Foto de portada: Marko T. González

 

Los reporteros de moda que tienen miles de seguidores en sus redes sociales siempre miran hacia arriba, a los grandes temas de la agenda nacional, a los políticos que alardean y tienen la inteligencia promedio de Fernández Noroña. Afortunadamente existen otros periodistas que miran hacia abajo y salen a la calle a retratar la vida cotidiana de personajes fascinantes, raros y entrañables. El pavimento no es un lugar  invisible para el cronista Javier Ibarra y así lo demuestra con su libro debut Una tragedia en tres acordes (Producciones El Salario del Miedo-UANL, 2019).

Con una pluma ágil y afilada, Ibarra nos traslada a laberintos peligrosos como el Barrio Bravo para conocer al “Héctor Lavoe de Tepito”; lugares recónditos como San Mateo Mozoquilpan, cómplice de Fernando el “Momo” Medina, el mejor pelotari del país; La Malinche y Santa Catarina, colonias de la CDMX y Monterrey, respectivamente, que lo vieron crecer como un niño vago y un adolescente punk; viajar en bicicleta con los verdaderos Reyes Magos y pasar un domingo en el valle de los mamados en Tlatelolco. Todo esto y más en 23 crónicas callejeras que destilan pasión por el oficio.    

La lección que quizá Ibarra nos lanza desde el moshpit es que escribir crónicas de largo aliento exige concentración y estómago, y lectores osados que puedan completar, con su propia experiencia, estas extraordinarias historias.

El cronista Javier Ibarra.

El cronista Javier Ibarra.

-¿Qué tan chilango auténtico y norteño falso eres?

Actualmente digo que no soy de ningún lado. Soy originario de la CDMX, pero a los 12 años por el trabajo de mi papá nos fuimos a Monterrey. Allá cursé la secundaria, prepa y universidad. Allí hice las amistades más fuertes y que conservo a la fecha. Años después, decidí regresar y me topé que mis amigos de la infancia ya eran muy diferentes, y fue descubrir otra vez a la CDMX. No soy de ningún lado, solamente tenía la cuestión nostálgica de la ciudad de mi infancia y adolescencia de Monterrey.

-¿Existe alguna diferencia o semejanza de La Malinche y Santa Catarina, que son colonias donde creciste en el exDF y Monterrey?

No creo, eran polos opuestos. La Malinche era una colonia popular donde salía a jugar futbol, iba por las tortillas, estaban las maquinitas, aprendí a jugar baraja, canicas, todo lo que aprende un niño antes de ser millennial, un niño callejero, un niño vago. Y cuando llegué a Santa Catarina, a los 12 años, estaba acostumbrado a todas estas actividades. Sin embargo, me topé al clima extremo, allá la vida es nocturna. Algo que me sorprendió mucho es que iban por mi a las 10 de la noche para jugar futbol, cuando en la CDMX no había nadie en las calles a esa hora por el peligro que implicaba. Luego me topé con que Santa Catarina se asemeja con la parte norte de la capital, pero hacia Tlane, Azcapotzalco, Vallejo, una zona industrial. No había nada qué hacer allá.

-¿Por qué el disco “Morbos Club” sigue vigente a dos décadas de distancia?

Creo que ese disco sigue retratando, hasta el día de hoy, a la sociedad mexicana. Ese disco lo escuché de niño y era una cuestión de los barrios y los chismes que se generaban. En la crónica “Recuerdos en el Morbos Club” menciono que a consecuencia de un feminicidio que hubo en mi colonia, la canción de “Delfino” se puso de moda. Entonces, a esa edad era algo chido, había un “Delfino” en la colonia, pero cuando escucho el disco otra vez y escribí de la crónica dije “güey, estamos de la chingada en México”. Lamentablemente, van en aumento los feminicidios, la corrupción, la violencia, muchos personajes de esa época siguen persistiendo.

-¿Cómo conseguiste el disco?

