Nunca imaginé que en mi época –la que estoy viviendo– una pandemia le pusiera freno de mano al planeta. Lo entendería si fuera en siglos pasados y por regiones, como en su momento lo fue en Europa con la peste negra, la viruela o la influenza española; en Mesoamérica con la viruela y las enfermedades venéreas importadas; en África con el Ébola o el Sars en Asia, pero ¿a nivel global? ¡Increíble!

Lo ignominioso, sin embargo, en todos estos casos, además del sufrimiento y la pérdida de vidas, son los efectos políticos y sociales posteriores que inevitablemente acarrean estas desgracias.

Y es que está en la naturaleza humana: cuando las fuerzas de la naturaleza sencillamente desbordan toda capacidad científica y organizacional para contener su poder destructivo, sobreviene una reacción espontánea por voltear hacia la Divinidad, refugiarse en los templos y recurrir a los ministros, mecenas o líderes de cualquier cuño, en busca de verdades y revelaciones, antiguas o nuevas.

El peligro que encierran estas catástrofes es, primero, que quien más lo sufre, desde los tiempos bíblicos, son los más pobres. Ante la desgracia, el remedio de la oración, las súplicas, las penitencias, llegan a convertirse para estos grupos en verdaderos aquelarres de masas desbordadas, proceso que sigue diferentes etapas: la del miedo aterrorizante y paralizador en templos e iglesias; el ruego, el rezo y la invocación de ayuda divina; la del ofrecimiento de penitencias y sacrificios propiciatorios que llegan a ser verdaderas carnicerías que en no pocas veces acarrean la muerte del suplicante; la del afloramiento del fanatismo que, a medida que crece, inicia un desprendimiento del control de los líderes y las iglesias tradicionales, y toma vida propia, lo que a su vez genera nuevas ideas y el empoderamiento de nuevos líderes, profetas, redentores, ayatolas, “maestros”, “padres” y otros oportunistas. Es en la última etapa en donde surge la herejía, esto es, negación de las estructuras religiosas y espirituales prevalecientes y aparición de planteamientos revolucionarios, que generan sus propias interpretaciones existenciales, religiosas y político-sociales.

 

De esta manera, lo que hubo de ser en un principio un refugio temprano en las iglesias o en las sectas establecidas, desemboca en fanatismos que superan con mucho las exigencias espirituales de sus líderes o guías tradicionales, haciéndolos a éstos obsoletos y prescindibles. El paso siguiente es la proclamación de francas herejías que retan –y finalmente derrotan– los pilares espirituales, religiosos y morales de innumerables grupos  que encontraban consuelo y abrigo espiritual en “su” iglesia, a la vez que los cultos y religiones les daban un espacio y un lugar en la estructura social, que –aunque miserable y en la base de la pirámide–, les hacía llevadera su precaria vida terrenal y, lo más importante, les prometía un vida eterna, llena de gozo y felicidad.

Lo que aquí afirmo no son profecías catastróficas trasnochadas. Los ejemplos en la historia de la humanidad a lo largo de más de veinte siglos confirman el pronóstico apocalíptico que aquí describo. En la imprescindible obra de Norman Cohn, “En pos del Milenio”, describe a las claras como, desde el 1226 hasta 1349 -por citar tan sólo un período, proliferaron las sectas mendicantes, milenaristas, flagelantes y muchas más, movimientos que fueron precipitados por los estragos de la peste bubónica. “Parece cierto –nos dice Cohn– que en términos de índice de mortalidad esta plaga fue la peor catástrofe que haya sufrido Europa occidental en los últimos mil años, peor incluso que las dos guerras mundiales del siglo XX juntas.” En tan solo dos años, 1348 y 1349, se cree murió un tercio de la población europea. La misma proporción de la población indígena se estima murió en México durante la epidemia de viruela, a principios del siglo XIX, tiempo en el que el doctor Francisco Xavier Balmis trajera la vacuna a México y en el que los cadáveres se apilaban en las plazas sin poder ser sepultados. Un estribillo de la época decía:

El blanco muere rezando

el negro muere llorando

y el indio muere nomás…

Volviendo a Norma Cohn, nos dice: Una y otra vez encontramos estallidos del milenarismo que tiene como telón de fondo un desastre: las plagas que precedieron la Primer Cruzada y los movimientos flagelantes (desde el 1260 al 1400) … La mayor ola de agitación milenaria, que sacudió todos los estratos de la sociedad, se vio precipitada por el mayor desastre natural de la Edad Media, la peste negra, y también en este caso fue en los estratos inferiores donde la agitación duró más tiempo y se manifestó en forma de violencia y masacres.  En realidad, nos hace ver el autor, se trataba de gnósticos preocupados por su propia salvación; pero la gnosis a la que llegaron fue prácticamente un anarquismo místico, una total negación de cualquier tipo de límite o restricción, pudiendo ser considerados precursores de Bakunin o de Nietzche. Tal era la tradición del fanatismo apocalíptico, que una vez secularizada y renovada, fue heredada por Hitler y Stalin.

