Enrique Aguilar R.

En la película Flor en otomí se cuenta la historia de una jovencita mexicana llamada Dení Prieto, que en los años setenta formó parte de un grupo guerrillero, el cual fue descubierto y acribillado en el pueblo de Nepantla, Estado de México. Este año, el jefe militar del pelotón que disparó contra el grupo de disidentes en el que se encontraba Dení, el general Arturo Acosta Chaparro, fue eliminado por un sicario en las calles del Distrito Federal. En la novela de Salvador Mendiola, Guerra y sueño —un ejemplar rescatado de una librería de viejo—, aparece un alter ego de la citada Dení, es uno de los personajes principales.

El libro de Mendiola fue publicado en 1977 por el entonces llamado Sistema Plan Joven, que luego se convirtió en el Instituto Nacional de la Juventud, con un tiraje de treinta mil ejemplares dentro de la colección Plan Joven, cuyo impulsor fue Gustavo Sainz, quien también es el autor del texto de la cuarta de forros.

Esta novela —que se volvió de culto entre la disidencia mexicana, al grado de que existe la leyenda de que es uno de los libros que Marcos se llevó en su mochila cuando se fue a armar la rebelión en Chiapas—, a 35 años de su aparición, se sigue dejando leer y se puede decir que ahora hasta pueda leerse mejor, porque tiene una estructura fragmentaria, como ya lo decía Sainz en su texto de presentación, que está más acorde con el modo de contar disperso que ahora ya es muy común.

Esa dispersión o fragmentariedad narrativa se debe a que el narrador de Guerra y sueño es un joven escritor que se convierte en súbito amante de Dení, una jovencita rebelde y lujuriosa que lo mismo le cuenta a su casi adolescente amado su rutinaria vida familiar, que su currículum lúbrico o los motivos de su incipiente militancia en un grupo trotskista.

La narración se da en varios fragmentos, en el primero de ellos ya pasó lo peor, que es el asesinato de Dení, y el narrador enloquecido por ese hecho comienza por intentar justificar su relato a un hipotético lector incluido en la diégesis, el cual puede ser tanto el lector real, como un desdoblamiento del propio narrador, como si el discurso fuera un soliloquio —¿ves cómo sí está loquito? Ese narrador, que a lo largo de la diégesis pasa de la primera, a la segunda y a tercera personas —como buen loco— está armado con varios rasgos del propio autor: trabajaba en una editorial, tenía un amigo escritor que era un refugiado español, era un lector contumaz, fumaba como chacuaco, usaba lentes, le decían “sapo”, era flaco y desgarbado… El carácter de erudito del narrador protagonista le permite filosofar en torno al paisaje en el que se mueve él junto con la protagonista, o sobre su relación amorosa y sexual.

En la novela el autor incluye epígrafes de Cernuda, Ciorán, Leonard Cohen, Macedonio Fernández, Monique Lange u Octavio Paz, Raymond Queneau y Ramón Gómez de la Serna, pero una referencia fundamental, estructural, es la de Julio Cortázar, más múltiples referencias dentro del texto que hace el protagonista, de grupos de rock y jazz, o de poetas y filósofos.

Guerra y sueño se volvió también una novela de culto porque no circuló de manera comercial: al propio Mendiola le encargaron el cuidado de la edición de su libro y él descuidó ese proceso, lo que ocasionó que a partir de la página 366 el volumen tenga lo que se llama un “empastelamiento”, una falla en la continuidad de la historia, lo que provocó que no se pudiera vender, y que varios cientos de ejemplares se les regalaran a los jóvenes que se aparecían por las actividades e instalaciones de entonces Plan Joven, y que muchos otros miles fueran a dar a la guillotina.

Pese a todas las vicisitudes de su historia editorial, de esta narración se han hecho hasta tesis, y como dije al principio, el modelo real de su protagonista sigue despertando interés hasta cinematográfico. Valdría la pena que alguna editorial sacara a esta novela de su circulación subterránea, porque sin ir más lejos, a muchos cientos de jóvenes les gustaría leerla.