La influencia musical fue gracias a mis tres tíos: Roy, Ricardo y Rodolfo, son los hermanos de mi mamá. Mi tío Roy tenía el disco y siempre querían que su sobrino fuera “rockero”, me enseñaban esas cosas. En esa época era muy normal escuchar ese tipo de música y ver programas como “Duro y Directo”, “Ciudad Desnuda” y “Fuera de la Ley”. Hace poco platiqué con el baterista de Sekta Core y me dijo que el disco es un espejo de lo que eran ese tipo de programas amarillistas que pasaban en la TV abierta, este sensacionalismo que había en los años 90. Todo esto me inspiró para hacer crónica.

-¿Qué significó el Café Iguana para la juventud regia y que cerró por la guerra entre los Zetas y los Golfos?

A mí me tocó más un lugar que se llamaba Garage, lo que le siguió al Café Iguana. En el Iguana comenzaron a tocar bandas como Inspector, División Minúscula, grupos como de la vieja guardia. Para esa gente sí significaba mucho porque ahí era su centro de convivencia. Para nosotros era más bien el lugar donde vimos a esas bandas por primera vez, antes de que fueran famosas. Algo similar al Chopo. Fue un hecho muy crítico porque de repente ya no teníamos vida nocturna. El Café Iguana siempre fue la salida de los viernes si no había nada más, porque encontrabas amigos y escuchabas buena música. Era el punto de reunión. Ahí se congregaba toda la gente que estaba de alguna forma involucrada con el rocanrol, la vida nocturna alternativa.

-Si te invitaran a formar una banda que prefieres tocar, ¿vallenato o cumbia villera? A propósito de tu crónica “De cumbia por Monterrey”.

La cumbia villera para mí es más punk, porque sus letras son más contestatarias, le tiran mierda a la policía, hablan de drogas, es más barrio. El origen de la cumbia villera viene de los problemas sociales en Argentina y, en cambio, el vallenato es más romántico. Me quedaría más con la cumbia chilanga, lo salsero. Pero si me invitan a tocar, pues la cumbia villera.

-Hay una crónica futbolera sobre el clásico regio, ¿por qué se ponen tan intensos los aficionados y que muchas veces llegan a la violencia?

Es algo que hasta la fecha no entiendo muy bien todavía. Lo podría asociar que es una cuestión de orgullo, de sentirse únicos, “soy el súper regio”. Simplemente hay que ver la actitud de “El Bronco” cuando dice que el sur del país “tiene la bendición de la naturaleza pero la desgracia de la flojera”. El futbol allá está más glorificado. Monterrey es muy raro hablando de futbol y música: los regios son muy gringos, pero tienen estos gustos por la música colombiana, vallenato; soy hincha y canto como argentino cuando voy al estadio. Es muy confuso, y creo que solo pasa allá. Los días de clásico son una locura, entre amigos casi siempre terminan en pleito.

-Tepito es sinónimo de salsa, ¿hay un espíritu-perfil del “tepiteño”? ¿Jorge Carmona, “El Lavoe de Tepito”, es su fiel representante?

En varias ocasiones me he metido al barrio bravo a conocer gente y escribir sobre ellos y dicen que muchos que son de fuera aseguran ser “tepiteños”, cuando para ellos, incluso, puede ser un gran problema. Me contaban que simplemente porque dicen que viven en la colonia Morelos o por el código postal no les dan trabajo en ningún lado. Son catalogados negativamente desde ese momento. ¿Tú qué harías? ¿Sentirías orgullo de ser tepiteño? Hay discriminación, pero se respira un orgullo barrial. Quizá tenemos ese cliché del “chaca” que vemos en la calle con motoneta y lo asociamos con un tepiteño, pero esto ya se expandió a todos los barrios. Creo que ser tepiteño es como el “Tirantes”, el bailarín que interpretó Héctor Suárez en la película “Lagunilla, mi barrio” y que se basó en ese personaje de la Morelos. Creo que él es la representación exacta del tepiteño, de la persona cábula, vago, que maneja el doble sentido, bailador.

-¿Recuerdas la primera vez que fuiste a Tepito y cómo ha cambiado a través de los años?

