no es exactamente rabia —me respondió él, con una sonrisa torcida.

—¿Qué es, entonces? —inquirí de nuevo, pero él soltó una risita desganada.

—No lo entiendes, Hitomi —me dijo—. A ti te gustan los libros y tienes una mente compleja. Yo tengo una mente simple —prosiguió.

—Yo también soy simple —repuse.

—Ahora que lo dices, a lo mejor tienes razón —admitió, riendo de nuevo—. Fue un corte limpio. Como no tengo tendencia a formar queloides, el médico del hospital me dijo que la herida cicatrizaría bien.

Cuando hube perdido de vista la camioneta, me senté en una silla al lado de la caja registradora y me puse a leer un libro de bolsillo. Entraron tres clientes en una hora. Uno de ellos se compró unas gafas viejas. Yo creía que unas gafas no servían para nada sin la graduación adecuada, pero en la tienda del señor Nakano las gafas viejas tenían mucho éxito.

—La gente las compra precisamente porque no sirven —decía siempre el señor Nakano.

—¿Y eso cómo se entiende?

—¿A ti te gustan las cosas útiles, Hitomi? —me preguntó él, sonriendo.

—Claro —repuse.

El señor Nakano dejó escapar un resoplido y, de repente, empezó a canturrear una estrofa de una extraña canción: «Un plato útil, un estante útil, un hombre útil».

Después del cliente que había comprado las gafas, no entró nadie más. El señor Nakano aún no había vuelto del banco. Debía de estar con alguien. Un día, Takeo me explicó que cuando decía que iba al banco, casi siempre quedaba con una mujer.

El señor Nakano se había casado por tercera vez unos años antes. Con su primera mujer había tenido un hijo que ya iba a la universidad, con la segunda había tenido una hija que estudiaba primaria, y su esposa actual había dado a luz a un niño seis meses antes. Además, tenía una amante.

—¿Tienes novio, Hitomi? —me preguntó mi jefe un día, aunque no parecía ansioso por conocer la respuesta. Me lo preguntó como quien habla del tiempo, mientras se tomaba un café junto al mostrador. Tampoco enfatizó la palabra novio, sino que la pronunció en un tono más bien neutro.

—Antes salía con un chico, pero ahora no estoy con nadie —le respondí.

—Ya —repuso brevemente, asintiendo. No me preguntó qué clase de chico era, ni cuándo habíamos roto, ni nada por el estilo.

—¿Cómo conoció a su actual esposa, señor Nakano? —inquirí.

—Es un secreto —repuso él.

—Con esa respuesta solo conseguirá que tenga más ganas de saberlo —insistí, y él me miró fijamente—. ¿Por qué me mira así?

—No tienes por qué fingir que te interesa, Hitomi —repuso él.

*Fragmento de la novela El señor Nakano y las mujeres, de Hiromi Kawakami (Debolsillo, 2018). Agradecemos a la editorial las facilidades otorgadas para su publicación.