Iniciamos un año a paso veloz, aunque no siempre acertado. Recorremos el camino hacia adelante o hacia atrás. Los temas se han acumulado  en  el  primer  mes  del  2023, con gran carga de incidentes   —y accidentes—  que generan reacciones de diverso género: las más, de preocupación por las nubes negras que nuevamente pueblan el cielo de México. Son el paisaje que nos abruma.

No puedo pasar revista de todos los temas, sino apenas mencionar algunos. Tras un recuento somero, me referiré en la segunda parte de este artículo  a un caso notable para la defensa de los derechos humanos   —nuestros derechos, amigos lectores, de los que depende nuestra vida-— que supo hacer un compatriota ejemplar, ejemplo para quienes militan en lo que llamamos la sociedad civil.

Veamos algunos sucesos en el final del 2022 y el principio del 2023. En mi colaboración anterior para Siempre me referí a ciertos hechos en este tránsito entre dos años. Aludí al peligro en que se halla la democracia (en México, aunque no sólo aquí) y a la violencia que prolifera, como nunca antes. No volveré en este momento sobre el tema de la democracia, que requiere un examen separado. Me referiré, eso sí, a hechos de violencia que es imposible ignorar y olvidar. Pegan en nuestra puerta.

Todavía en el terreno de la paz, ponderemos la reunión de gobernantes de Norteamérica, largamente preparada, esperada y comentada. Todavía no sabemos cuáles serán, en los hechos, sus resultados. Deberán reflejarse en la marcha de nuestro país: acciones concretas, específicas. Ya veremos. Por lo pronto, hemos recogido un buen número de anécdotas que amenizaron las horas del respetable público.

Fue muy visible y vistosa la negociación   —política, se dijo—  para que el enorme avión del Presidente de los Estados Unidos aterrizara en el aeropuerto de Santa Lucía, aunque luego se trasladara al Internacional de la Ciudad de México. No tuvo desperdicio, para conocimiento del pueblo, el inventario de los botones del automóvil del señor Biden, anfitrión del presidente de México en un largo viaje por la capital de nuestro país. Tampoco olvidaremos, en el arsenal de nuestros recuerdos, el arribo del Premier de Canadá al hotel en el que se alojaría, venciendo pintorescas resistencias. Y siempre recordaremos la prolija mañanera presidencial que ponderó urbi et orbi las excelencias de un gobierno que, según el sustentante, ya suprimió la corrupción e implantó la democracia. Los visitantes tomaron nota para informar a sus naciones. También nosotros nos enteramos, una vez más, de los horrores del pasado y los aciertos del presente. Vale.

Pero más allá de esas anécdotas copiosas, recordemos otras cosas que surgieron al cabo del 22 y alcanzaron el 23: puentes por los que transita México. Dejan constancia de la dolorosa realidad. Son los hechos  —duros, muy duros—  que generan nuestra preocupación, que no amaina, e incluso nuestro pesar, que no cesa. A la cabeza sigue figurando la violencia que parece incontenible: violencia que ensombrece millones de hogares y gravita sobre la vida y la paz de todos los mexicanos, a despecho de ciertos  discursos  animosos, sustentados en datos fabulosos (en el estricto sentido de esta palabra).

Con enorme preocupación recibimos la noticia del atentado contra un periodista competente, muy seguido y apreciado: Ciro Gómez Leyva, a quien más tarde   —y hasta hoy—  se imputaría ser culpable de ese agravio. Hubo un notable lector de los hechos e intérprete supremo de su significado que aseguró que el atentado se ha dirigido contra el gobierno en turno, asediado por contumaces conservadores. El atentado contra Gómez Leyva se agrega al creciente número de hechos que han victimado a periodistas y convertido esta profesión en un quehacer del más alto riesgo.

Agreguemos en los últimos días de 2022 la matanza en la cárcel de Ciudad Juárez, absolutamente imperdonable, testimonio del estado que guarda el sistema penal y, dentro de éste, el mundo trágico de las prisiones. En la misma estela de sangre se inscribió la espectacular captura de un reo en Culiacán. El objetivo se alcanzó y la captura ocurrió, pero en el lance se perdieron treinta vidas y se ocasionaron lesiones y daños materiales muy considerables a centenares de azorados habitantes de aquella ciudad. Y de muchas otras en México y en el mundo entero.

Luego llegó el tropiezo del Metro, que “no gana para tribulaciones”. Cundió la voz de que este acontecimiento se debió a adversarios del régimen; en consecuencia, se habló  —y así se habla, sin medir las consecuencias—  de un sabotaje. De esta suerte (mala suerte), el gravísimo percance pasa a inscribirse en el catálogo de los delitos contra la seguridad de la nación. Inmediatamente se llamó al organismo que es costumbre convocar: la Guardia Nacional. Millares de efectivos, que pudieron quedar en otros parajes del inhóspito territorio de México, acudieron a vigilar la buena marcha del Metro, con alarma y reprobación de muchos ciudadanos. Comenzaron las recriminaciones y las manifestaciones. Ya tenemos otro tema para colmar noticieros y alimentar conjeturas.

