Mi primer dilema al abordar la “página en blanco” fue cómo desarrollar y titular este artículo. En algún momento, cinéfilo como soy, me vino a la mente el título de un filme chaplinesco, “El gran dictador”. El personaje de esa historia distrae a los espectadores con infinitas ocurrencias y despliega sus quimeras convirtiendo al mundo en un festivo balón. Pero aquel título podría ser equívoco –aunque no necesariamente erróneo– y llevarnos a una pista diferente de la que hoy quiero transitar.

Me decidí por un título menos explosivo, pero ajustado al tema que quiero abordar: “Crisis y liderazgo”. Advierto que no pretendo aventurarme en un intento de sociología política. ¡Nada más lejos de mi intención y de mi competencia! Así que vayamos sin otro temor que el que despierten los avatares que en seguida describiré.

La Academia ofrece varias acepciones de la palabra “crisis”, que vienen al caso en nuestro tiempo y en circunstancia: tiempo y circunstancia de México. Por ejemplo, “momento decisivo de un negocio grave y de consecuencias importantes”, o bien, “situación dificultosa y complicada”. Al amparo de esas voces, difícilmente podríamos negar que México atraviesa un momento y una situación de crisis. Enorme crisis, si la comparamos con otras que ha enfrentado la república y de las que tenemos experiencia o memoria.

Y la otra palabra que viene a cuentas es “liderazgo” o “liderato”. Significa “condición de líder”, es decir, calidad de “director, jefe o conductor”. ¿De qué? En este caso, de una nación que se halla en crisis y que necesita un liderazgo enérgico, eficaz, ilustrado, competente. Ese anhelado liderazgo permitiría a la nación atribulada encontrar a tiempo y con certeza el rumbo y los medios para sortear la crisis y salir con bien. Algo así como la mano y la mente de un capitán que merece la confianza de quienes han entregado su vida y sus bienes a la destreza de su mando.
Por supuesto, estamos conscientes –hasta la náusea– de los vicios y errores de anteriores navegantes, que emprendieron una mala travesía con pésimo destino. Sin embargo, los pasajeros en esta nave –la nave que hoy mismo hace su curso en medio de la tormenta– necesitan que la competencia, la lucidez y el acierto de su nuevo capitán les lleven sanos y salvos a la tierra prometida. Necesitan garantía de competencia del capitán y de supervivencia de los pasajeros. En esas estamos, angustiados, vacilantes, inciertos.

Es verdad que nosotros elegimos a ese conductor, pero también lo es que los electores miran cada vez más hacia el puente de mando y advierten que en esa tribuna suprema, donde debiera residir un liderazgo redentor, sólo proliferan las palabras y los desaciertos, o los silencios y las evasivas ominosas.

Llevamos meses padeciendo una inseguridad rampante que victima a millones de ciudadanos hundidos en el temor y asediados por el crimen. Todos los días sabemos de nuevos delitos –extraordinarios en cantidad y gravedad– que proliferan y contradicen las promesas que ofrecieron una siembra de paz. Los noticieros dan cuenta, con insólita unanimidad, de un país donde corre la sangre y naufraga el derecho. Mientras tanto, el capitán asegura que pronto habrá alivio en este frente. Empero, lo único cierto es que “no hay novedad en el frente”, para utilizar el título de otra película notable, de amarga memoria.

Hace unos días la nación entera pareció conmoverse –y en efecto se conmovió, desde la intimidad de las familias asediadas, hasta el desbordamiento en las plazas públicas– por la fuerza y la justicia de una nueva y poderosa revolución. Hablo de la revolución cultural que protagonizaron –y siguen protagonizando– las mujeres arrebatadas por la ira y la inconformidad frente a los poderes formales e informales que las han postrado.

El conductor de la nave fue convocado, en una suerte de plebiscito vociferante o silencioso a tomar su lugar en esa revolución. Pudo y debió encauzarla, como Luis XVI pudo y debió encabezar la gran Revolución. Sin embargo, no lo hizo. Confundió la enorme revolución con un transitorio motín. Imputó el alzamiento a las fuerzas oscuras de la reacción, que no lo dejan en paz. Movió la cabeza y proclamó humanismo cuando éste –el humanismo que tomaba las calles– ya había adquirido el nombre que le asignaron el tiempo y las circunstancias: feminismo.

En este momento, México padece una inmensa tribulación provocada por un virus devastador que llegó de no sé dónde y anidó entre nosotros. Es una ola que tendrá las más severas consecuencias. Crecerá –lo han dicho los expertos– hasta convertirse en un mal de enormes proporciones que segará la salud y la vida de incontables mexicanos. ¡Ojalá nos contemos entre los que “la libren”!

En esa situación –otra vertiente, ahora incendiaria, de la crisis que nos agobia–, el capitán de la nave ha elevado plegarias y agitado “estampitas”, se ha sustraído a las enormes decisiones que reclaman los acontecimientos en marcha y ha insistido en operar en innecesarias correrías políticas, cuando la nación está urgida de conductas ejemplares que marquen el camino, conforme a las circunstancias emergentes.

Por si fuera poco, nos golpea la economía, a despecho de las proclamaciones del capitán que asegura, desde el timón, “vamos bien” e “iremos mejor”. Hay con qué resistir. Sí, pero han caído las inversiones indispensables para generar empleos, que son condición para recuperar, en alguna medida, la “felicidad del pueblo”; el peso mexicano tiembla y declina, y cede el precio de nuestro petróleo, que sigue siendo factor de obras indispensables, mientras la decisión poderosa reduce a una mitad –sin freno ni explicación plausible– los fondos destinados a resolver las contingencias y avanzan a tambor batiente ciertos proyectos cuestionados que devoran recursos que la nación podría invertir con mayor fortuna.

Es verdad que estas tribulaciones tienen fuentes diversas, pero también lo es que el conductor de la nave –la nave del Estado, que no es poca cosa– ha contribuido a dividir la sociedad y sembrar la desconfianza. Mientras la crisis golpea la economía, el capitán emprende la gran rifa del avión, punto central del discurso que repica ante la república azorada. De nuevo viene a la memoria “El gran dictador”, regocijado con las piruetas del balón.

Sí, vivimos una crisis profunda que requiere medidas también profundas que restauren, paulatinamente, la salud y la esperanza. Puesto que hablamos de esperanza –que no naufraga– ¿podríamos esperar un gran golpe de timón que enfrente la crisis con lucidez, talento y voluntad de estadista, y no apenas con socorridas proclamas y manidas palabras que distribuyen las culpas entre otros y no asumen las responsabilidades propias? Ojalá que reaccione el dueño del balón y emprenda el juego que necesita el pueblo. No hay tiempo que perder.