Por Moisés Castillo

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]D[/su_dropcap]icen que la crónica es el encuentro de una mirada con una fecha, un tipo de escritura que levanta un acta a su propia percepción del tiempo. Y, precisamente, el escritor J.M. Servín en su más reciente libro Nada que perdonar (Literatura Random House, 2018) empuña el arma y dispara: cada bala inventa un blanco, un personaje, el pasado, la infancia. El autor chilango que nació en la calle de Granada de la peligrosa colonia Morelos confiesa que estamos frente a un intento de “autobiografía híbrida” que escarba en un par de inquietudes: ¿cómo se hace un escritor? y cómo se formó como individuo y lector voraz en una ciudad apocalíptica. La memoria es un misterio.

La veintena de crónicas facinerosas que conforman este libro es una ráfaga poderosa de testimonios de un hombre que tuvo una infancia errante por cuestiones económicas y por ser el penúltimo de una familia de diez hermanos. Bajo este ambiente callejero, entre los “Populibros” La Prensa, que contaban grandes historias del crimen de la ciudad, “Fantasías animadas” y “Los Intocables” se fue forjando la personalidad solitaria y conflictiva de J.M. Servín.

El fundador de la editorial independiente Producciones el Salario del Miedo viene de un México donde obedecer y callar para aprender de los mayores eran lecciones de vida imprescindibles para un mozalbete. Ahora los niños mandan y los padres se convirtieron en esclavos. En ese entorno de riñas y bajos fondos se mueve este libro que no es sobre la Ciudad de México, ni pretende ser un homenaje a una ciudad inabarcable, sino de la ciudad que padece y goza de una forma muy particular el autor: el verdadero vértigo de la vida.

Nada que perdonar se mueve por mundos paralelos: la vida del narrador vital y el relato de historias extraordinarias y personajes siniestros que pusieron en jaque a los habitantes del exDF a mediados del siglo pasado como Pancho Valentino, el Matacuras: un luchador profesional medianon, que junto con sus cómplices asesinaron a sangre fría al sacerdote Juan Francisco Fullana Taberner para robarle su dinero. O figuras escalofriantes como Valente Quintana, el primer detective formal que atravesó toda una era de la delincuencia defeña, quien era el encargado de mantener a raya al populacho desde el temible Servicio Secreto. J.M. Servín apunta que quizá le debemos al tamaulipeco el “tehuacanazo”, el clásico acto de tortura de la policía mexicana, ya que poco antes de morir en 1969 se dedicó a la fabricación de agua mineral.

Leer Nada que perdonar es internarse en situaciones límite que nos ofrece una ciudad que todas las mañanas, antes del amanecer, huele a mierda y cloro, una ciudad que construye un caparazón a partir de la fealdad, el caos y la degradación humana. Sólo hay que abordar el Metro para saber que existe el infierno.

J.M. Servín sabe que el periodismo de calidad está a la altura de la mejor literatura, y lo refleja en el libro que nos ocupa: página tras página descubrimos un estado de ánimo verdadero, inteligencia y rigor en el uso del lenguaje; encontraremos frases o gestos de personajes que se nos marcarán en la piel como un tatuaje.

En el capítulo dedicado a las cantinas y bares que son “indispensables para hacer este mundo habitable”, el autor lanza otra bala, “no nos podemos confiar de la bebida como no podemos confiar del halago. Ambos nos apapachan para, a la primera oportunidad, sacar lo mejor o lo peor de nosotros mismos”. J.M. Servín tiene la fortuna de vivir cerca de grandes cantinas como el mítico Tío Pepe o la cervecería La Vizcaya, otros sólo tienen el Oxxo de la esquina.   

Estas crónicas desmadrosas destilan honestidad y melancolía de la vida que se va, por los que no están como sus padres, cuatro hermanos y su entrañable amigo Sergio González Rodríguez. Nada que perdonar avanza de forma vertiginosa como un riff explosivo de una rola de los Ramones, se desliza entre victorias y derrotas como en el juego, entre ilusiones y tropiezos como en la vida. J.M. Servín redacta así su realidad: de Infiernavit a Bucarelis, siempre guarda en su mente la misma consigna como un tesoro: “un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.     

Nada que perdonar nos enseña que la realidad de la ficción suele ser más perdurable. Siempre! entrevistó al escritor en la mítica cantina Tío Pepe, internada en el barrio chino de la CDMX.

El escritor J.M. Servín

-¿Cómo se hace un escritor?

La pregunta que me haces me la sigo haciendo hoy. Creo que en México estamos habituados a la tradición libresca y académica para la formación de un escritor. Son muy contados los casos de escritores que han podido formarse como tales a partir de la experiencia vital, que es más como una tradición estadounidense del siglo XIX. A mi manera de ver un escritor se tiene que hacer a fuerza de golpes de vida. El escritor académico, erudito, libresco a la Borges, corresponde a un universo del cual soy completamente ajeno; incluso esforzándome me hubiera sido imposible acceder a él. Se tiene que hacer a través de golpes de experiencia vital, mucha lectura y de un gran respeto por todo lo que significa el fracaso, lo que significa haberte arrodillado en algún momento ante la vida y saber levantarte. Esto, creo, es lo que forma a un escritor.

