Se ha dicho que el crimen no desaparecerá de la Tierra. Nos seguirá, perseverante, como la sombra al cuerpo. Es ilusión creer que podremos erradicarlo de plano y arraigar, sin salvedad, el imperio de la paz y la razón. Los criminólogos se han referido a la persistencia y evolución del delito, que adopta nuevas formas al paso en que avanza el desarrollo social. Existe un desenvolvimiento delictivo que se vale de los mismos elementos que incorpora la sociedad en sus procesos legítimos: ciencia y tecnología, comunicación y movilidad al servicio de los procesos plausibles, pero también de los procesos criminales. De ahí que esos analistas hayan planteado ciertas reglas de la evolución criminal, que los gobiernos debieran conocer y atender para moderar la violencia y atajar la delincuencia.

En varias ocasiones me he ocupado, merced a la hospitalidad de Siempre, de la violencia que cunde en nuestro país hasta extremos que hace poco tiempo parecieron inimaginables. El hecho de que hayamos denunciado con frecuencia esta ola criminal no implica que abandonemos el tema y migremos a otras cuestiones que también afectan a los mexicanos, dolidos por la multiplicación de los problemas, la escasez de las verdaderas soluciones y los desaciertos, errores y tropiezos en la conducción civil y política. Por el contrario: es preciso abundar en la reflexión sobre la criminalidad y la violencia para incorporar a la sociedad —alarmada y victimada— en el conocimiento de este tema, sus raíces, expresiones y características. Es menester que esa sociedad eleve la voz, hasta coincidir en un clamor exigente y decisivo. Es necesario hacerlo, para que las autoridades escuchen lo que hoy no oyen y miren lo que hoy no observan. Es indispensable que abran los oídos sordos y dirijan la mirada escasa hacia este problema que reclama —pero no recibe— soluciones urgentes y suficientes.

Invoco (hay que hacerlo sin descanso, mientras llegan la atención y las soluciones que se nos han negado) ciertas propuestas históricas y señalamientos recientes. Un documento hindú más que milenario, las Leyes de Manú (mil trescientos años A.C.) previno con expresión lapidaria que el monarca que en sus relaciones no se ciñe a la justicia o que deja de sancionar a los criminales va irremisiblemente al infierno (Libro VIII, 127-128). Recordemos y reproduzcamos esta expresión lapidaria. Y agreguemos la esperanza de que el monarca omiso (y sus vástagos de nuestros días) vayan con toda certeza al infierno que merecen, sin arrastrar en el descenso a sus inocentes gobernados. Pero los ciudadanos padecen hoy el castigo que previno aquel código hindú, aunque no sean culpables de los errores y las claudicaciones de sus gobernantes.

En cuanto a las características de la violencia que impera en la ciudad y en el campo, sin remedio ni medida, vale observar que además de multiplicarse a discreción, ha implantado métodos de crueldad inaudita. Diezma los pueblos y aterroriza a sus habitantes (pero se dice, con gran cautela, que todavía no nos ha alcanzado el terrorismo), obligados a la resignación o al éxodo en dolorosos desplazamientos que proliferan en México. Hace tiempo leí una novela de Mario Vargas Llosa titulada “Lituma en Los Andes”, que describía la violencia desplegada sobre algunas regiones del Perú, con rasgos extraordinarios. Esa violencia revelaba   —dijo Vargas Llosa—la presencia de “viejos demonios enterrados que de pronto resucitan (…) violencia empozada en el fondo de la psiquis colectiva (…) la razón puede ser completamente erradicada y sustituida por la irracionalidad, por las pasiones, por los instintos”. ¿Acaso no son aplicables estas expresiones a la realidad que cada día se extiende en nuestro país, con rasgos que recuerdan las palabras del Nobel peruano?

