De enemigos y de cómplices

Sin remontarnos al lejano principio de una historia que se mezcla con la religión y los mitos de “pueblo elegido”, inicio estos comentarios recordando los odios entre musulmanes y judíos, desde que la resolución 181 de Naciones Unidas, aprobó la partición de Palestina en dos Estados, uno árabe y otro judío, y el Estado de Israel declaró su independencia, el 14 de mayo de 1948, dando lugar a guerras, terrorismo y toda clase de violencias.

Las controversias entre Israel y los países musulmanes en el período que menciono, son ocasionalmente paliadas por acuerdos puntuales que el pragmatismo de Tel Aviv y de algunos de los gobiernos islámicos han alcanzado, y que llegan a hacer menos difícil y conflictiva la convivencia entre vecinos.

Pero el Medio Oriente, este Serpentario, es también escenario de controversias graves entre los mismos países musulmanes, árabes o no, en virtud de que aun profesando todos, la fe de Mahoma, interpretaciones divergentes de la religión —las de los sunitas y las de los chiitas, para hablar de las más visibles— los enfrenta.

Tales divergencias doctrinarias que, bien visto, son el camuflaje de intereses políticos y luchas de influencia y poder en la región, enfrentan a gobiernos, comunidades y líderes, unos encabezados por los sunitas de Saudi Arabia, y otros, seguidores del chiismo que lidera Irán.

El Serpentario ha sido también terreno del ejercicio de influencia y poder políticos —Soft Power y Hard Power, según la famosa clasificación de Joseph Nyede las potencias externas, de estatura y peso universal: Estados Unidos y Rusia, principalmente; y también de potencias regionales, como Turquía, aunque se trate de un país de Medio Oriente.

Hoy la región sigue siendo escenario de la guerra civil sangrienta, intermitente, desde 2011, en Siria, donde hoy Rusia e Irán —Hezbola— continúan apoyando al gobierno de Assad, mientras la opositora Coalición siria, estaría recibiendo apoyo político, logístico y militar de Estados Unidos —aunque hoy en retirada—, Gran Bretaña y Francia.

Lo que sucede en Siria es un coctel de violencia que ha incluido la lucha contra el Estado Islámico —Daech— y su eventual derrota territorial, con la importante participación de Ankara. Aunque Daech sigue presente y peligroso en las redes sociales, transmitiendo consignas de muerte que apoyan sus adeptos, entre ellos los lobos solitarios terroristas y asesinos.

 

Las alianzas

Medio Oriente es asimismo hoy, escenario de la alianza de Saudi Arabia con Estados Unidos, que se hizo agresivamente visible con la visita de Donald Trump, a Ryad, primera etapa de su primera gira internacional, en mayo de 2017, durante la cual hizo también escala en Jerusalén y en Belén.

El Reino del Desierto es hoy, pues, el aliado árabe por excelencia de Estados Unidos en Oriente Medio, lo que, al mismo tiempo, convierte a Irán en el objeto de su condena y de graves sanciones. Aunque Washington, el resto de los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania hubieran concertado con el régimen de los ayatolás un valioso pacto por el que éste renunciaba a usar la energía nuclear con fines bélicos.

Pero el pacto, que fue un éxito de Obama, aunque lo fuera también de Irán y del resto de los gobiernos firmantes, era inaceptable para un personaje perverso e infantil como Trump, que odia a su antecesor.

En este contexto de alianzas y condenas en el Medio Oriente tuvo lugar un largo y accidentado proceso de elecciones en Israel cuyo protagonista principal es Benjamín Netanyahu, primer ministro desde 2009, quien se presentaba como candidato a una reelección más —el personaje ya había sido primer ministro de 1993 a 1996—.

En este proceso electoral se ha inmiscuido el mandatario estadounidense para favorecer a su “amigo” Netanyahu, en primer lugar, declarando, tres semanas antes de la primera de las turbulentas elecciones, en abril de 2019, que los Estados Unidos reconocían la anexión que hizo Israel de los Altos del Golán; anexión que, subrayo, viola resoluciones de Naciones Unidas y el derecho internacional.

Ya antes de esta declaración, las excelentes relaciones entre ambos personajes produjeron, a fines de 2017, al anuncio que hizo Trump de que Estados Unidos reconocía oficialmente a Jerusalén como capital de Israel, lo que también contraviene la legislación internacional y todas las resoluciones sobre el tema emitidas por el Consejo de Seguridad de la ONU. Además de que ofende a cristianos, musulmanes y judíos para quienes esta Ciudad Santa para las tres religiones, no puede ser secuestrada por un Estado.

Pero la generosidad del neoyorkino no se agotó con tan importantes declaraciones, en nombre de Estados Unidos, sino que hizo a su “amigo” un obsequio aún de mayor importancia e impacto: un plan de paz, el llamado “Acuerdo del Siglo”, para “resolver en definitiva el conflicto palestino – israelí,” que fue elaborado por Jared Kushner, yerno de Trump, el ex abogado del mandatario, Jason Greenblatt, y el embajador estadounidense ante Israel, David Friedman, “tres judíos muy religiosos y cercanos a Netanyahu”.

