En octubre pasado fue concedido el Premio Nobel de Literatura a Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, Tanzania, 20 de diciembre de 1948), un autor casi desconocido en castellano, que vive en Inglaterra hace más de cincuenta años. Ahí se doctoró en letras, fue profesor, y jubilado desde 1917. Es autor de ensayos, cuentos y una docena de novelas, la más conocida, Paraíso, llegó recientemente a las mesas de novedades mexicanas con el sello editorial de Salamandra (traducción de Sofía Noguera Mendía). Transcribo las primeras líneas.

“Empecemos por el niño. Se llamaba Yusuf, y cuando tenía doce años tuvo que abandonar su hogar de manera repentina. Recordaba que era época de sequía y que cada día era igual al anterior. Las flores morían apenas brotaban. Extraños insectos salían de debajo de las piedras para retorcerse hasta morir bajo la luz abrasadora. El sol hacía que los árboles lejanos temblasen en el aire y que las casas se estremecieran y jadearan con dificultad. Con cada pisada una nube de polvo se elevaba, y una quietud agobiante se cernía sobre las horas de más calor. Momentos precisos como éstos acudían a su memoria cuando menos se lo esperaba.

“En aquella época vio a dos europeos en el andén. Eran los primeros que veía en su vida, pero aún así no se asustó, por lo menos al principio. Iba a menudo a la estación para ver la entrada de los trenes, estruendosos y llenos de gracia, y luego esperaba hasta que volvían a ponerse en movimiento bajo las órdenes que el ceñudo guardavía indio impartía valiéndose de un banderín y un silbato. En ocasiones, Yusuf esperaba durante horas la llegada de un tren. Los dos europeos también esperaban, de pie bajo un toldo con el equipaje y otros enseres voluminosos apilados con esmero a corta distancia. El hombre era corpulento, y tan alto que tenía que agachar la cabeza para no tocar el toldo bajo el cual se protegía del sol. La mujer, cuyo resplandeciente rostro aparecía parcialmente oscurecido por dos sombreros, estaba un poco detrás de él, en la sombra. Llevaba una blusa blanca con volantes abotonada en el cuello y las muñecas y una falda larga que le rozaba los zapatos. También era grande y alta, pero de manera diferente. Mientras ella daba la impresión de estar hecha de alguna materia maleable, como si fuese susceptible de adquirir otra forma, él parecía haber sido tallado de un solo trozo de madera. Miraban en distintas direcciones como si no se conocieran. Yusuf observó que la mujer se pasaba el pañuelo por los labios y, con toda naturalidad, se quitaba trocitos de piel seca. El hombre tenía manchas rojas en la cara y, mientras sus ojos recorrían lentamente el atiborrado y reducido paisaje de la estación, abarcando los cerrados almacenes de madera y la enorme bandera amarilla con el dibujo de un brillante pájaro negro, Yusuf tuvo ocasión de estudiarlo detenidamente. Entonces se volvió y advirtió que Yosuf lo miraba. El hombre primero apartó la vista, pero luego se volvió hacia él y lo observó por un buen rato. Yusuf no podía dejar de mirarlo. De pronto, el hombre dejó escapar un involuntario gruñido, mostró los dientes y dobló los dedos de un modo inexplicable. El muchacho captó la advertencia y se alejó sin dejar de murmurar las palabras que le habían enseñado a decir cuando precisaba de la repentina e inesperada ayuda de Dios”.

 

Novedades en la mesa

Tres amigos se reencuentran en Cuernavaca en El baile y el incendio de Daniel Saldaña París (Anagrama), finalista del Premio Herralde de Novela.

 

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