Hemos celebrado la Nochebuena y nos preparamos para recibir el año 2022 —tan incierto— con fiestas que no cesan. Continuarán mientras los Reyes Magos avanzan sobre cabalgaduras colmadas de regalos. Y así hasta la Candelaria, final de una larga travesía. No nos ha detenido, ni podría, la pandemia que crece con nuevas variantes, ni nos han abatido los percances de la economía, que no amainan, ni las amenazas de la violencia, que se multiplican.
Festivos, como somos, y carentes de conducción adecuada, como estamos, tenemos en estas fiestas una salida a los problemas que nos agobian y una puerta de acceso a la esperanza que necesitamos. El Zócalo se ha poblado con millares de festejantes que olvidan los riesgos de contagio y no naufragan en el recuerdo de los males que pasaron ni en el temor de los que se avecinan. El gobierno, ingenioso y experto (en estos lances), ha sabido desviar la atención del pueblo hacia todo género de espectáculos, unos naturales, otros provocados.
Últimamente he recordado en otra crónica que en los días navideños de un tiempo muy lejano los niños y sus acompañantes mayores disfrutaban con la estampa bienhechora de un inmenso Santa Claus apostado tras la vitrina de la tienda Sears, ubicada en la avenida Insurgentes. Ese Santa, rubicundo personaje de feria, reposaba su peso en una silla poderosa, se agitaba de lado a lado, levantando los brazos, y lanzaba sonoras carcajadas. Por ahí pasaban millares de feligreses del buen Santa de feria. Así corrían las horas.
Ese Santa Claus de Sears reía sin término, merced a la cuerda que lo mantenía jocundo. Con sus ojillos de vidrio miraba al público festivo. La muchedumbre infantil, boquiabierta, jubilosa, reía con el buen Santa y aplaudía sin descanso. Los espectadores no entendían nada del mecanismo que impulsaba al personaje animado, pero suponían que esos achaques de alegría anunciaban la inminencia de amables regalos navideños. Con eso bastaba.
Los supervivientes de aquel público absorto, que ya no son muchos, evocan con nostalgia del Santa Claus de Sears. De cuando en cuando pasan por la esquina donde se hallaba aquella tienda e informan a los niños: “Ahí estaba. ¡Ojalá tuviéramos otro personaje como aquél, que animó la Navidad del pueblo”!
Bien está que recordemos con agrado, pero no debemos caer en la nostalgia como si no contásemos ahora mismo con un sustituto eficaz (y no se si decir moderno) del Santa de Sears, que también ríe, ríe, ríe, sin desmayo ni fatiga, movido por una cuerda infinita que lo mantiene en el escenario y alimenta su alegría. Con ella mantiene en vigilia a la muchedumbre, pendiente de los regalos que vendrán al cabo de las carcajadas. Este Santa Claus responde a una cuerda diferente, acaso más fuerte y constante que su antecesor en la Navidad de otro tiempo. Desde sus ojos muy despiertos, ríe de quienes lo contemplan.
Ya no estamos frente a la vitrina de Sears. Hoy tenemos otra para aventuras y propaganda. Ahora la República cuenta con una vitrina sin límites que se abre cada mañana y se dispersa con insólita prestancia por todos los rincones de la Patria. Las risas del personaje en esta vitrina de la República proclaman las historias y anuncian los regalos que el nuevo Santa, ocurrente y generoso, distribuye entre sus seguidores. Y la mirada sigue fija en los espectadores que alimentan, sin quererlo, la risa del personaje.
Es verdad que muchos compatriotas, atentos al espectáculo cotidiano, miran con preocupación la enorme distancia que media entre las alegres proclamas y las duras realidades. Sin embargo, los feligreses del buen Santa contemporáneo no han perdido la esperanza de que en algún momento las risas desciendan de la vitrina republicana e iluminen la realidad sombría. Ha pasado muchas veces. ¿Por qué no ahora mismo?
Estos feligreses del poderoso Santa observan que entre las sonoras carcajadas y los remedios para los males que nos agobian (y que tan vez no son tantos ni tan graves) sólo hay una pequeña distancia que Santa podrá cubrir de un salto. Lo hará cuando menos lo imaginemos. Por lo pronto, ya tiene respuesta para cada duda, cada recelo, cada inquietud que pudieran surgir entre los feligreses que aguardan con fervorosa confianza. No importa que el dadivoso Santa padezca una ignorancia enciclopédica sobre el mundo que habita y las posibilidades a su alcance. Tampoco interesa que el motor de su cuerda resida en un profundo abismo colmado de aversiones y resentimientos.
Si alguien plantea, en un murmullo sigiloso, los tropiezos de la salud ante carencias frecuentes, que no ceden, el buen Santa responde con una carcajada. Ríe de nuevo, como sólo él saba hacerlo, mientras agita los brazos y recarga la cuerda antes de que el murmullo cunda: “Lo que antes pasaba, ya no pasa. En realidad, no pasa nada”. Y los espectadores le otorgan un voto de confianza, y lo acompañan en su risa a carcajadas.
Otro se atreve, en un susurro, a referir los horrores de la violencia que lo obligó a dejar su pueblo, abandonando la casa de sus mayores. Pero Santa, que adivina la queja, lanza la risa bienhechora y asegura: “Aquí no pasa nada. Lo que antes ocurría no sucede ahora”. El público secunda el hallazgo de Santa con una risa general y terminante. Y Santa, que mira a su público, ríe con estrépito.
Algún feligrés, entre los escépticos, ensaya al oído de un vecino: “Pero yo perdí mi trabajo y mis hijos dejaron la escuela”. Y Santa, clarividente, sorprende al quejoso con una gran carcajada que asegura a la muchedumbre: “Aquí no pasa nada. Estamos mejor que nunca”.
Los mexicanos celebramos con alegría la Nochebuena y nos aprestamos al regocijo del nuevo año. Los compatriotas de ayer recuerdan al Santa Claus de la tienda Sears, cuya cuerda finalmente se agotó al cabo de tantas carcajadas. Nos dejó desamparados por algún tiempo. No mucho, por cierto: sólo el que transcurrió hasta la llegada de otro personaje jocundo cargado con un baúl de promesas que proclama con sonoras carcajadas (o al menos con ligeras sonrisas).
El buen Santa de nuestro tiempo ya no se instala en el aparador de una tienda de moda. Su tribuna es el gran escenario de la República. Desde ahí lanza al viento las promesas, anuncia los regalos y suelta la risa que mantiene atenta a una gran audiencia. Santa ríe, ríe sin descanso. Le divierte la muchedumbre. Ésta, que aguarda el cumplimiento de las promesas, espera sonriente. Y seguirá esperando, mientras llega la hora de la desesperanza. Cuando ésta llegue ¿habrá otro Santa de repuesto?

