El Estado moderno tiene el “monopolio de la violencia”, dijo Max Weber. Por supuesto, me refiero a la violencia o a la fuerza legítimas, o puesto de otro modo, al despliegue racional de aquéllas para proteger los bienes y derechos de los ciudadanos. Tal es la fuerza que nos permite trabajar con provecho y dormir en paz, sin angustia ni sobresalto. Esto no ocurre cuando la ley penal –seguida por la “práctica”– se convierte en el “gran garrote” a la cabeza de los instrumentos de gobierno. No se puede ignorar u olvidar que el sistema penal es el instrumento más demoledor del que se vale un Estado en su confrontación con el ciudadano. Mucho cuidado, pues.

Podría multiplicar las citas que definen el papel de la ley penal en una república que predica y practica el respeto a la libertad y a los derechos de sus ciudadanos. Hace poco más de dos siglos, Manuel de Lardizábal y Uribe, jurista insigne, observó puntualmente: “Nada interesa más a una nación que el tener buenas leyes criminales, porque de ellas depende su libertad civil y en buena medida la buena constitución y seguridad del Estado”. En la misma línea, Mariano Otero –un forjador de nuestro juicio de amparo– sostuvo que la ley penal es “el fundamento y la prueba de las instituciones sociales”.

Por eso es indispensable que el Estado legisle con acierto y prudencia y garantice que la norma penal no se utilizará para oprimir o destruir la libertad y el progreso, sino para garantizarlos. Desde luego, el Estado de Derecho, propio de una sociedad democrática, no se desentiende del crimen y la inseguridad. No propone indulgencia, impunidad o disimulo con los delincuentes, pero tampoco opresión y amenaza contra los ciudadanos confiados en el imperio de la ley fincada en la razón. En esto reside la misión del legislador, del juzgador, del acusador, del policía: en fin, de todos los agentes de un “buen gobierno” que pretende servir al pueblo.

Sin embargo, en el mundo entero  –con México a bordo– se ha recurrido a lo que llamamos “populismo penal” o “demagogia penal” para ocultar los desaciertos de un gobierno y justificar sus errores y extravíos, su ignorancia e incompetencia en el combate a la criminalidad. Al amparo de esa demagogia se extrema la regulación de los delitos y de los castigos y se ofrece la paz a costa de sacrificar el derecho y la libertad. La historia universal  –de la que forma parte nuestra historia nacional–  está plagada de ejemplos sobre este empleo devastador del sistema penal.

La penalista más ilustre de Francia, Mireille Delmas-Marty, ha escrito que se halla a la vista un “derecho penal opresivo y regresivo que sacrificaría la legitimidad con el único objetivo de ser eficaz”. Ello a pesar  –agreguemos–  de que esa opresión y esa regresión no logran nunca su propósito aparente: lejos de ser eficaces para garantizar la seguridad de los ciudadanos, se vuelven contra ellos y les imponen una tiranía de la que será difícil escapar.

En nuestra sufrida república se han multiplicado las disposiciones penales amparadas por la oferta de seguridad y paz. En el curso de cinco lustros hemos llevado a la Constitución una veintena de decretos  –¡nada menos!–  de materia penal o aledaña a ésta. El resultado de este frenesí legislativo es una enorme decepción. Y a ésta sigue, como fruto de la desesperación, la sugerencia de más medidas penales: mayores en número y en gravedad. La angustia de la sociedad es mala consejera cuando se aplica al oído de legisladores impetuosos. Combatimos el fuego con fuego, sin advertir que las llamas pueden alcanzarnos.

Los errores de nuestra más reciente legislación penal –de 1996 para acá– no siempre han recibido la atención social que merecen. A veces se eleva un clamor crítico, que pronto se desvanece en el inagotable relevo cotidiano al que nos hemos acostumbrado: las pésimas noticias de hoy sustituyen a las malas noticias de ayer. Distraen nuestro interés y nos mueven a bajar la guardia cuando apenas la habíamos elevado para cuestionar o desechar medidas desacertadas. Olvidamos muy pronto, a reserva de que recuperemos la memoria al cabo de poco tiempo, cuando ya se han generado muchos daños y consumado severos retrocesos.

Vale la pena volver la mirada sobre los desaciertos que hemos alojado en nuestra Constitución y desarrollado en nuestras leyes secundarias o sugerido en proyectos que el legislador tiene en la fragua. Uno de aquéllos, fuente de consecuencias desafortunadas, es la “prisión preventiva oficiosa”. En síntesis, se trata de la automática privación de libertad de una persona sometida a un procedimiento penal, cuando aún no se ha probado la comisión del delito o la responsabilidad del sujeto al que se priva de libertad. Esta medida llegó a nuestra Constitución en 2008, incorporada por una reforma de doble signo: por una parte, democrático y progresista; por la otra, autoritario y regresivo.

