Mary Carmen Sánchez Ambriz

La pintora ha pasado por distintas etapas gráficas, reviros del lápiz la han conducido a contemplar detenidamente a la naturaleza. Su dedicación por la zoología comenzó en el dibujo, más tarde en óleos, acuarelas y luego en esculturas hechas en madera, plata y bronce. Entabló largas conversaciones con la fauna, acaso interminables, que mediante el lenguaje plástico incorporó a su mundo.

Desde su niñez, la pintora inglesa se sentía atraída por los caballos, nobles y rebeldes, grandes y pequeños, de madera y fina estampa. Con la sabiduría de una alquimista, entrelazando elementos, fantasmas y alebrijes provenientes de la estética surrealista, fue construyendo su poesía visual. Tanto en la escritura como en las artes plásticas, Carrington dejó claro que le apasionaba la libertad de un equino que corre y exhibe su crin alborotada.

En 1939 publicó La dama oval (La dame ovale, Ediciones glm, París), libro de cinco relatos en donde muestra su interés por explorar el mundo fantástico y formula una ácida crítica sobre las costumbres de presentar a una joven en sociedad. En el cuento que da nombre al libro, Lucrecia, la joven protagonista, se convierte en un caballo. Ella tiene un preciado juguete, un caballo de madera llamado Tártaro. Tras los regaños de una institutriz, su padre amenaza con quemar al potro si ella no deja de transformarse en un ser hípico. La autoridad patriarcal queda reflejada. A la dama oval la invade un sentimiento de desasosiego, ella sabe que ante la dominación de su padre nada puede hacer, sólo dejar de alimentarse para ya no tener que seguir viviendo y soportar sus órdenes.

Tres años después, Carrington pintó Té verde (La dama oval), un óleo sobre lienzo. En dicha obra hay visos del estilo que privilegiará en su propuesta gráfica: un breve panorama de lo que se oculta bajo tierra; la superficie —en este caso el pasto— con sus enredados recovecos, surcos y el detalle de las sombras de cada una de las figuras. La dama oval de pie, con los ojos cerrados, amortajada con una tela blanco y negro que recuerda la piel de una vaca; acaso, la rumiente que nutrirá con leche a varias generaciones. Cerca de la representación femenina aparecen dos animales: un caballo en tonalidades gris y una perra de color café. La cola de ambos se fusiona con el tronco de un par de árboles, permanecen atados a la frágil madera, como si ellos mismos se pusieran sus propios límites. Cuatro cabezas de venados están colocadas en una charola y ésta última se encuentra sobre una especie de taburete de color púrpura que muestra un par de patas de venados y un pico o lanza que se escapa violentamente de uno de los costados. El sol resplandece en toda su intensidad en este pasaje bucólico, intenso, conmovedor y onírico.

Algunos críticos han comparado este cuadro con lo que Carrington experimentó en Santander: al saber que su esposo, Max Ernst, estaba preso en Largentiére por ser ciudadano alemán, Leonora sufrió un colapso nervioso y fue hospitalizada en un lugar donde le administraron drogas inductoras de shock. Este cuadro lo realizó cuando llegó a Nueva York, después de que se refugió en la embajada mexicana, ubicada en España, y se casó con Renato Leduc, a quien Pablo Picasso le presentó en París, para que lograra salir de Europa y su familia ya no la persiguiera.

En México su vida adquirió un nuevo rostro. Continuó siendo la única mujer surrealista, se hizo amiga de Remedios Varo, con quien cosechó una fructífera amistad. En tierra azteca comenzó a pintar con temple al huevo, reviviendo una técnica medieval que produce colores intensos y acabados brillantes; con ayuda de pequeños pinceles, aplicaba delgadas capas de pintura que parecían resplandecer desde su interior en tonalidades ocres, verde limón y rojo rubí. Aquí conoció a Chiki Weisz, el padre de sus hijos: Gabriel y Pablo. Supo asimilar el sincretismo de las leyendas indígenas y dotarlo de enigmas, trazos firmes y relatos intensos. Seres alados, figuras estilizadas, fauna de múltiple estirpe, fue convocada en una metáfora proveniente de universos fantásticos y, al mismo tiempo, inquietantes.

Así era Leonora Carrington, la eterna dama oval.