Por Emiliano Escoto

 

[su_dropcap style=”flat” size=”5″]E[/su_dropcap]sculpir el tiempo es la labor de un director de cine, dijo Andréi Tarkovsky. Construir otra posibilidad de existencia, imaginación y modos de sentir a partir de la imagen en movimiento pareciera que es lo que el lenguaje cinematográfico nos ofrece todo el tiempo. Sin embargo, en una sociedad donde manda el mercado, antes de proponer vanguardias y exploraciones en todas las formas de existencia, las industrias construyen moldes de identificación, métodos a partir de los cuales puede convertir a los individuos en un número, una tendencia de consumo y una estrategia de marketing y posicionamiento. Así, las salas de todo un país se inundan de algo llamado Mirreyes vs godinez (Chava Cartas, 2019) que se convirtió hace unos días en la película mexicana más vista en la historia. Los dos estereotipos contemporáneos de la clase media trabajadora, grupos a los que o bien todo mundo quiere pertenecer o de los que todo mundo quiere huir. Identidades que además siempre tienen algún dejo de humor o sátira. La ontología más íntima de una sociedad queda reducida a un proceso de flujo líquido, no permanente sino instantáneo, algo tan volátil como el dinero que apenas pasa por los bolsillos de un trabajador. El ser se ha vuelto una broma y con él, el cine comercial y todas las formas de entretenimiento. Nosotros y todo lo que hacemos se ha convertido en objeto de consumo. La inmensa maquinaria del progreso sobre la que creíamos cabalgar hace tiempo que camina sobre nosotros.

Con lo anterior no pretendo hacer ningún juicio sobre los gustos cinematográficos de cada persona ni intento decir que uno es mejor que otro; pretender que hay un cine mejor o más alto que otro sería un error brutal. Lo que intento decir es que vivimos en la sociedad de la big data, de las tendencias gráficas en los gustos y las predilecciones de la gente. Vivimos un momento histórico en el que las grandes productoras y las grandes empresas se dedican a construir marcas y productos que se adapten y reproduzcan la manera en la que nos construimos como consumidores.

Es en ese punto donde la aparición de un libro como Los poderes de la imagen; ensayo sobre el cuerpo y la muerte en el lenguaje audiovisual, de Pablo Martínez Zárate, investigador de la Universidad Iberoamericana, tiene una importancia fundamental para comprender cómo estamos construyendo nuestros lenguajes audiovisuales y qué potenciales tenemos si en lugar de aceptarlos como sistemas de creación de consumo y muerte, los miramos como aparatos de imaginación. Dice Pablo, sobre la obra del fotógrafo Narciso Contreras: “Antes de cualquier otra cosa está la sensibilidad: sentir el mundo, el sufrimiento y el goce ajeno; construir comunidad a partir de estos movimientos de la sensibilidad y el intelecto humano, que no son otra cosa que movimientos de la imaginación, ejercicios imaginativos que nutren nuestra propia experiencia y nos invitan a vivir (de menos mentalmente) un mundo diferente”.

Son pocos los espacios que buscan estos “ejercicios imaginativos que nutren nuestra propia experiencia”, uno de ellos, quizá el más grande, es el FICUNAM. En esta novena edición, con Abril Alzaga y Michel Lipkes como sus nuevos directores, aparte de ser un festival que nos ayuda a deconstruir imaginarios y apostar por la comunidad, será completamente gratuito.

A continuación algunas recomendaciones que seguro algo van a provocar:

El ombligo de Guie’dani / Xavi Sala

Con el éxito sorprendente y avasallador de Roma, de Alfonso Cuarón, y de Yalitza Aparicio como portada en las revistas más importantes de la élite del entretenimiento y la moda, hacer una película que retrate cómo se construyen las relaciones con la gente que se dedica a la asistencia doméstica, necesariamente tiene a esta última película como referente inmediato.

El ombligo de Guie’dani es la historia de una niña zapoteca que viaja con su madre a la Ciudad de México para trabajar con una familia de clase media acomodada. A diferencia de Roma, la relación con sus patrones es sumamente compleja, mucho más realista y actual. La niña y su madre son menospreciadas constantemente de maneras muy sutiles que provocan que Guie’dani cuestione constantemente las razones para estar trabajando ahí. ¿Por qué ellos no se lavan la ropa que usan? ¿Por qué no se hacen de comer? ¿Por qué no limpian y ordenan lo que usan y ensucian? La pequeña niña indígena se convierte en una terrorista que sabotea por todos lados su estancia en esa casa, ella quiere regresar al pueblo donde era feliz con su abuela que está a punto de morir.