Por si no bastara esa lista larga de hechos que cabalgaron entre el 22 y el 23, otro agravio se ha montado en el viaje de la nación. Con ingenio devastador, el soberano convirtió un problema universitario   —que debe ser atendido y resuelto con estricta aplicación de la ley—  en un pretexto para interferir en asuntos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Dio un paso adelante en el asedio a la autonomía universitaria, que constituye una garantía para el pueblo de México, beneficiario final de aquélla. Menciono este extravío, sobre el que me he extendido en otras publicaciones recientes, porque también ha venido a ocupar un sitio en la plaga de adversidades que padecemos.

Uniéndose a las voces de muchos mexicanos, que claman por seguridad y justicia, la organización Human Rights Watch denunció la crisis de derechos humanos en nuestro país y la incapacidad para remediarla. Que no se diga que se trata de un asunto en el que no deben inmiscuirse organismos extranjeros, porque la violencia y la inseguridad nos pertenecen en exclusiva y no aceptamos injerencias extrañas. Hoy día sabemos que el problema de los derechos humanos no tiene fronteras e interesa a la humanidad, que puede mirar, reprobar y exigir por encima de los linderos nacionales cuando crece el escándalo de la criminalidad y se genera lo que Human Rights Watch  —vocero de la experiencia y la indignación de un gran número de mexicanos—   califica como una crisis de derechos humanos.

Voy a la segunda parte de mi comentario para la Revista Siempre: el punto final de este artículo, al que me urgía llegar. Mencioné derechos humanos, baluarte de nuestra vida. En este campo hubo otro hecho doloroso, que deja huella: el fallecimiento de Miguel Concha Malo, el padre Concha, fray Miguel, como lo identificamos durante los muchos años de su magisterio civil. Ya lo extrañamos. Concha murió el 9 de enero de 2023. Luchador generoso, teólogo y filósofo, con estudios en México y fuera de México, se distinguió por su defensa irreductible de los derechos humanos. Actuó con pasión, convicción y constancia, aceptando y resolviendo desafíos. No se dobló bajo los apremios del poder. Hizo cuanto pudo en medio de la crisis de los derechos humanos que nos aqueja. Por ello vale decir que fue un “cruzado de la libertad”.

En México han proliferado los organismos defensores de derechos humanos surgidos y activos en el terreno de la sociedad civil. No se trata, pues, de autoridades públicas, sino de instancias éticas, ciudadanas, que libran una difícil batalla en el punto donde miden sus fuerzas los agentes del poder público, en un extremo, y los seres humanos, en el otro. Fue en este ámbito que actuó con denuedo  el sacerdote Miguel Concha. Tuvo  en su haber la fundación y presidencia del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, una respetable institución de nuestra sociedad civil.

Dentro de su propia competencia, el Centro Francisco de Vitoria es heredero y depositario de la noble tradición de los defensores de derechos humanos a la que me estoy refiriendo. Cuando no existían las instituciones oficiales nacionales e internacionales aplicadas a esta defensa, la sociedad civil ya libraba arduas batallas por la dignidad humana. Lo sigue haciendo, contra viento y marea.

Los militantes de la sociedad civil llegaron a esta trinchera antes de que existieran las cortes, las comisiones, los institutos y otros organismos estatales comprometidos con la tutela de los derechos fundamentales. Esta prioridad es un mérito indisputable de la sociedad civil. Y en esa trinchera actuó, durante décadas, el recordado fray Miguel. Su vida y su obra merecen el más amplio reconocimiento.

Concha se halla en la línea de otros dominicos ilustres, como fray Bartolomé de las Casas, que libró su batalla en el siglo XVI. Mauricio Beuchot, también dominico, mi apreciado colega en el Seminario de Cultura Mexicana, ha reivindicado a fray Bartolomé como precursor de la causa de los derechos humanos, que muchos años después cobraría visibilidad y prestigio. La raíz de esta causa no se localiza en los siglos XIX y XX, con las grandes declaraciones y tratados, sino en el XVI, cuando Las Casas defendió los derechos de los indígenas, a quienes otra corriente histórica negaba verdadera condición humana y, por lo tanto, derechos y libertades reservados para los conquistadores.

En aquella dirección humanista y liberadora se inscribió fray Miguel Concha. Puso el acento en los derechos de los débiles entre los débiles: los vulnerables; y en el derecho a la información y la libertad de expresión. Echaremos de menos al cruzado que honró las filas en las que actúan muchas asociaciones civiles y centenares de defensores que cumplen su misión con riesgo de salud y de vida, a despecho del poder y la calumnia. Don Miguel ascendió en el camino de los derechos humanos. Otros, en cambio, descienden por ese camino, aunque proclamen las mismas banderas.