Intensa biografìa: real o imaginaria

Frida (1907-1954) fue un conjunto complejo de elementos creativos, un ser que se experimentaba como único e irrepetible, que constituía su propia creación para diferenciarse de la mayoría, explotar sus cualidades y disimular sus defectos.

Desde temprana edad observa y define lo que va a portar. Cada pieza es importante en la construcción del espectáculo de su persona, su ser y su máscara. Esa cimentación fue un trabajo de muchos años que sufrió cambios diversos hasta encontrar la imagen perfecta que deseaba proyectar, aquella unida a una fama internacional que nunca pudo imaginar y que ahora está indeleblemente asociada a su nombre, es reproducida en infinidad de objetos como bolsas, camisetas, cosméticos y joyería todo lo cual se integró a su propia propuesta artística.

En cuanto tuvo edad suficiente para independizarse del gusto de su madre, quien confeccionaba creaciones para las cuatro hijas, Frida comenzó el camino que la condujo a utilizar su atuendo como parte integral no solo de su apariencia sino de su historia, la biografía que creaba (con detalles verdaderos o no) y como deseaba ser recordada.

Apoyándose en el origen alemán de su apellido, originalmente escrito Kühlo hasta la llegada del padre de Frida a México desde Alemania en 1891. Frida adopta el aspecto exterior de una estudiante del Colegio Alemán, que nunca la vio en sus aulas. Impresiona a sus compañeras de la preparatoria con el disfraz: falda tableada azul marino y blusa blanca, calcetas del mismo color hasta la rodilla y sombrero de palma con ala ancha, adornado con listones de colores que caían sobre la espalda.

A ese colegio acudía una élite rica de la sociedad mexicana pero existe documentación que prueba que, después de los primeros años de educación primaria en escuelas de su vecindario en Coyoacán, ella pasa con Cristina, su hermana once meses menor, a la Escuela Nacional para Maestros y, después, ya sola, a la Escuela Nacional Preparatoria.

Su compañera de clases, Adelina Zendejas, me declaró: “Todo lo que Frida usaba, desde esos años tempranos, parecía espectacular. Admirábamos en especial sus sombreros de una paja tan fina que creíamos que venían de Europa. Ella nos llevó un día con su proveedor en el mercado de El Volador, en el predio que ahora ocupa la Suprema Corte de Justicia, donde todos los vendedores de miniaturas, de muñecas, de flores de papel, la saludaban y platicaba con ellos con un lenguaje de lo más pintoresco. Ella sabía comprar, regateaba el precio y pedía pilón”.

Desde entonces utilizó el vestido como vector de individualización narcisista y se volcó en el color, una obsesión temprana. Cuando viaja a Estados Unidos recién casada, envía a su madre instrucciones para pintar la casa de Coyoacán, donde espera instalarse a su regreso: “quiero la fachada del corredor color de rosa con el guardapolvo y las puertas verdes, pero de colores de los que usan los pelados pues los colores decentes son muy feos (lo mejor es colores de pulquería)”. Más tarde en la vida hizo un apunte sobre la relación propia del contenido simbólico de cada color:

Verde: luz tibia y buena.

Solferino: azteca tlapalli. Vieja sangre de tuna. El más vivo y antiguo.

Café: color de mole, de hoja que se va. Tierra.

Amarillo: locura, enfermedad, miedo. Parte del sol y de la alegría.

Azul cobalto: Electricidad y pureza. Amor.

Negro: Nada es negro, realmente nada.

Verde hoja: Hojas, tristeza, ciencia. Alemania entera es de este color.

Amarillo verdoso: más locura y misterio. Todos los fantasmas usan trajes de este color… o cuando menos ropa interior.

Verde oscuro: color de anuncios malos y de buenos negocios.

Azul marino: distancia. También la ternura puede ser de este azul.

Magenta: ¿Sangre? Pues ¡quién sabe!

 

Se puede seguir la historia personal de Frida a través de los cambios en su ropa. Deja atrás el disfraz de escolapia alemana cuando se inscribe en las Juventudes Comunistas y adopta la blusa roja con el emblema de la hoz y el martillo al pecho. Al iniciar su relación con Diego Rivera, reorienta el proceso del reforzamiento de su identidad y elige cuidadosamente faldas largas, blusas deshiladas y rebozos que reflejan, en opinión de su amiga Lucienne Block, “un ojo extraordinario para lo genuino y lo bello”. A partir de entonces, la minuciosa creación de su imagen va a correr paralela a su trayectoria como artista. Ella sabía hacer una entrada inolvidable envuelta en perfume francés y dedicó su atención a construirse una imagen con la precisión y delicadeza que empleó en la creación de sus autorretratos.

