Ignacio Solares

Al final de su poema titulado “Cambridge”, Jorge Luis Borges dice: “Somos nuestra memoria,/ somos ese quimérico museo de formas inconstantes,/ ese montón de espejos rotos”. Y de alguna manera, los escritores nos aferramos a reconstruir ese “montón de espejos rotos”, a armarlos de una forma nueva. El recuerdo nunca es como la realidad en la que se inspira. Está “contaminado” por la emoción, por lo que uno experimenta al momento de vivir los instantes, porque como dijo Juan Carlos Onetti, “los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene”. Así también los lugares y las ciudades, que se van poblando de la suma de recuerdos e instantes de vida de todos sus habitantes. El hombre ha creado diferentes formas para tratar de atrapar el recuerdo. Una de ellas es la palabra escrita. Otra es la imagen, primero pictórica y después fotográfica. Estos dos instrumentos han sido utilizados ahora para atrapar la memoria colectiva de una ciudad entrañable para nosotros, como lo es la capital de nuestro estado, en Los colores del recuerdo. Chihuahua, ríos de luz y tinta, hermosamente editado por el Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua. Se trata de un esfuerzo colectivo entre escritores, fotógrafos y autoridades culturales para, como se señala en el prólogo del libro, “regalarle a la ciudad una senda de reencuentro con lugares que, ya sea por la vida cotidiana o la falta de atención, se habían quedado en el baúl del olvido”. Para ello se convocó a veintitrés escritores chihuahuenses, nacidos o radicados aquí, así como a veintidós fotógrafos, quienes a través de setenta y cuatro textos breves, nos presentan historias, anécdotas y recuerdos personales de sesenta y siete lugares emblemáticos de la ciudad de Chihuahua. Aparecen aquí desde la Catedral y el Palacio de Gobierno; lugares históricos como el Calabozo de Hidalgo, la Quinta Gameros y el antiguo Teatro de los Héroes; calles emblemáticas como Aldama y Libertad, y locales de convivencia y esparcimiento como el Café Calicanto y La Antigua Paz, entre muchos otros. Cada lugar ha tenido un tratamiento especial por parte de los diversos autores convocados, quienes entrelazan la crónica de costumbres, la investigación histórica, el anecdotario personal y, en no pocas ocasiones, la ficción propiamente dicha. Pienso en algunos de los excelentes textos incluidos —imposible mencionar todos en el limitado tiempo que tenemos hoy—, como el de Joaquín Armando Chacón, en especial el titulado “Ese vientecillo como una caricia imborrable” sobre el centro de la ciudad, que es un relato pleno de nostalgia y ternura por el terruño que ya no es y que sin embargo permanece en el recuerdo. El de Enrique Servín sobre la Avenida Hidalgo, ese lugar donde “te encuentras a los amigos, donde saludas, platicas, te pones de acuerdo” y se sigue yendo a ligar. O la Avenida Hidalgo, donde el Héroe de Nacozari sigue contemplando los cambios de la ciudad, como lo señala César Antonio Sotelo en su remembranza. O el texto de Erasto Olmos Villa sobre el supuesto último trago de Felipe Ángeles y las andanzas de Pancho Villa en La Antigua Paz. O el de Salvador Martínez Licón sobre el entrañable Parque Lerdo o el de Enrique Cortazar sobre el Paseo Bolívar. En fin, tantos y tantos lugares entrañables para los chihuahuenses que ahora se encuentran plasmados en las páginas de este libro. Mención especial merecen las fotografías, muchas de ellas históricas, recuperadas de archivos recónditos y otras tantas tomadas en tiempos recientes. No se trata de la simple ilustración de los textos sino de la conjunción de palabra e imagen, del diálogo entre el testimonio escrito y el registro gráficos de edificios, lugares y rostros de los habitantes de Chihuahua de ayer y hoy. Porque justo es decirlo: nada de lo que hay en Chihuahua se entiende sin el carácter único de su gente. Ya lo dijo don José Fuentes Mares en …Y México se refugió en el desierto: “Es posible la vida en esta tierra. Como los líquidos, los organismos y las almas se ajustan a su continente, adoptan su forma, proclaman sus virtudes y sus miserias. En este medio se ha forjado una raza al tono de la tierra, la nueva raza castellana en este trasunto de Castilla; raza frugal, fuerte, lucha por lo elemental; lucha por comer, por sobrevivir al naufragio constante”, porque “un 12 de octubre, en la confluencia de dos riachuelos, alguien dio el grito de ¡agua! Y se fundó Chihuahua”. Fue precisamente mi querido amigo, el poeta y escritor Carlos Montemayor quien solía decir, con absoluta razón, que “ser de Chihuahua es mejor que ser de cualquier otro lugar del mundo”. Como él, soy un enamorado de mi tierra natal, de esos ríos de la sierra, que se hacen y se deshacen, aparecen y desaparecen, se dispersan en infinidad de arroyos y se juntan en los barrancos, alisando las rocas, labrando cauces de granito o lamiendo los troncos de los pinos, llenándolo todo con su murmullo cantarino, su grito ronco o su prolongado alarido al caer —como una serpentina de plata— en forma de cascada. No por nada, el mito quiso ubicar en estas tierras el sueño esplendoroso de Cíbola, la tierra prometida, colmada de utensilios de oro y plata, de esmeraldas y turquesas, en cuya búsqueda se lanzaron Álvar Núñez Cabeza de Vaca y Estebanico, “el esclavo moro de Marruecos”. Pertenezco a una generación de chihuahuenses que dejamos, hace algunas décadas, nuestras montañas, nuestras planicies, nuestros ríos, nuestras fronteras, para llegar a la Ciudad de México. No teníamos parientes políticos, ni famosos ni ricos; no teníamos amigos influyentes, ni directores de periódicos. Pero comenzamos a reunirnos y a ayudarnos entre nosotros: Víctor Hugo Rascón Banda, Sebastián, Benjamín Domínguez, Joaquín-Armando Chacón, José Vicente Anaya, Carlos Montemayor y yo mismo, compartimos trabajos, lecturas, veladas cálidas y a veces interminables. Siempre mantuvimos una relación entrañable con nuestra tierra natal. Esos años y en especial algunos de esos momentos son ahora uno de los tesoros de mi memoria mejor protegidos. Por eso es de celebrarse la gran idea de realizar este libro. A los chihuahuenses les debe servir de recordatorio de lo que han realizado en más de doscientos años de historia, pero también para dar a conocer a todos los mexicanos la belleza y riqueza de una ciudad vibrante y próspera como lo es Chihuahua, la capital del estado más grande de la República Mexicana. Ojalá este libro tenga una amplia difusión. La bella ciudad de Chihuahua se lo merece. Texto leído en la presentación del libro Los colores del recuerdo; Chihuahua, ríos de luz y tinta el viernes 12 de octubre de 2012 en el Teatro de la Ciudad de Chihuahua, Chihuahua.