La majadera impunidad promovida por el presidente López Obrador es la responsable del asesinato de dos jesuitas y de un civil en la Sierra Tarahumara.

Javier Ávila, líder de la comunidad jesuita en Cerocahui, Chihuahua, lo dijo con todas sus letras: “Esto es fruto de la cerrazón oficial. Hay una realidad trágica en el país arropada por una impunidad grosera y alarmante”.

El sacerdote puso el dedo en el corazón de la violencia. La política de “abrazos no balazos” tiene al país rendido al crimen. Ha sido el presidente –y nadie más– quien ha empoderado a los delincuentes. Les ha entregado licencia, sin límites, para matar.

López Obrador dijo en días pasados que no le pueden probar que tiene vínculos con el crimen organizado. No hace falta demostrar nada, él mismo se encarga todos los días de dar las muestras necesarias.

La orden a las fuerzas armadas de no combatir a los cárteles prueba que su gobierno llegó para perdonar, proteger y ser cómplice de criminales. Como bien lo denunciaron los rectores de las universidades jesuitas: “México vive un Estado fallido” porque el gobierno ha entregado la plaza.

La impunidad, instaurada como política de gobierno, tiene varias traducciones:

Significa que el régimen ya legitimó el crimen. Que las desapariciones, feminicidios, asesinato de periodistas y los multihomicidios son avalados y  bien vistos por el régimen.

Significa que el gobierno ya puso las instituciones de justicia al servicio de los delincuentes, que tolera y deja intocables las redes criminales para que sigan matando gente inocente.

Implica que las autoridades están más preocupados por salvaguardar a los narcos y secuestradores que por defender los derechos de la victimas.

Representa que los mexicanos hemos perdido libertad en los pueblos, municipios, carreteras y comunidades que hoy están controlados por la ilegalidad.

¿Qué más pruebas hacen falta para demostrar que el régimen promueve, permite y alienta una cultura criminal y que al hacerlo opera como alcahuete del hampa?

Eso explica por qué los cárteles se meten ahora a las iglesias a matar sacerdotes. Como bien lo dijo el mismo Javier Ávila: “La delincuencia ya perdió el respeto a la sotanas y a los templos”.

¿Y por qué no iba a perderlo si el presidente es un “apapachador” de narcos? Todos los días los defiende en las “mañaneras” cuando hace las veces de  abogado defensor y les promete que no los tocará como hicieron los gobierno represores y neoliberales del pasado.

Eso explica por qué un delincuente como el “Chueco” sale envalentonado a matar jesuitas que no tienen más arma que su fe y religión para defenderse.

Dice López Obrador: “Se ríen, se burlan de los abrazos no balazos, pero vamos a demostrar que funciona”. Quienes deben reírse todos los días y a carcajadas son los líderes de los cárteles por permitirles vivir en el paraíso de la impunidad.

El régimen está utilizando a los criminales para imponer miedo y terror entre la población. La delincuencia le está ayudando no solo a ganar elecciones sino a crear el clima de inestabilidad que necesita para generar confusión política.

El gobierno quiere ciudadanos amenazados y temerosos. Distraídos en tratar de proteger su vida. Implanta la impunidad como forma de gobierno para que sean los mismos criminales los que se encarguen de reprimir a los ciudadanos. Por eso insiste en que NO cambiará la estrategia de seguridad.

El asesinato de los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora ha tocado las fibras más sensibles de la sociedad y la comunidad católica. Si los criminales ya no tienen escrúpulo alguno para entrar a los templos y matar sacerdotes, indica que están dispuestos a cometer lo que sea.

Ensangrentar las paredes de los templos es “señal de que la impunidad llegó a límites inadmisibles” y de que ya no hay refugios donde los ciudadanos puedan protegerse.

También significa que la política de “abrazos, no balazos” puede, en cualquier momento, revertirse, volverse en contra del régimen y que el autor de la frase puede ser  victima del Frankenstein que él mismo creó.

@PagesBeatriz

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