Por Jorge Alonso Espíritu

Fotos: Mónica Cervantes

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]A[/su_dropcap]fuera de la estación Constituyentes del Metro de la CDMX, un grupo de autos particulares ofrece servicio de taxi a Los Pinos. Cuesta 50 pesos. “Te dejo enfrente del que era el cuarto de La Gaviota”, dice uno de los choferes. Una familia le toma la palabra y aborda. Los integrantes no saben que la entrada, de la que fue la casa presidencial por más de 80 años, se encuentra a menos de 100 metros.

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El primer sábado del año, el último de las vacaciones de invierno, la Ciudad de México luce tranquila, con una calma inusual, podría decirse que ideal para un paseo. En el tránsito hacia el Bosque de Chapultepec, lugar donde se encuentra el renombrado Complejo Cultural Los Pinos, cualquiera podría preguntarse quién y por qué razón haría un recorrido largo por iniciativa propia para conocer el lugar donde vivieron los presidentes y sus respectivas familias.

Sin embargo, sabemos que durante el primero de diciembre del año pasado, fecha en que Andrés Manuel López Obrador dio la orden de abrir al público la residencia, arribaron unas 30 mil personas seguras de estar viviendo un día histórico. Incluso hubo quien, como el historiador Lorenzo Mayer, se atrevió a comparar el hecho con la toma de la Bastilla que en 1789 se convirtió en uno de los símbolos más poderosos y perdurables de la Revolución Francesa, “con la ventaja de que aquí todo fue pacifico”. Por supuesto, una multitud de tuiteros se fue contra la yugular del comentarista. ¿El entusiasmo persiste?

A decir de los continuos camiones y camionetas de turismo que llegan a las puertas de la residencia, sí. De hecho la visita se ha integrado en paquetes turísticos, junto a los destinos tradicionales de la Ciudad de México: La Villa de Guadalupe, la Catedral Metropolitana y Coyoacán, por decir algunos. La diferencia, por ahora, es la ausencia de suvenires. Ahora salen del recinto personas de Morelos y Toluca.

La entrada a Los Pinos por la puerta 1 tiene poco de glamorosa. Apenas un saludo de parte del guardia, quien además entrega un folleto con información histórica del inmueble. Por supuesto, está redactada en clave propagandística: “De ahí la decisión del nuevo presidente por reintegrarla a la sociedad mexicana como un amplio espacio cultural”, concluye el tríptico.

Los primeros pasos por la residencia permiten ver lugares conocidos en televisión y periódicos: la Plaza Francisco I. Madero, por ejemplo, o el edificio del antiguo Molino del Rey. Es una de las razones por las que la gente desea conocer el lugar.

Por lo pronto, en el adoquinado, reina el silencio. No hay júbilo, ni gritos triunfales, no corren los niños y las personas no hacen mayores aspavientos. Al menos durante la primera parte del recorrido priva esa reverencia que nos enseñaron desde pequeños, cuando “rendíamos honores” los lunes al “lábaro patrio”, con todo y la poesía cursi que ello implicaba.

La situación cambia al llegar a la puerta 3, verdadero comienzo del recorrido. La gente se forma para pasar por los detectores de metales. A esta altura las botellas de agua, comida y posibles armas deben quedarse afuera. Aquel primero de diciembre Manuel Zárate, un mexicano que reside en Texas, se convirtió en el primer ciudadano en cruzar esta entrada. Después besó el suelo mientras alguien a sus espaldas gritaba “¡Viva la cuarta transformación!”.

En la calzada de los presidentes, cada figura de los mandatarios despierta sus propias pasiones: Lázaro Cárdenas es un mito reconocible; Gustavo Díaz Ordaz, uno despreciado. La estatua de Vicente Fox provoca bromas, por haber posado junto a una niña a la que más bien parece darle la espalda. La favorita para tomarse fotos es la de Peña Nieto, quien se convirtió en el objeto favorito de las burlas de los mexicanos durante todo un sexenio.

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En 1934, Lázaro Cárdenas Cárdenas decidió que un castillo –el de Chapultepec- era un lugar demasiado ostentoso para que viviera un presidente, por lo que decidió convertirlo en un museo y mudarse a los terrenos del rancho La Hormiga, dentro del mismo bosque. Cárdenas optó, además, por cambiar el nombre de los terrenos por el de “Los Pinos”, como se llamaba la huerta de Tacámbaro, Michoacán, donde conoció a su esposa Amalia Solórzano.

Para ello, mandó reconstruir la casa principal, instalar oficinas y construir una alberca, entre otras modificaciones. Los sucesivos mandatarios harían lo propio en el mismo terreno, de acuerdo a su gusto y estilo.

Miguel Alemán Valdés se despachó con la cuchara grande: comisionó al arquitecto Manuel Giraud para construir una mansión estilo francés de 5 mil 700 metros cuadrados, llena de detalles lujosos, donde viviría él su familia y el resto de los presidentes priistas.