En nuestros días, mientras algunos celebraban el nuevo 2020 y se deseaban salud y felicidad, desde China se desbordaba una epidemia que hoy tiene a todo el orbe en jaque, y nuestro “tibio planeta azul”, nuestra aldea global, nuestro mundo globalizado, enfrenta una catástrofe de dimensiones apocalípticas: no se sabe cuándo tendrá fin; cuánto habrá de costar; cuántos habrán de morir; cuántas empresas y pequeños negocios habrán de desaparecer, cuántas personas quedarán sin empleo. No se sabe. Lo que sí se sabe es que los daños serán gigantescos y generalizados; también se sabe que los más afectados serán las personas y los países más pobres del planeta.

Ante el hambre, el desempleo, la quiebra de negocios, inevitablemente inspirarán corriente milenaristas, mendicantes o revolucionarias adaptadas a la época, como tantas veces ha pasado en la historia. Las creencias apocalípticas –sí; las muy antiguas corrientes religiosas, basadas en la tradición escatológica judía y en el Libro de Daniel–, adquirirán vigencia, anunciando, en la persona de oportunistas mecenas, predicadores, pastores y líderes políticos, el inicio del Milenio, en el que cabalgarán los 7 Jinetes de la Apocalipsis, pero, claro, protegidos por aquellos, se proclamarán –alguno o varios – el Anticristo y guiarán a las masas por el último tramo de mil años hacia el juicio universal.

Para evitar esta catástrofe social, moral y espiritual, tan previsible como lo está siendo la propagación del Covid-19, es vital tomar medidas tempranas para evitar “la pandemia que sigue”. Ni la una ni la otra deben prosperar, pues, a los efectos de la pandemia que estamos sufriendo, se pueden generar de manera espontánea corrientes e ideologías insospechadas, acaudilladas por los predicadores populistas y vendedores de esperanzas que, por cierto, ya asoman la cabeza en distintos países del planeta, unos por la vía dictatorial, otros por la vía democrática, de izquierda o de derecha. Pudiera no haber distingo de por dónde emergerán estos movimientos.

La solución, sin discusión alguna, será anticiparse a estos fenómenos de locura colectiva desquiciante, solidarizándose desde ya con lo que les está pasando a los más pobres, víctimas de esta crisis. Hoy mismo, están dejando de cobrar sus sueldos (en la lógica de reducir considerablemente a la mayoría de los vectores, gentes circulando) seres humanos transmisores del virus. Treinta y un millones de trabajadores independientes en México, y un estimado de seis mil millones de personas más en el planeta sufrirán las consecuencias de esta pandemia que no acabamos de dimensionar.

Es ahora cuando debemos liberar el presupuesto de inversión federal, estatal y municipal; es ahora cuando debemos reactivar la industria y el comercio generador de consumo y de empleo; es ahora, como nunca, el mejor momento para cancelar Dos Bocas, el Tren Maya y Santa Lucía; es ahora cuando debemos abrir el crédito a la micro, y pequeña empresa. En fin, hay muchas y mejores recetas para evitar los extremos del fanatismo y la herejía. Es ahora el momento de paliar la peor pandemia de todas: la de la pobreza, la ignorancia y la enfermedad.

Concluyo con una cita de Norman Cohn, tan certera como preocupante, pues su conclusión es que los fanatismos y las herejías suelen resultar de las grandes catástrofes: “Una ilimitada promesa milenarista realizada con una ilimitada convicción profética a una masa de hombres desarraigados y desesperados en el corazón de una sociedad en la que las formas tradicionales de relación se han desintegrado. Aquí, al parecer, reside la fuente del fanatismo medieval subterráneo que ha sido estudiado en este libro. Hay que añadir también que aquí reside igualmente la fuente del enorme fanatismo que en nuestros días convulsiona al mundo”.