Abro el diario “El Universal” del 27 de septiembre y encuentro un desplegado con un título rotundo: “Sí por México alerta: A 200 años de la Independencia, nuestra democracia peligra”. En este desplegado aparecen, para lección y sugerencia, expresiones de celebración y palabras de alarma. Aquéllas, por los doscientos años cumplidos a partir de la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México: quince mil hombres de infantería y caballería, que apoyaban con el poder de las armas la fuerza de las razones de una república emergente. Y las palabras de cautela, advertencias sobre lo que hoy está a la vista y pudiera descarrilar la marcha de México. ¿Cómo estamos, a dos siglos de aquel movimiento poderoso, colmado de esperanza?

En 1821, México surgía entre los Estados libres y soberanos, bajo un lema moral y político que figuró a lo largo del siglo XIX y hoy se recoge en el desplegado al que me he referido: la felicidad del pueblo es el fin del buen gobierno. Y el sustento de esa felicidad se halla en el reconocimiento y la práctica de los derechos fundamentales de los seres humanos. El catálogo de esos derechos era reducido cuando México emergió como república independiente: libertad, igualdad, seguridad y propiedad. Hoy, al amparo de una Constitución reformada y de tratados internacionales que comprometen al Estado mexicano, el estatuto de los seres humanos acoge centenares de derechos cuya preservación garantiza vida y calidad de vida a todas las personas.

En 1821, México poseía un inmenso territorio y contaba con una pequeña población, agobiada por severas enfermedades sociales: desigualdad abismal  (que percibió el barón de Humboldt: “no he visto mayor desigualdad en ningún otro país”),  analfabetismo, insalubridad  (que había diezmado a la población a lo largo de la Colonia y en las horas de la insurgencia), pavorosa inseguridad en las ciudades y en el campo (infestadas de criminales). La elite de ese tiempo soñaba en establecer aquí una sociedad bien dotada, libre de ataduras, laboriosa y progresista. Sin embargo, las circunstancias de la república emergente no favorecían la implantación de ese sueño: muchos factores militaban en contra. Entre ellos, la discordia política y la ambición de compatriotas abrigados por el poder y la codicia. La sociedad de entonces, formalmente apaciguada, se hallaba en pie de guerra. Subsistieron los conflictos, que debilitaron a la república naciente, sometida a la rapiña de un vecino poderoso y a la opresión de mexicanos muy distantes de hacer suyos los ideales que presidieron la gesta insurgente.

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Llegarían otros vendavales a batir el mundo mexicano: guerras civiles, movimientos encontrados, encono social, soberbia y saqueo. Sin embargo, muchos ciudadanos resolvieron sacar a la Patria adelante, erigieron instituciones y libraron batallas para hacer posible una nueva insurgencia. Al cabo del siglo XIX, una dictadura imperiosa y arrogante había sumido a la nación, de nuevo, en la discordia y la injusticia. Llegó otro viento huracanado: la Revolución Mexicana, el movimiento más popular en la historia de México  —dijo Octavio Paz—  para reanimar la causa de la  libertad y, sobre todo, de la justicia.

Estamos en el año 2021, venciendo numerosas tribulaciones y enfrentando otras, que nos agobian. Hace poco tiempo reanimamos la esperanza y abrimos un nuevo capítulo de la historia. Creímos que habría, por fin, respeto y garantía para los derechos humanos. Consideramos que podríamos consolidar las instituciones republicanas. Supusimos que nunca más se desbordaría el poder sobre los derechos y las libertades de los ciudadanos. Proclamamos la renovación de la democracia, instalada en valores y principios vigorosos y perdurables. Nos prometimos dar los pasos para que la felicidad del pueblo fuese, en efecto, el fin y la tarea de un buen gobierno.

Y al cabo de estas ilusiones, que entrañan expectativas legítimas y practicables, advertimos que la república celebrante del Ejército Trigarante se halla atrapada una vez más por la concentración del poder, la decadencia de muchas instituciones, la fragilidad de la democracia, el incumplimiento de las promesas políticas, el avance de la pobreza, la división entre sectores de la sociedad que debieran militar unidos. Las convocatorias que hoy reciben los mexicanos no honran los ideales de los antiguos insurgentes. No recogen el ánimo de paz y progreso que éstos anhelaron. No ofrecen soluciones profundas y duraderas a los graves problemas nacionales. En la realidad campean, bajo nuevos modelos, viejos males que no ceden: de nuevo desigualdad, pobreza, insalubridad, discordia.

Esto salta a la vista y alimenta el insomnio de numerosos mexicanos. Lo dice el desplegado que invoqué al inicio de esta nota. Advierte que la democracia peligra, y proclama que “en días recientes el Gobierno Mexicano y su partido han descubierto su verdadero carácter autoritario, antidemocrático y antilibertario”. Previenen sobre la “intención de promover un proyecto político transexenal de represión y opresión política, de destrucción económica y tolerante al crimen organizado”. Y la declaración culmina con una advertencia sombría: “Hoy México enfrenta el reto histórico de definir su futuro a favor de la democracia y las libertades o caer en el populismo y la dictadura”.

Grave dilema el que plantean los autores del desplegado, que se identifican bajo un signo afirmativoi “Sí por México”. Haremos bien los ciudadanos en revisar, una vez que transcurra la fiesta por el triunfo del Ejército Trigarante, hace doscientos años, si los conceptos que proclama el desplegado corresponden a la situación que prevalece doscientos años después. De ser así, habrá que elevar la voz tan alto como se pueda para urgir a un cambio de rumbo que de verdad comprometa al gobierno en turno con la felicidad del pueblo.