Puestos en este camino de evocaciones y afirmaciones, recordemos las palabras de Carlos Marx y Federico Engels en el “Manifiesto del Partido Comunista” (1847): un fantasma recorre el mundo; es el fantasma del comunismo, que alarma a las naciones y pone en pie de guerra a sus gobiernos. Hoy el fantasma es otro: quienes recorren los caminos de México, sin freno que los detenga, son el crimen y la violencia, que deben ser recibidos —asegura nuestro caudillo—- con abrazos y recomendaciones benévolas dirigidas a las madres y abuelas de los criminales.  A la sombra de estos acontecimientos recogidos en los números terribles que muestran las propias fuentes oficiales, es evidente que la criminalidad suscita una renovada angustia social. Es indispensable que ocupe, como “gran problema de la nación”, todos los foros de la deliberación política. Y más todavía: el tema debe ingresar de veras al terreno de las políticas públicas, que en este ámbito se han mostrado elusivas, erróneas e ineficaces para garantizar la vida de los mexicanos y la paz de la nación.

El Estado tiene, desde su origen y conforme a su naturaleza y destino, ciertos deberes primordiales. A la cabeza se halla la tutela de los más elevados bienes de los ciudadanos. En el catálogo se encuentran, ante todo, la integridad personal y la vida. El 14 de noviembre de 2018, el equipo que estaba a punto de asumir (alborozado) el gobierno de la República emitió un Plan Nacional de Paz y Seguridad. Este documento proclamó ciertos compromisos (que no se han cumplido) y determinado diagnóstico (que no se ha corregido). Veamos. El Plan de marras ratificó (con lenguaje que recuerda las ideas contractualistas del siglo XVIII) que “la seguridad de la gente es un factor esencial del bienestar y la razón primordial de la existencia del poder público: el pacto básico entre éste y la población consiste en que la segunda delega su seguridad en autoridades constituidas, las cuales adquieren el compromiso de garantizar la vida, la integridad física y el patrimonio de los individuos”. A estas alturas, más de tres años después de la proclamación del Plan, ¿qué ha sido del cumplimiento de ese compromiso? ¿Se ha quebrantado el pacto básico entre el gobierno y la sociedad? ¿Ha sido, en definitiva, un Plan fallido en perjuicio de los ciudadanos que aguardaban su puntual cumplimiento?

Por supuesto, el Plan reveló (por si hiciera falta) la situación que heredaba el inminente gobierno emanado de las urnas abastecidas en 2018: “El próximo gobierno —se dijo— recibirá una seguridad en ruinas y un país convertido en panteón. Los índices de violencia y las cifras de asesinatos ubican a nuestro país en niveles históricos de criminalidad y entre los países más inseguros del mundo”. A más de tres años de ese diagnóstico, que se prometió corregir, ¿qué ha ocurrido con esas ruinas y ese panteón? ¿Han desaparecido o se han extendido? ¿No figura México entre los países rezagados en materia de seguridad, según los indicadores internacionales que delatan la caída de nuestro país en los índices del Estado de Derecho?

En contraste con las ofertas que persuadieron a muchos votantes de 2018 (hoy ciudadanos arrepentidos que dilapidaron su sufragio y su esperanza) observamos un paisaje agravado en el ámbito de la seguridad y la violencia. Los delitos han aumentado y su gravedad ha crecido. Cada día nos enteramos de la suplantación del Estado por bandas criminales, que amenazan a los habitantes de numerosas regiones. Sabemos de secuestros, extorsiones, despojos, fusilamientos. Y no proliferan las medidas de corrección y recuperación de la paz perdida. Se habla de una estrategia para combatir el crimen, pero los analistas de este tema (y con ellos, millones de ciudadanos, desvalidos y atemorizados) no ven otra cosa que sombras donde debiera haber luz y abandono donde debiera abundar la presencia bienhechora del Estado, si recordamos que  —como se dijo en el Plan de 2018—  “el pacto básico entre el gobierno y la población consiste en que la segunda delega su seguridad en autoridades constituidas, las cuales adquieren el compromiso de garantizar la vida, la integridad física y el patrimonio de los individuos”. Levantemos de nuevo esta bandera, tan alto como sea posible, para que los ojos del gobierno lean de nuevo sus promesas y hagan honor a la palabra empeñada.