En entregas anteriores, hemos señalado que el objetivo de la pacificación del país, que se ha planteado la próxima administración demanda, entre otros insumos estratégicos, la puesta en marcha de una comisión nacional de la verdad sustentada en la normativa de la ONU conocida como “Conjunto de Principios Actualizados para la Protección y la Promoción de los Derechos Humanos mediante la lucha contra la impunidad”. Acorde a lo dispuesto en el “Principio 6”, esta deberá establecerse mediante procedimientos que garanticen su independencia, imparcialidad y competencia.

Dicha comisión tendrá que avocarse al esclarecimiento de las causas de la fenomenología de la violencia extrema que azota la nación. Esto obligará a poner en juego enfoques novedosos de carácter multidisciplinario. Es decir, las actividades a su cargo deberán encuadrarse dentro del paradigma epistemológico de la complejidad, el cual postula que problemas de este grado de complicación o rebuscamiento no pueden ser abordados a través de miradas unidimensionales.

Centrar en la eventual aprobación de una ley de amnistía la carga estructural de la preciada meta de la pacificación, como lo están haciendo los voceros del presidente electo, en modo alguno satisface esa visión de amplio espectro jurídico y epistémico. Se requiere llevar a cabo una auscultación de alta precisión que ineludiblemente habrá de dar cuenta del hecho de que esta espiral de violencia colectiva no fue fortuita, sino que emergió a partir de diciembre de 2006, cuando el entonces presidente tuvo a bien “declararle la guerra” al crimen organizado.

Así pues, el detonador de la conflictividad extrema fue la instauración de un conflicto armado interno en el que las fuerzas armadas han tenido un papel protagónico, cuya prolongación indefinida en el tiempo será posible si no se abroga la nefasta Ley de Seguridad Interior. El acuerdo suscrito con Estados Unidos conocido como la Iniciativa Mérida y el alineamiento con las estrategias bélicas trazadas por el Comando Norte de la Casa Blanca han sido el aval y el principal aliciente de esa intervención militar.

El resultado ha sido devastador si nos atenemos al pronunciamiento hecho por el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos tras su visita oficial a México: “Parte de la violencia puede ser atribuida a los poderosos y despiadados grupos del crimen organizado. Condeno sus acciones sin reservas. Sin embargo, muchas desapariciones forzadas, actos de tortura y ejecuciones extrajudiciales presuntamente han sido llevadas a cabo por autoridades, incluyendo la policía y partes del ejército, ya sea actuando por sus propios intereses o en colusión con criminales”.

A lo largo de ese conflicto armado se han cometido graves e innumerables violaciones a los derechos humanos, tal como consta en el informe que Amnistía Internacional entregó hace unos días al futuro Ejecutivo federal. También se han perpetrado crímenes previstos en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, los cuales fueron visibilizados por la fundación Open Society en la publicación “Atrocidades Innegables, confrontando crímenes de lesa humanidad en México”.

No hay presente ni futuro posible sin un pasado debidamente saneado. El gobierno entrante tiene el deber moral, ético, jurídico y político de abrir ya la caja de Pandora.