La decisión sobre el atuendo que empaca para tomar el primer avión de su vida, ver el mar por primera vez y convivir con interesantes grupos de artistas y millonarios extranjeros, revela la inteligencia de esta muchacha de apenas veintitrés años. Como compañera de un pintor con fama internacional, veinte años mayor que ella y consumado narcisista que absorbía todo el oxígeno a su alrededor, pudo haber optado por convertirse solo en su sombra, imitar la moda prevalente y tornarse invisible… pero no fue así.

Frida estaba perfectamente consciente de que, a través de su arreglo personal, atraía la atención que necesitaba. Desde San Francisco, California, le escribe a su madre el 21 de noviembre de 1930: “A los gringos les he caído muy bien y les llaman la atención todos los vestidos y rebozos que traje, se quedan con la boca abierta con los collares de jade y todos los pintores quieren que les pose para retratos. Son una recua de babosos pero muy buenas gentes”. Es precisamente en 1931 cuando posa para la famosa fotógrafa norteamericana Imogen Cunningham en cuatro icónicas imágenes que inmortalizan a una jovencita aún sin flores en la cabeza y sin anillos.

A medida que avanza en edad, el conocimiento profundo de su rostro le ayuda no solo a perfeccionar el maquillaje sino a utilizarlo con destreza como el tema principal de su pintura. El cabello subió trenzado con cordones de lana y acumuló en él flores y piezas decorativas de papelillo o de metal, caracoles y moños multicolores hasta conseguir el calculado efecto que perseguía. Hábilmente dirige la atención hacia su rostro y la aleja de la parte inferior de su cuerpo confirmando que, a la producción del arte pictórico que ha hecho famosa a Frida Kahlo, le precedió la construcción de su imagen, el temprano reconocimiento del poder y la importancia de un atuendo que se hizo parte integral de sí misma hasta el final de sus días. Ahora incluso inspira pasarelas de grandes diseñadores como Dolce & Gabbana y Jean-Paul Gaultier.

Supo cómo utilizar ese conocimiento para atraer la atención, crear emociones e incluso modificar la realidad, para exponer o disimular. Varias calcetas blancas, una sobre la otra, ocultaban bastante bien la marcada delgadez de la pierna derecha provocada por la deficiente circulación sanguínea debida al síndrome congénito de espina bífida que no solo padeció ella sino el hermanito que nació antes que Frida y su hermana Cristina.

 

Se ha publicado con frecuencia que la pintora padeció de poliomielitis en su primera infancia pero esta información, derivada de declaraciones de ella misma, se ha comprobado falsa. Aparentemente la madre de Frida padeció deficiencia de ácido fólico que afectó a los tres últimos hijos que concibió, todos aquejados del síndrome. El varón que antecedió a Frida murió poco después de nacer y Cristina tuvo también problemas en la columna vertebral, aunque en menor medida que su famosa hermana.

Declaraciones de amigas de la infancia en Coyoacán indican que Frida pudo caminar sin ayuda hasta después de cumplir tres años y, en las fotografías tomadas por su padre en los primeros años, oculta su pierna derecha adelgazada. Sin embargo, no existe documentación que pruebe la historia de un ataque de poliomielitis, prevalente en México en esa época. Conforme a los análisis psicológicos que se han hecho de la artista, todo parece indicar que sus padres decidieron crear esa historia ante la sospecha de que el padecimiento real fuera hereditario y perjudicara no solo a Frida sino a Cristina en la posibilidad de conseguir marido más adelante en la vida.

Al principio Frida utilizó una sencilla blusa blanca bajo el rebozo, que no quitaba protagonismo a los pesados collares prehispánicos de jade obsequio de su esposo. Poco a poco los adornos se incrementaron y huipiles de varios estados de la república, incluso de Guatemala, llegaron a su guardarropa; las uñas fueron pintadas con óleo en colores contrastantes y los anillos poblaron los dedos de ambas manos. No se trataba de respetar por completo el arreglo original de las comunidades indígenas. Frida hacía sus propias combinaciones en estilo ecléctico, utilizando piezas bordadas y teñidas con semillas, corteza de árboles, grana cochinilla o tinta de caracol y faldas que ella misma confeccionaba con telas de algodón ligero adquiridas en el mercado, armadas en la máquina de coser Singer heredada de su madre, en la cual cosía la ropa interior de Diego Rivera.

Al pasar los años, la escoliosis causó más complicaciones de salud e intenso dolor. Se le cambiaron diversos corsés de piel, de metal, de yeso, que podían ocultarse bajo el diseño amplio y cuadrado de la ropa tradicional. La larga falda no dejaba a la vista el zapato ortopédico que intentaba igualar sus piernas aunque, aun así, no se evitó la cojera.