-¿Para ti quién es un escritor verdadero?

Te diría Jack London, Céline, Nelson Algren, José Revueltas, Jorge Ibargüengoitia, Ricardo Garibay, para atender a la tradición nacional y que no me digan “pinche malinchista”. Estos serían, someramente, escritores que para mí representan la fusión entre vida, obra y escritura.

-En las páginas de tu reciente libro leemos “Infiernavit”. ¿De dónde surge? ¿Cómo te formó este lugar de la CDMX como persona y escritor?

Es una unidad habitacional pionera de la Ciudad de México. Yo llegué a vivir ahí en 1974. Era parte de una periferia urbana de la capital y que actualmente ya se la tragó. El nombre del “Infiernavit”, hasta cierto punto peyorativo, no se lo puse yo, proviene del vox populi de los habitantes de la unidad y, ciertamente, porque es uno de tantos pequeños infiernos urbanos en donde habita el fracaso aspiracional de la clase proletaria moderna. Es un proyecto urbano de habitación que se fue al garete y que se ha convertido en una verdadera ratonera peligrosa y deprimente. Sin embargo, el término “Infiernavit” para las personas que la habitamos no es precisamente peyorativo, también tiene una gran carga de identidad y orgullo. “Infiernavit” es mi alma mater -aunque no nací ahí-, y me marcó en muchos sentidos: tengo un trato directo con la violencia que significa esta pobreza noble o blanda, un lugar marginado de una idea del progreso. También lo que significa el paso del tiempo: puede ser una condena casi carcelaria, patibularia, porque ves que el mundo afuera de esos muros virtuales de la unidad habitacional, avanza, se desarrolla y cambia. Y en estos lugares como “Infiernavit”, persiste la inercia y el vacío.

-Este libro está repleto de nostalgia. Cuentas que tu padre, en algunos momentos, menospreciaba tu inteligencia en un ambiente de pobreza. ¿Es el fracaso una apuesta estética a la hora de escribir?

Lo que hizo mi padre conmigo fue como un menosprecio a mis aspiraciones de ser escritor, tenía que ver también con la mentalidad conservadora de la gente con la que me rodeaba, con muy poco acceso a la educación, donde los libros representaban una especie de “élite”. Para mi padre resultaba desconcertante que un muchacho que a duras penas había terminado la secundaria quisiera ser escritor. Llegó un momento en que prácticamente tenía que ocultarme o disfrazarme de algo que no era, porque para los parámetros de donde me desarrollé era demasiado “sofisticado” ser escritor, causaba desconfianza no hablar como los demás, o que alguien de pronto me veía raro por traer un libro. Traía toda esta imagen de hombre callejero que laboraba en trabajos de bajo perfil y que pretendía ser un güey cultivado, de sensibilidad hacia las artes, pero si lo expresaba ya era drogadicto u homosexual o ambas.

-Siempre mencionas a Jack London como una de tus influencias literarias, pero también dices que detestas a los escritores “joviales”, “disciplinados”, “buena onda”. ¿Cómo lidias con los narradores del campo literario mexicano?

Jack London para mí significa la imagen del escritor vital que no solamente se jactó de educarse a sí mismo, era un gran lector, sino también supo combinar sus experiencias de vida para crear una obra fundamental en lo que significa la aventura y luchar contra la adversidad. No creo que haya nadie como él, por ejemplo, para narrar la lucha del hombre contra la naturaleza; el hombre y la naturaleza no son amigos sino adversarios en muchos sentidos. Creo que London sería un escritor políticamente incorrecto el día de hoy, como Melville con su gran obra inmortal Moby Dick. Actualmente, ¿quién quiere matar a una ballena? Y a eso voy cuando hablo del escritor de hoy en día, que ya lo anunciaba Ballard: temía mucho que los escritores se convirtieran en profesionistas aburridos, egresados de universidades de las letras, donde su preocupación máxima es figurar en los medios, opinar de todo, ir de feria en feria y ganar premios. Creo que cuando el escritor se convierte en un profesionista de su propio trabajo, entonces ya lo que estamos viendo es que la literatura pierde mucha de su fuerza vital y expresiva y de su compromiso con el entorno. En México, vemos a escritores jóvenes, que escriben mucho, son muy productivos y disciplinados, ya muchos de ellos ni beben… bueno, ok, ¿es literatura? ¿Y luego? Yo al menos crecí con la idea de que el escritor tiene que ser alguien que arriesgue y que se tire a matar, y si no caes al abismo, tienes la gloria. Pero esto es una lucha cotidiana que tiene que ver con un alto desprecio al triunfo como lo que significa hoy en día ser un escritor.

-¿Qué tanto ha cambiado esta ciudad donde antes era “normal” la borrachera, el cigarro y el cortejo, en un mundo dominado por las redes sociales?