Con una crítica social muy interesante que nos tira en la cara el clasismo y la discriminación que practicamos o sufrimos cada día, Xavi Sala nos recuerda que aunque aplaudamos y reconozcamos la presencia de una mujer indígena en las portadas más importantes de las revistas de tendencia, en nuestros espacios más íntimos y cotidianos, seguimos mirando al otro indígena hacia abajo, como si fuésemos los conquistadores.

Guie’dani sublima a tal punto sus actos terroristas que termina apuntando con la punta de un cuchillo el corazón de aquel que la ha discriminado. Al final de la historia, aparece el disfraz de la esperanza y parece decirnos que estamos condenados a la repetición.

Titixe / Tania Hernández Velasco

“Vivo en la ciudad y me emocionan los árboles, tal vez, si viviera en el campo, me emocionarían los edificios”, dice Carlos Martínez Rentería en uno de sus poemas sobre los árboles. Tania Hernández Velasco con ese mismo romanticismo hacia el campo, va a las tierras de su abuelo recién muerto para hacer una última cosecha en el campo donde el señor vivió toda su vida. Una fotografía magistral y un ritmo acompasado nos transportan a ese otro tiempo que es la vida fuera de las ciudades. Con voces en off, la directora nos va contando la historia y el lugar donde vivió su abuelo mientras la imagen construye paisajes, espacios y personajes que acompañan la narración pero al mismo tiempo la rompen, llevan su propio lenguaje. Al estilo de Tatiana Huezo, el lenguaje cinematográfico es explotado hasta las últimas consecuencias construyendo escenas complejas que se componen mágicamente gracias a la fina unión entre las partes que abren de par en par las puertas a la metáfora, a la poesía y a la imaginación.

La voz principal que cuenta la historia, nos dice que su abuelo fue la primer pareja masculina de baile que tuvo. La imagen nos muestras un primer plano con plantas de frijol creciendo a máxima velocidad. La voz calla y, tras unos segundos de silencio, Los Cadetes de Linares cantan con fuerza “Flor de Capomo”: tú mi chiquitita, te ando vacilando… La niña que crece entre los brazos del abuelo se eleva frente a nuestros ojos al compás del acordeón, se materializa en una flor de frijol que tiene de fondo un cielo completamente azul y un sol luminoso que la resguardan cuidadosamente.

El titixe es el acto de recoger lo que quedó en la tierra de cultivo después de recoger lo sembrado, algo así como pepenar los residuos que siempre quedan escondidos en la tierra. Esa tradición es pública y en ella siempre existirá la posibilidad de ir a visitar al abuelo que de manera necesaria, ya vive en esa tierra.

Los atardeceres rojos / Emilio Aguilar Pradal

Dicen los que saben que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Los atardeceres rojos, obra que presenta Emilio Aguilar, egresado del CUEC, es la historia de Francisco Beverido y Lucila Castrejón, dos antiguos miembros del partido comunista mexicano que se conocen compartiendo ideales, se unen en la persecución de utopías y terminan aislándose del mundo y encuentran en el amor y el compañerismo, el único refugio frente al desasosiego. Con cámara en mano, el joven director es personaje vivo de este documental que retrata a dos personajes amorosamente locos. Casi nunca salen y viven ahí encerrados, comentan los habitantes de Jalacingo, pueblo donde vive la pareja y de donde es oriundo el director de la película. Uno piensa en personajes de trato pesado, antisociales y duros cuando los mira encerrados en su casa pero Emilio Aguilar se dedica a mostrar lo contrario.

Francisco, con sus 71 años, prepara todos los días unas ollas inmensas comida para los cinco perros que tiene. Con cuidado y dedicación llena plato por plato y llama uno por uno a todos los animales que, con obediencia y organización se acomodan, cada uno en su plato, listos para comer. La escena es sumamente bella en la inocencia de los actos: un tipo que ha encontrado en alimentar a los perros una forma de seguir sus ideales revolucionarios, un grupo de perros que se vuelven absolutamente fieles a aquel que les da de comer.

Las interpretaciones pueden ser muchas sobre lo que la revolución y las izquierdas pueden significar pero algo si queda declarado después de ver a Lucila y a Francisco en esta película: la revolución debe iniciar en nuestras relaciones más íntimas porque la revolución parte necesariamente del amor.

Otras funciones que no se deben perder:

América, de Erick Stoll, Chase Whiteside, Estados Unidos, 2018, 75 min.

-Niña sola, de Javier Ávila. México, 2019, 92 min.

-Antes del olvido, de Iria Gómez Concheiro. México-Colombia, 2018, 103 min.

-Luciérnagas, de Bani Khoshnoudi. México-Grecia-República Dominicana, 2018, 86 min.

¿Dónde?

CCU UNAM, Cinematógrafo del Chopo, CUEC, Cineteca Nacional, Cine Tonalá, Le Cinéma IFAL, La Casa del Cine / 28 de febrero al 10 de marzo de 2019.