Dentro de los elementos inventados que ella incorporó a su biografía están los nexos con el Istmo de Tehuantepec. Afirmaba que su madre era originaria de esta zona e incluso la llamaba “morena campanita de Oaxaca”, en alusión a las piezas de artesanía de barro negro que se elaboran en el pueblo de San Bartolo Coyotepec. Frida no visitó nunca la zona sur de México y su madre fue registrada como María Matilde Filomena Isabel Calderón González, nacida en Ciudad de México el cinco de julio de 1874; murió el 15 de septiembre de 1932, también en la capital mexicana. Por tanto no había quizá sino una relación de segunda generación con la zona. Frida solo poseyó un traje completo tradicional de tehuana, que tuvo que pagar en un momento en que Diego Rivera no se encontraba en la capital. En un recado escrito, sin fecha, solicitó un préstamo a Alberto Misrachi, galerista y representante de su marido, para liquidar el atuendo íntegramente bordado con el que posó en 1951 en La Casa Azul de Coyoacán, su refugio, su clima, su escenario.

Albertito: La portadora de esta cartita es una señora que le vendió a Diego un traje de tehuana para mí. Diego quedó de pagárselo hoy pero, como se fue a Metepec con unos gringachos, no me acordé de pedirle los centavos temprano y me dejó sin fierros. Total, es cuestión de pagarle a esta señora $100.00 (cien del águila) y ponérselos a Diego en su cuenta, quedando esta nota como recibo.

Muy agradecida. Frida.

La exposición de su bisexualidad tanto en los autorretratos como en sus atuendos quedó documentada en fotografías donde porta traje de hombre o pantalones de mezclilla confeccionados para obrero. Es obvio su aspecto andrógino en el Autorretrato con medallón de 1948 o el Autorretrato con el pelo cortado de 1940, realizado el año en que permaneció divorciada de Diego Rivera. Durante un tiempo solicitó a sus amigos le regalaran camisas usadas que combinaba con pantalones, algo mal visto en la sociedad de la época y que enfatizaba su escisión interna.

La fusión del arte y la moda es algo actualmente conocido y estudiado a profundidad, ambos como medios de expresión de gran potencia para, a través de ellos, tocar emociones. Frida comprendió los puntos de encuentro entre ambos, se utilizaba a sí misma como lienzo tridimensional en el que volcaba su amor por la estética y aplicaba color en los dos universos.

Tras años de enfermedad y adicciones, Frida empezó a decaer. Aun así, amigos que la visitaban en el hospital y la encontraban débil, pálida y triste, días después la veían entrar a una reunión “bella y decorada como una emperatriz”. No obstante, al hacerse más deficiente la circulación en su pierna derecha, se instaló la gangrena y hubo que amputársela. Su autoestima y el concepto estético de su anatomía, reflejado en la abundancia de espejos a su alrededor, sufrieron una auténtica catástrofe. Se hundió en profunda depresión, con dependencia total de medicamentos poderosos y adictivos para dormir y para combatir el dolor. Perdía peso, no tenía apetito y la ropa parecía cada vez más grande. Su hermana Cristina acudía a diario para ayudar a arreglarla, a trenzar su cabello encanecido y la manicurista Esperanza Flores mantenía impecables las largas uñas de sus manos enjoyadas. Las prótesis dentales dejaron de ajustarse a su mandíbula y el llanto la invadía con frecuencia mientras se preguntaba: “Para qué vivo yo”.

Ingresos en hospitales sugieren intentos fallidos de suicidio mientras, en el último año de su existencia, pinta el cuadro de unas sandías marcado con letras escarlata Viva la vida. Después de uno de estos internamientos y con fecha abril 27 de 1954, escasos dos meses y medio antes de morir, apunta en su cuaderno:

Salí sana. Hice la promesa y la cumpliré de jamás volver atrás. Gracias a Diego, gracias a mi Tere, gracias a Gracielita y a la niña, gracias a Judith, gracias a Isaura Muro, gracias a Lupita Zúñiga, gracias al doctor Ramón Parrés, gracias al doctor Glusker, gracias al doctor Farill, al doctor Polo, al doctor Armando Navarro, al doctor Vargas, gracias a mí misma y a mi voluntad enorme de vivir entre todos los que me quieren y para todos los que yo quiero.

Que viva la alegría, la vida, Diego, Tere, Judith y todas las enfermeras que he tenido en mi vida que me han tratado tan maravillosamente bien.

Gracias porque soy comunista y lo he sido toda mi vida…

 

Así llegó el lluvioso mes de julio de 1954 cuando Frida, angustiada, temerosa de que un Diego enfermo de cáncer le ganara la carrera hacia la muerte y la dejara, por primera vez en su vida, totalmente desprotegida, apuntó en su cuaderno “Espero alegre la salida y espero no volver jamás” y desapareció.