Tengo recuerdos muy vagos del Tepito de mi infancia. Me acuerdo una vez que andaban de moda unos tenis Nike que les decían “los de mosca”, que tenían tres balones de basquet, quería esos tenis porque todos los de la cuadra los usaban. Convencí a mi mamá y fuimos a buscarlos, pero nos tocó ver cómo estaban robando en las banquetas. Eso sí estuvo feo y por eso ya no quise volver, aunque los tenis salieron baratos, eran piratas, obviamente. En otra ocasión fuimos mis papás, mi hermana y yo, y a mis jefes les abrieron la bolsa y les robaron el aguinaldo. Fue en época navideña… Regresé porque me llamó la atención la cuestión musical que existe en el barrio, reportear el lado ameno. Se han hecho crónicas del lado oscuro, de las drogas, etc., pero quería darle a mis textos un toque más musical y fue cuando descubrí al “Lavoe de Tepito”. El barrio bravo no sólo es droga, hay cosas buenas y la gente debería interesarle esta parte positiva.

-A propósito del Festival Screamo en Alemania, ¿qué lecciones pueden aprender la banda mexica a la hora de organizar toquines?

Esos festivales son pequeños y raros. Para empezar festivales de ese tipo de música nunca han existido en México. También ese género siempre estuvo estigmatizado. Hubo una confusión por MTV y la popularidad de otras bandas que se catalogaban screamo como Silverstone, no son screamo, pero las mismas revistas y MTV las etiquetaron porque eran grupos de punk que gritaban, cuando el screamo es súper underground. Mis amigos y yo fuimos los primeros mexicanos en ir a ese festival. También comenzó la época de hacer amistades por internet, por Myspace. El screamo es algo más oscuro, yo lo catalogo como el “hardcore ñoño” o para nerds. Esa música me llevó a la literatura y a intentar escribir. Por otro lado, lo que pasa acá es que siempre se ha dicho que la escena de punk del DF, la escena de punk de Monterrey, pero cuando estás adentro, tocas y tienes amigos, entre todos nos tiramos mierda. ¿Qué le faltaría al punk de aquí? Ser más sinceros. Luego te topas con muchas etiquetas o hay que ser de cierta manera para poder encajar en círculos.

-Tu amor por la bicicleta es inevitable, ¿por qué seguir pedaleando a pesar de que tuviste un accidente muy fuerte que te provocó gastritis?

La ciudad se disfruta de otra manera andando en bicicleta. A mí me relaja mucho. Estar encerrado en casa o en una oficina es desgastante, tienes que hacer una rutina. Yo soy freelance y la mía es pedalear en la bici, sudar, cansarme, para no traer esta carga estresante. Muchos de los ciclistas hacen eso: la usan para relajarse y desconectarse de esta pinche ciudad.

Ibarra en bici.

-Quieres impulsar algún movimiento o causa como lo cuentas en la crónica “Los verdaderos Reyes Magos andan en bicicleta”?   

De hecho actualmente trabajo en TIG, que es una compañía de bicimensajería. Es lo que te mencionaba de las rutinas: lunes, miércoles y viernes trabajo con ellos, y los martes y jueves los agarro para trabajar mis textos que publico en donde se pueda. Tres días de la semana gano dinero y ando en bicicleta, conozco gente, lugares y salen historias para escribir.

-¿Cuáles son tus principales influencias literarias? ¿Sigues algún método o fórmula a la hora reportear-escribir?

La línea que trato seguir, que me atrajo de la literatura y de la crónica, es lo que escribe Kiko Amat, por el pasado que tiene en las subculturas; el güey no es académico, no terminó sus estudios, pero ha vivido mucho. Irving Welsh que habla de temas que vivió, el mismo J.M. Servín es un ejemplo a seguir. Hunter S. Thompson: no que quieras ser un drogadicto, pero sí en cuanto los trabajos interesantes que escribía. No tengo ningún método, es algo que me gustaría mejorar, tener esa vocación, quizá. Lo que refleja el libro es vivencial, un tema me lleva a otro, cierta experiencia con los amigos. Retrato a gente que no es conocida, pero tiene una historia genial, única. Mi fórmula es estar cerca de los personajes.