La transición del 2000 también cambió el lugar de vivienda de los titulares del Ejecutivo. Vicente Fox decidió reconstruir Las cabañas, dos edificios ubicados dentro del terreno. En uno de ellos vivió con Martha Sahagún, mientras que la otra casa fue ocupada por su hija Paulina. El guiño de austeridad al dejar la enorme mansión de Alemán Valdés sirvió de poco cuando la prensa dio a conocer el despilfarro con el que los Fox vivían, incluyendo la compra de toallas de 500 y sábanas de mil 500 dólares.

También Calderón viviría en Las Cabañas, mientras que Peña mandaría a construir un enorme edificio de cristal –que no puede visitarse- y regresaría a la casa Miguel Alemán, que ahora es visitada por los turistas, pero que no da cuenta del estilo de vida de sus antiguos inquilinos, porque fue vaciada antes de que López Obrador asumiera como presidente.

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“Así lo recibimos”, es la frase que más se repite durante el recorrido en los edificios que albergaron a las familias presidenciales. La frase, que puede parecer un descargo, es sobre todo una acusación directa a los inquilinos anteriores: acusa un saqueo a la residencia, que en la retórica de la “cuarta transformación”, es un saqueo a todos los mexicanos. “Fue complicado no llevarse los candelabros”, ironiza Alberto Martínez, quien visita la ciudad desde Guadalajara.

Aún no está del todo claro qué fue de los muebles, obras de arte y el resto de equipos e instrumentos que hacía parte del complejo arquitectónico. Se sabe que la mayor parte de las piezas artísticas fueron entregadas a las bodegas de las instituciones a las que pertenecían. Por otra parte, el diario La Silla Rota reportó hace unos días la venta, en remate, de al menos 400 artículos.

Según el medio digital, la venta de garaje incluyó una pantalla de cine a 426 pesos, un frigobar en 720, equipo dental con sillón eléctrico en 825, y televisores de 32 pulgadas en 930 pesos, entre otras ventas similares. Auténticas gangas.

“Estamos indignados porque se llevaron todos los muebles”, es lo primero que dice Braulio, un profesor de primaria que visitó el exterior de Los Pinos numerosas ocasiones antes de este gobierno, siempre desde la el papel de manifestante del gremio magisterial.

“Aquí recibían a raterillos, jugadores de futbol, pero nunca al magisterio, cuyas demandas eran muy precisas y validas. Este era un lugar prohibido”.

Como muchos de los visitantes, Braulio y las docentes que lo acompañan ven en la apertura de la residencia una reivindicación. Una pequeña y simbólica venganza contra quienes han menospreciado al pueblo. “Por supuesto que vemos con buenos ojos que se abriera al público. Si López Obrador hubiese decidido vivir aquí, se hubiera visto mal”, agrega, y como la mayoría de los visitantes, lamenta el vacío que predomina en las edificaciones: “lugares grandes, pero sin mucho chiste”, que son admirados sólo por sus dimensiones.

En los grandes salones vacíos, ni las cámaras tienen sentido, pues no hay objetos que ser fotografiados. Algunas personas tomas fotos a las paredes desnudas. Tampoco hay letreros, fichas, explicaciones, ni otros elementos de museografía que den interés al lugar como un sitio histórico. Ni siquiera hay guías, sino apenas una mezcla de guardias de diferentes corporaciones policiacas y militares, así como civiles que dan indicaciones para ordenar a los visitantes. Hay que decirlo, para llamar “museo” a este complejo, hace falta mucho.

De hecho, la promesa de convertir Los Pinos en el mayor complejo cultural de América se ve bastante lejana. Con excepción del fin de semana de su apertura y la proyección de la cinta Roma, de Alfonso Cuarón, no han sido programadas exposiciones, conciertos, conferencias, ni alguna otra forma de evento cultural.

Por ahora, el recinto evoca más bien a una presencia fantasmal que no es capaz de decirnos de manera exacta lo que fue: la sede del presidencialismo mexicano, con sus lujos, sus excesos, sus ojos y oídos tapados ante un pueblo que tenia que conformarse con mirar a lo lejos. Y que tampoco está cerca de ser lo que han prometido que será: un sitio de reunión y empoderamiento de ese mismo pueblo, que ahora puede pasear por las casas y jardines de este complejo, pero no tiene un motivo para hacerlo más allá de la propia revancha.

¿Cuánto pasará antes de que este sitio se convierta en un inmenso elefante blanco? ¿O en una ruina, como ya lo dejan intuir las paredes blancas, ahora llenas de mugre de manos y zapatos? ¿O, si la transformación cumple su propósito, en un centro de encuentro y cultura, de creación y de fiesta? El tiempo lo dirá.