Quienes se han ocupado con seriedad en el estudio de esta materia recomiendan utilizar la prisión preventiva con mesura, para evitar que el imputado evada a la justicia, impida el buen desarrollo del proceso o ponga en riesgo a las víctimas. En estos casos se justifica la privación de libertad antes de la sentencia. El autoritarismo penal –con cimiento demagógico– no se atiene a esa racionalidad. En lugar de atribuir al Ministerio Público y al juez la valoración de cada caso, en sus propios términos, multiplica los supuestos de prisión preventiva oficiosa, sin medida ni razón. Así ha ocurrido merced a una reforma constitucional extremista que se aprobó en 2019.

Otro desacierto ha sido la nueva regulación de la extinción –que es privación– de dominio, medida que también ingresó a la Constitución en 2008. Entonces se argumentó la necesidad –que es evidente– de afectar a los delincuentes en la fuente y en el destino de sus crímenes, retirándoles los medios de que se valen para cometerlos y afectando las ganancias que aquéllos generan. Por supuesto, la intención es plausible y bienvenida. Bien que se actúe en esa dirección. Empero, es necesario que las buenas intenciones corran por un cauce legítimo. No es posible  –o mejor dicho: no es aceptable– que se actúe con enorme discrecionalidad, al abrigo de discutibles procedimientos especiales, vulnerando derechos de personas inocentes y alterando las garantías naturales que inicialmente consagró nuestra Constitución.

La extinción de dominio acogida por la reforma constitucional de 2008 no rindió buenos resultados. Para alcanzarlos, en 2019 profundizamos el desacierto. En este año multiplicamos los casos en que procede la extinción, bajo  el  argumento de que no se trata de una medida penal –es decir, una pena–,sino de una medida de otra naturaleza –¿cuál?–  desvinculada de la responsabilidad penal. Esto constituye una falacia. En efecto, todos los supuestos en que procede la extinción son delictuosos. Todos, sin salvedad. Y todos se han excluido del marco penal ordinario para incorporarlos en otra vía que entraña riesgo de descarrilamiento en perjuicio de personas inocentes.

Agreguemos que la privación de dominio puede operar al inicio del procedimiento “especial”, lo que implica que se prive a un sujeto de sus bienes sin cargos formales y adecuadamente sustentados. La autoridad dispondrá de aquéllos, aplicándolos a los fines que considere adecuados. Si resulta que la desposesión no estuvo justificada, el sujeto podrá recuperar, hasta cierto punto, el valor del bien que se le quitó, esto es, “de lo perdido, lo que aparezca”.

Pueden multiplicarse los ejemplos de la desmesura penal, que pone en riesgo al Estado de Derecho y gravita sobre los ciudadanos. No dispongo del espacio necesario para llevar adelante este análisis, que he formulado con detalle en diversos foros y publicaciones. Sólo mencionaré otros casos inquietantes (esta calificación es un piadoso eufemismo).

Uno de esos casos es la “ley garrote”, que el Congreso de Tabasco asestó en fecha reciente a los habitantes de esa entidad. Se trata de un flagrante quebranto de libertades fundamentales –tránsito, expresión, manifestación–, a discreción de la autoridad que alega la buena marcha de obras o servicios. Otro caso está constituido por las copiosas reformas al Código Penal últimamente aprobadas por el Congreso de la Ciudad de México, que establecen nuevas figuras penales e incrementan desmesuradamente diversas penas, como reacción frente al auge de la inseguridad en esta ciudad. Y un caso más es el proyecto que se ha presentado ante el Senado de la República a propósito de ilícitos electorales asociados a la prisión preventiva oficiosa, cuya formulación contraviene las reglas más elementales del Derecho penal, porque se vale de “tipos penales” vagos e insostenibles.

En esas estamos. No añado a esta relación el diseño final –por ahora– y el rendimiento inicial –también por ahora– de la Guardia Nacional. Ésta es la “criatura” dilecta de la nueva etapa en el combate a la delincuencia, una criatura militar a la que se ha bautizado como civil. Es pronto para valorar ese diseño y ese rendimiento. Empero, se han encendido algunos focos rojos. Y mientras éstos se encienden hemos dejado de lado –he aquí el error más grave, que nos pasará factura– la imperiosa necesidad de rehacer la policía, la verdadera policía de prevención e investigación –no de choque– de la que pueden echar mano los ciudadanos: la policía local y municipal. Ésta dejó de figurar en las prioridades del Estado, a pesar de que constituye una piedra angular de la seguridad pública.