El proyecto trata de venderse con el señuelo de prometer a palestinos y a los vecinos árabes de Israel y Gaza y Cisjordania: libaneses, jordanos y egipcios, inversiones de 50 mil millones de dólares; la creación de un millón de empleos, multiplicar por dos el PIB palestino y reducir a la mitad la pobreza en Gaza y Cisjordania.

El “Acuerdo del Siglo” prevé, además, el establecimiento de un nuevo “Estado”, llamado Nueva Palestina, que encierra una burda trampa porque se trata de un territorio sin soberanía, un bantustán de Israel, que entierra definitivamente la solución de dos Estados, Israel y Palestina, viviendo en paz y seguridad, conforme a las resoluciones de las Naciones Unidas y al derecho internacional; y que cuenta con el apoyo de la inmensa mayoría de Estados del mundo.

En las reuniones que se organizaron con el nombre de Paz para la Prosperidad, el 25 y 26 de junio de 2019 en Bahréin, Kushner, el yerno de Trump, presentó el mencionado “Acuerdo del Siglo” a los aliados árabes de Washington. La presentación, sin embargo, fue deslucida, porque, salvo en el caso del país anfitrión y de Arabia Saudita, los representantes de Emiratos Árabes Unidos, Egipto, Jordania, Marruecos y Qatar, que asistieron, no fueron del nivel que se esperaba.

El 27 de enero de este año, el “Acuerdo” fue presentado por Trump, en Washington, a Netanyahu, y también a Benny Gantz, su rival en las elecciones y hoy su aliado en el gobierno de Gran Coalición que ambos pactaron y está iniciando.

La fecha de la presentación se hizo coincidir, en perversa y torpe demagogia, con el 75 aniversario de la liberación, por el Ejército Rojo, del campo de exterminio de Auschwitz. Torpe demagogia porque ha dado lugar a que analistas destacados afirmen que los palestinos son “las víctimas últimas del holocausto”. Ello independientemente de que la elección de la fecha, no contribuyó a dar impacto alguno al evento.

Muy en el estilo de Trump y de Netanyahu, el pacto se dio a la publicidad, tramposamente, en un momento en el que el estadounidense enfrentaba el impeachment por las presiones a las que sometió a Ucrania para que investigara a su rival demócrata Joe Biden; y cuando pesaba sobre Netanyahu la amenaza de juicio por fraude, abuso de confianza y soborno, con lo que enfrentaba el riesgo de no ser reelegido.

Como hoy sabemos, logró la reelección, pero sigue enfrentando el juicio.

 

Alianzas impías

La presentación, en enero, del “Acuerdo del Siglo” ha dado lugar, como era de esperarse, a pronunciamientos del Secretario General de la ONU, en el sentido de que la comunidad internacional no puede avalar un plan que viola todas las resoluciones de Naciones Unidas. Turquía e Irán lo han rechazado con firmeza; y, por supuesto, el presidente palestino Mahmud Abás también ha expresado su violenta condena a una propuesta que pretendiendo resolver, en definitiva, las controversias en materia territorial entre israelíes y palestinos, se elaboró sin participación alguna de la parte palestina. A sus espaldas.

Entre los países árabes, sin embargo, mientras la Liga Árabe —sus 22 miembros— reunida, de urgencia, el 1º de febrero en El Cairo, calificaba al Acuerdo del Siglo de “injusto”, que “no respeta los derechos fundamentales del pueblo palestino”, más de un gobierno árabe llegó a decir que la iniciativa de Trump “merece estudiarse”, y que “podría ser un buen punto de partida para relanzar las negociaciones Israel – Palestina, dentro de un marco internacional liderado por Estados Unidos” (sic).

Egipto, Jordania y los países del Golfo estarían alineándose con Israel y con Trump, apoyando un plan que, a decir de analistas tanto árabes como occidentales, es el de “un empresario inmobiliario y se parece a una compra de territorio: el presidente de EE.UU. actuando de agente para Israel y la casa real saudí, de entidad financiera.”

Pero la alianza por excelencia, que Trump apadrinaría con gusto, es la de Saudi Arabia con Israel, que hoy sería la alianza de dos personajes deleznables: el príncipe heredero de la corona saudí, Mohammed ben Salmane, ambicioso, brutal, inexperto, que se sirve para sus sueños faraónicos de los recursos de un país riquísimo.

MBS, como se le llama, es responsable de una guerra sin fin en Yemen, que ha provocando una de las más graves crisis humanitarias del mundo; llegó a secuestrar a un primer ministro libanés, ordenó el asesinato brutal del periodista Jamal Khashoggi y tiene en prisión, sujetos a tortura, a decenas de personas, entre políticos, periodistas, activistas —como Loujain al-Hathloul, feminista destacada—.

