Por Adriana Romero-Nieto

 

Es digno de notar que la campaña “Sana distancia” (o Susana Distancia, dependiendo del grado de infantilización que uno requiera), medida preventiva del COVID-19, sea hasta ahora más efectiva para combatir los tocamientos, acosos callejeros y violaciones (obvio, no refiero aquí a la violencia de género dentro del espacio del hogar) que los programas de sensibilización de género de este país. Pareciera –la esperanza muere al último– que el virus finalmente dio a los hombres la noción de que la mujer es un Otro, un Sujeto, un cuerpo ajeno al suyo que se infecta y enferma y que, ajeno a ellos, no es una extensión de sí mismos ni su posesión. Por desgracia, sabemos que dicha concientización no pasó por el tamiz del pensamiento feminista, sino de un férreo temor al contagio. Y es que tal vez ya se enteraron que la tasa de fatalidad entre personas confirmadas con dicha enfermedad es 65 por ciento más alta en los pacientes del género masculino que en las pacientes del femenino, según el Centro de Control de Enfermedades de China. Así, seguramente aterrados de que el virus maligno proveniente de oriente los asesine, los hombres ahora sí mantienen un metro y medio de separación entre cualquier mujer que se cruce en su camino; no vaya a ser que ahora ellas sean las que con un simple estornudo los lleven a una cama de hospital y, luego, a la muerte.

El virus per se no es selectivo, incluso, podríamos decir, que es ante todo igualitario. “Pandemia” procede de la voz griega pandêmon nosêma que se compone de pan (totalidad), dêmo (pueblo) y el sufijo ia (cualidad), para significar entonces “lo que afecta a toda la población”. Y fiel a la familia a la que pertenece, el COVID-19, como lo afirma Judith Butler en uno de sus más recientes artículos, publicado en el portal Verso Books: “por sí mismo no discrimina, pero los seres humanos desde luego que lo hacen, formados y animados, como somos, por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo”. Desde luego, en esta cita y en dicho texto, Butler no refiere a la estructura patriarcal, pero, como manifiesta el concepto casta sexual, acuñado en la teoría del feminismo radical, desarrollada entre 1967 y 1975: el patriarcado es un sistema de dominación sexual que es la base sobre las que se levantan las demás dominaciones, como la de clase y raza. Y, la casta sexual alude al hecho de que las mujeres comparten una experiencia común de opresión y subordinación.

 

En este sentido, si bien los recientes y novísimos estudios del COVID-19 parecen demostrar que cualquier ser humano, sin importar su género, está expuesto a él; los factores socioculturales están siendo los determinantes para que la tasa de mortalidad afecte más a los hombres –como no es sujeto de este artículo, no referiré a ellos, basta recomendar que se revisen los recientes datos revelados–. Factores que, como se sabe, son, igualmente, la causa de la incesante discriminación que sufren las mujeres y que, a su vez, influyen en la normalización del acoso sexual, de la violación y de los feminicidios. La diferencia es que las pandemias azotan de vez en cuando, atraen la atención internacional gubernamental y mediática, impactan en los presupuestos de investigación para su combate, mientras que la violencia de género, en países como el nuestro, sólo lleva a sumar cifras de cadáveres ante una indiferencia social absoluta.

La explicación tal vez esté en una de las obras centrales de la segunda ola: Contra su voluntad, de Susan Brownmiller, que hace un estudio sociológico e histórico de la violación como política patriarcal. En él se evidencia, por ejemplo, cómo en el Código Hammurabi de la Mesopotamia antigua o en pasajes de la Biblia se legitima la violación a las mujeres y cómo después, cuando ésta se tipifica en el derecho romano como un crimen, la violación es en realidad una ofensa para el pater familiae, pues la hija, esposa o hermana es considerada de su propiedad. Describe también las violaciones masivas durante la Primer y la Segunda Guerra Mundial, donde los cuerpos femeninos eran un arma de guerra. En resumen, la mujer como objeto, donde su vida sólo es significativa como moneda de cambio.

 

Por otro lado, en su afán igualitario, el virus elimina los falsos arquetipos que se tienen del cuerpo y la sexualidad de la mujer: por un lado son arpías seductoras que incitan a los hombres y, por otro, mujeres débiles y asustadas que vale la pena proteger; pues los complejiza. El cuerpo femenino, potencialmente contaminado, es a la vez peligroso y vulnerable, foco de contagio y paciente convaleciente; de modo que deja atrás el carácter unidimensional que por siglos se le ha otorgado. De igual forma, la mujer contagiada se rige, por las mismas reglas que sus connacionales hombres; si el hombre debe ser puesto en cuarentena, la mujer, en igualdad de circunstancias,  también deberá confinarse. Ambos apestados por igual. Así, ya no serán sólo ellas las que se cuiden de subirse al transporte público para salvaguardar su vida, las que miren con recelo a todo aquel que se les aproxime, las que vivan en un constante toque de queda.

El COVID-19, al ser un nuevo tipo de coronavirus, pone en jaque investigaciones de epidemiólogos y requiere su propia vacuna, y, de igual manera y sin saberlo, hecha por la borda afirmaciones absurdas como la de los biólogos Randy Thornhill y Craig T. Palmer, autores de Una historia nacional de la violación: “En todas partes, la gente entiende el sexo como algo que las mujeres tienen y los hombres quieren”, ya que si los hombres son esos animales sexuales incontrolables capaces de todo por satisfacer su libido y sólo ven a la mujer como el objeto de su deseo, deberían ser incapaces de pensarlas como sujetos que, al igual que ellos, son vulnerables al virus e incluso, como sujetos con capacidad de transmitirlo. Pero mientras el virus nos obliga a repensar una nueva forma de relacionarnos, tal vez sería bueno que, por ahora, se afirmara que todas las mujeres de este país sufren de COVID-19 para que, al momento de salir a la calle, dejen de vivir con miedo.