Por Mario Duarte Villarello

 

En 2017 el presidente francés, Emmanuel Macron, propuso a la comunidad internacional alcanzar un “Pacto Global por el Ambiente” para establecer los principios generales del derecho internacional ambiental con base en los acuerdos y declaraciones ya existentes, principalmente las declaraciones de Estocolmo de 1972 y de Río de Janeiro de 1992, adoptadas respectivamente durante las grandes cumbres de esos años sobre temas ambientales, que contienen principios políticos que no son jurídicamente vinculantes. Así, el Pacto sería un nuevo instrumento dentro del grupo de los acuerdos ambientales multilaterales (AAM) para dotar a dichos principios de fuerza legal.

Aunque polémica por la complejidad que implica, la primera aduana de esta propuesta francesa se pasó cuando en la Asamblea General de la ONU se aprobó la Resolución 72/277, del 10 de mayo de 2018, titulada “Hacia un Pacto Mundial por el Ambiente”, en la que las naciones acordaron iniciar las discusiones para ello, mismas que siguen en curso, cuya meta es que durante la próxima gran cumbre ambiental, en 2022, se adopte el Pacto.

Esto tiene varias lecturas interesantes. La primera, de política internacional. En el momento en que Macron lanzó la iniciativa, Estados Unidos, con Trump recién en la presidencia, había adoptado un claro rechazo al multilateralismo ambiental, principalmente el Acuerdo de París sobre cambio climático, que es una insignia en la diplomacia ambiental francesa. Así, la respuesta de Macron fue no solo llenar el vacío del liderazgo climático de Estados Unidos, sino una acción contundente por el simbolismo implícito, más allá de las críticas internas sobre temas ambientales que hay en Francia. Con el nivel de apoyo al Pacto se puede leer cuáles son los países que más protagonismo ambiental desean lograr en los próximos años, de cara también al apoyo al cumplimiento de la Agenda 2030, que es otro de los objetivos buscados por el Pacto.

La segunda, de derecho ambiental internacional. Se calcula que actualmente hay en vigor más de 1,300 AAM, entre los que destacan el propio Acuerdo de París, el Convenio sobre la Diversidad Biológica, el Protocolo de Montreal para la protección de la capa de ozono, por mencionar algunos de los más famosos. En este sentido, inicialmente hubo un rechazo para tener “otro” AAM, pues en realidad ese número tan amplio de instrumentos no ha logrado avances substanciales en las materias que regulan dada la degradación ambiental persistente y, por el contrario, mantener los secretariados, que son organismos burocráticos para su administración, cuesta mucho dinero público de los países que los conforman. Con el Pacto se tiene la promesa de sus impulsores de crear sinergias y cerrar “los vacíos del derecho ambiental”.

La tercera, y más interesante, es la de seguridad ambiental. En un mundo limitado físicamente pero dividido políticamente en más o menos 200 países, todos compitiendo por el acceso a los recursos naturales, el Pacto quizás pueda contribuir a destensar temas geopolíticos álgidos, como la creciente competencia por los recursos más allá de las jurisdicciones nacionales en los océanos, principalmente energéticos (como es el caso en el Polo Norte que, debido al deshielo por el cambio climático, cada vez son más accesibles los inmensos yacimientos de petróleo y gas que hay en su subsuelo), pero también los recursos vivos que sufren una sobreexplotación que podría acarrear una crisis alimentaria mundial, aunque en este caso en específico ya se está discutiendo un instrumento (sí, otro más) llamado “BBNJ”, por sus siglas en inglés, que busca lograr un régimen jurídico para los recursos vivos en aguas internacionales, aunque sus negociaciones van muy lentas. El Pacto, de esta forma, contribuiría a la seguridad ambiental al mejorar la administración de los recursos naturales internacionales.

Así, se podría por fin terminar el gran pendiente en la diplomacia ambiental pues las declaraciones de Estocolmo y Río de Janeiro nunca tuvieron la fuerza necesaria para su implementación. De la de Río emanó la Agenda 21, antecedente de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, que no se lograron, y de los vigentes Objetivos de Desarrollo Sostenible. Por ello, el Pacto representa la posibilidad real de tener, en un instrumento con fuerza legal, reflejado el espíritu que desde hace casi medio siglo se ha querido lograr: que las relaciones internacionales y el ambiente confluyan para tener un mundo mejor para nosotros y las generaciones futuras.

El autor es profesor de la Facultad de Estudios Globales, Universidad Anáhuac México, @MarDuVill, mdv@inbox.com