En cuanto al primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, contraparte de MBS en esta alianza impía, es un halcón del sionismo, con una negra historia. En 1993, a la cabeza de Likud, el gran partido de derecha, criticó con ferocidad al primer ministro Yitzhak Rabin que negociaba el proceso de paz con los palestinos que culminó con la firma de los acuerdos de Oslo; y sus ataques virulentos al premier duraron hasta que este fue asesinado. Por esta razón Netanyahu fue acusado de alimentar el odio que produjo el crimen.

Hijo de uno de los teóricos más fervientes del llamado “sionismo revisionista”, cree, con él que “Palestina por entero pertenece al pueblo de Israel, y solo a él”. Por eso no es extraño que, en 1996, ya primer ministro declare, contra los acuerdos de Oslo: “No a la restitución de tierras, no a la autodeterminación del pueblo palestino, no, por consiguiente, al advenimiento de su Estado, no a la negociación del estatuto de Jerusalén, no a la restitución del Golán”.

Por eso tampoco es extraño que este domingo 17 de mayo, ya aprobado su nuevo gobierno por el parlamento, hubiera confirmado su intención de anexarse una parte de Cisjordania: “la verdad —dijo— es que los cientos de miles de residentes en Judea-Samaria (como llaman las autoridades israelíes a Cisjordania) seguirán siempre en su tierra, independientemente del acuerdo de paz que se firme. Ha llegado el día de escribir un nuevo capítulo, glorioso, en la historia del sionismo.”

Este halcón que inicia un nuevo mandato como primer ministro tendría, con el apoyo que requiriera de MBS y Saudi Arabia, sin contar con la solidaridad —o en todo caso con la débil solidaridad— del resto de los gobiernos árabes, y con el aval de Trump, todos los elementos para enterrar la tesis de Israel y Palestina conviviendo como dos Estados en paz y seguridad. Y para apropiarse de los territorios donde se asientan las colonias de Cisjordania y el Valle del Jordán, aislando a los palestinos en una suerte de apartheid.

Ello a pesar de los airados reclamos de la Autoridad Palestina, cuyo presidente, Mahmud Abas, ha anunciado que suspende la cooperación en materia de seguridad con el Estado hebreo. Aunque no ha tomado aún la grave decisión de no reconocer a Israel.

Pero la historia no termina

Ante la intención de Netanyahu primer ministro —con el aval de su socio en el gobierno, Benny Gantz— de despojar al pueblo palestino de sus tierras que deberían constituir su Estado, y de violar gravemente, con ello, las resoluciones de las Naciones Unidas —vale decir, de la comunidad internacional—, así como el derecho internacional, es de preguntarse si habrá reacciones.

De la Unión Europea, en primer término: ¿Como las impuestas a Rusia cuando se apropió de Crimea?, ¿con el reconocimiento diplomático a Palestina, como lo han hecho 137 países en el mundo?, ¿la revisión de las condiciones de acceso de Israel a programas de la Unión Europea como Erasmus?, ¿el re-etiquetado de productos fabricados en las colonias israelíes de Cisjordania? Aunque de momento nada se ha decidido porque nada del Acuerdo del Siglo se ha concretado.

Respecto a Estados Unidos, y también a Saudi Arabia, hay informaciones que provocan dudas sobre la viabilidad de echar a andar el proyecto de Netanyahu y su gobierno, de anexarse la parte de Cisjordania donde se asientan colonias judías, y el Valle del Jordán. Porque las declaraciones de Mike Pompeo, el secretario de Estado de Trump, durante una visita fugaz a Israel, este 13 de mayo, dieron a entender que la anexión —que habría validado el “Acuerdo del siglo”— no es prioridad, “no es una cuestión de vida o muerte” para Washington.

Los expertos opinan sobre el particular, que, ante la epidemia del coronavirus y la crisis económica, que amenazan la reelección de Trump, no ha parecido prudente al presidente y sus consejeros abrir otro frente de controversias. Respecto al apoyo de Saudi Arabia al plan, experto igualmente, estiman que Ryad no está probablemente dispuesto a distanciarse de otros Estados árabes y que Israel tampoco presionaría al Reino para obtener ese apoyo.

Lo más importante, en todo caso, será seguir el proceso al que se estaría sometiendo a Netanyahu, acusado de fraude, abuso de poder y soborno. Aunque hoy por hoy el premier, sus ministros y sus enfebrecidos seguidores afirmen que el juicio al que se le quiere someter es un complot contra la derecha y presenten al premier como un moderno Dreyfus (el oficial francés de origen judío, acusado de espionaje y sentenciado injustamente en 1894).

En todo caso, como los tribunales israelíes han dado pruebas de imparcialidad y justicia al juzgar a otros políticos: al ex presidente Moshe Katsav lo condenaron en 2010 por violación y agresiones sexuales; y al ex premier Ehud Olmert por corrupción inmobiliaria en 2016, es de preverse que juzguen con la misma imparcialidad a Netanyahi.

Como puede verse, el epílogo, por ahora, es que la anexión de territorios palestinos que el primer ministro pensaba llevar a cabo el 1º de julio próximo, tendrá que esperar para un futuro más lejano, o para nunca.