El uso de la palabra ha cambiado mucho, vivimos en un mundo mimado, sobreprotegido y en donde la gente, en el fondo, ya no quiere experimentar el fracaso, la frustración o la aventura misma de conocer al otro cuerpo a cuerpo. Hoy todo mundo se quiere relacionar y tener sexo con un chingado teléfono inteligente y a través de códigos verbales que ocultan una gran necesidad de afecto real.

-¿Estás de acuerdo con lo que dijo Umberto Eco: “las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas”?

Soy un idiota como millones más que usan las redes sociales, pero para mi las redes sociales son una especie de reafirmación de lo que pienso: alimenta mi bilis, mi misantropía, mi amor por mi perro, amigos y por las mujeres que me siguen o que convivo en carne y hueso. Las redes me dan el mayor alimento para decir “a la mierda la pinche humanidad, esto no tiene remedio”. Entonces, si puedo beber un gran trago de ginebra, estar con mis amigos, mi perro Kato y una chica, yo no necesito más para vivir. Entrar a Facebook es una manera también de decirle a la gente: “no todos hemos doblado las manos, no pensamos como tú, idiota”.

-En las reseñas y listas de los mejores libros del 2018 se habla de la literatura del “Yo” como protagonista, la autoficción. ¿Cómo definirías Nada que perdonar?

Esto de la autoficción es un terminajo más de la industria editorial que está de moda para vender autores. Esto es viejo, ¡por favor! Céline escribe Viaje al fin de la noche en primera persona, ¿qué es esto? ¿ficción, autoficción, es la gran crónica del siglo XX antes de la Segunda Guerra Mundial? ¿Qué es? A título personal, tengo 10 libros publicados y en todos trabajo la subjetividad del “Yo”, antes que Nada que perdonar había escrito una novela autobiográfica, que es Por amor al dólar y esto es antes de que empezaran a llamarle a “autoficción”. Mi novela Al final del vacío aunque es un intento de distopía, también maneja elementos autobiográficos y está narrado en primera persona. Te diría que un escritor en mi circunstancia, la voz narrativa que más busca es el “Yo”. No soy un escritor erudito, soy un escritor de historias. A mí me interesa narrar entre parámetros muy convencionales, y qué mejor herramienta para narrar algo que me interesa: tomándome como conejillo de indias. 

-El escenario principal de este libro es la Ciudad de México, ¿qué añoras de esta capital que te tocó vivir y sufrir?

Francamente, en esencia, lo único que extraño es que no se puede fumar en ningún lado,  y a las chavas no les puedes hablar hoy tan directamente como antes, al menos no las conozco. Es triste que el Tío Pepe se esté haciendo cada vez más  un objeto de museo cuando tienen que ser objetos vivos de identidad de una ciudad, extraño la falta de sensibilidad y criterio para evitar la destrucción paulatina de esta ciudad. Antes había quizá un sentido más de preservación que ahora. Estamos frente a una transformación ñoña, abusiva, farisea, y que en el fondo lo que ha hecho es convertir a esta capital en una ciudad fea, inhabitable y separatista.

-¿Con cada cantina que desaparece también se extingue el espíritu de esta ciudad?

Creo que lo que estamos sepultando es nuestro pasado, es nuestro orgullo de lo que somos para bien o para mal, y como que a barretazos se nos quiere forjar otra identidad que tiene que ver con el triunfalismo del éxito inmediato y turbio que tiene el dinero. Yo crecí entre viejos sabios que sabían lo que era dialogar, discutir, diferir con un cigarro y un trago en la mano. Y ahora qué es lo que ves: el hombre de la calle está desapareciendo para dar paso al hombre que se va depredando a sí mismo en aras de conseguir una etiqueta y una identidad que nadie le sirve más que a él y que queda en lo abstracto.

-En un capítulo mencionas a las cantinas como espacios para hacer este mundo habitable. ¿Qué tan importante es para ti es el alcohol en tu literatura?

Es indispensable como las drogas. Este lugar me parece maravilloso y fundamental en la vida cotidiana de la Ciudad de México, porque tiene una historia que está más ligada con literatura. La novela emblemática fundacional del policiaco mexicano es Complot mongol, que tiene como escenario esta cantina que antes se llamaba “La Oriental”. Se dice que Burroughs y los beats pasaron por esta cantina. Te podría decir que cualquier personaje de la vida social y cultural ha pasado por este lugar. La idea sería no mantenerlo como un lugar excepcional en la ciudad con tanta historia sino que este lugar realmente nos recuerde que esta ciudad tiene una vida, tiene una vitalidad y tiene una historia legendarias que los mexicanos y los chilangos tenemos que sentirnos sumamente orgullosos.

-Como la aspiración que tenías de joven de pagarte unos tragos aquí, ¿recuerdas qué bebiste con tu propio dinero?

Es que los jóvenes de mi tiempo lo que más queríamos era ingresar a este mundo de los viejos sabios que se iban a beber a estos grandes lugares. Cuando veía que mi padre entraba a estos espacios y a mí no me alcanzaba, decía “cuando chingados voy a hacer eso”. Seguramente pedí cerveza y después tequila, edificarte con lo más duro pero después me di cuenta que el tequila tiene su salvedades.