Bulmaro Reyes

Está bien todo eso que se dice de Bonifaz: que es poeta, traductor, erudito en griegos y latinos, estudioso de la cultura mesoamericana y descolonizador, el universitario plenamente institucional, pero él quería ser el amigo. Y también fue el amigo, el amigo pronto a socorrer al amigo.

Era costumbre mía que al despuntar el alba me hallara ya en mi oficina dispuesto al estudio de mi oratio in senatu ciceroniana con que perseguía el título de licenciado en Letras Clásicas (1978), en compañía de la hermosa y permanente soledad matutina. Pero una mañana fui asaltado por un desconcertado secretario académico, jadeante, sin palabras claras: Dice Bonifaz que lo que necesites, lo que sea, solamente lo pidas. En broma, porque yo no entendía nada de lo que ocurría, respondí que necesitaba, no recuerdo el monto que dije, una cantidad de pesos con la cual yo no iba a saber qué hacer. Sí está bien. Vamos al banco. Pero ¡¡¡¡No necesitas nada más???? ¿¡Un abogado!? Siempre he sido muy tonto. Solamente me reí. Pero, desde luego, se trataba de una noticia mal entendida que había cruzado por las orejas de Bonifaz. Creo que yo estaba en la cárcel, o algo semejante. Y aunque no necesité la ayuda temida, sé que jamás podré saldar aquella deuda, porque he aprendido de Marco Tulio que es más deudor no el que recibe sino el que ha tenido la oportunidad de recibir.

Después, el maestro —así lo llamé siempre por maleducado, pues, aunque nunca fue mi profesor, era doctor en Letras, de modo que debía llamarlo doctor— me buscaba para platicar unos minutos conmigo, ya fuera acerca de nada, o desde luego, para confiarme algunos proyectos que con el tiempo se volverían mi fortaleza en la detestable pugna por ganar mi permanencia definitiva en el Instituto de Investigaciones Filológicas, donde aún me encuentro. En una ocasión aprovechó para hablar, precisamente, acerca de mi seguridad laboral: antes que dejara la dirección del Instituto, me preguntó qué quería: definitividad o promoción: en la promoción iba yo a ganar muchísimo más dinero, así me lo hizo saber; pero sin permitirle terminar su argumentación pecuniaria, yo dije que prefería la definitividad, y desde entonces soy investigador definitivo, nombramiento que para mí no era chamba segura sino distinción que, sin falsa modestia, acepté como bien merecida.

Antes de ser definitivo sucedió que, por descuido o irresponsabilidad de alguien, el pago de mis quincenas se suspendió. Dado que yo siempre he vivido, como se dice, al día, y nunca tuve reservas para ninguna emergencia, muy digno, al primer día siguiente, toqué yo a su puerta para reportar con toda delicadeza tal anomalía.

“Maestro”, para qué más que la verdad, no recuerdo con precisión mi tonto discurso, pero algo así debió de ser: “quiero agradecerle que me haya usted recibido en este Instituto, y de veras estoy muy a gusto”, imagínense ustedes, “pero me tengo que ir de aquí porque ya me cortaron el pago, y dicen que esto tarda mucho en resolverse, si es que no me han corrido ya”.

Por un momento dio muestras de violenta contradicción, pero en segundos con toda tranquilidad sacó su cartera y puso en mis manos, entiendo que en préstamo, el equivalente a dos o tres quincenas, al cual agregó estas palabras: “Tenga mientras le pagan. Espere aquí un momento por favor”. Levantó su teléfono y con voz terrible mandó, a alguien más allá del cable, que mi salario fuera restablecido sin excusa alguna en la siguiente quincena. Para qué les digo que le di las gracias y que, bueno, seguiría trabajando. En la siguiente quincena recibí cheque doble. Pero yo nunca pagué el préstamo. Yo creo que a él o se le olvidó o me perdonó.

Con mucha frecuencia, por petición de él mismo, íbamos a comer juntos al puesto de la Güerita que se hallaba en el lado poniente de la Facultad de Odontología (ya no está la Güerita: al parecer se fue a manejar otro puesto en lo que antes era nuestra central camionera, al lado sur de Rectoría): era un espectáculo aquél digno de verse: él, impecablemente vestido de seda y oro; yo en huaraches de petatillo, camiseta y chamarra barata en épocas de frío y también de calor: si él usaba saco considebara que yo debía usar al menos chamarra; en tales fachas hacíamos cola para obtener un lugar, ya fuera de pie en la barra o sentados a la mesa, exhibidos en público, en medio del pasillo que lleva de la Torre II de Humanidades al CUC de los dominicos.

Durante sus dos últimos años, cada vez que nos juntábamos para trabajar, después de preguntarme por la salud de mi familia invariablemente con terrible melancolía seguía así: “¿Se acuerda usted cuando íbamos a comer con la Güerita y hacíamos guardia, trinches en mano, para ganar el derecho de echarnos una sopa caliente con hartas gordas? ¡Ésa era comida!, ¡Dios mío!, ¡qué vida! ¡La ventaja de ser pelados!”, y para terminar se burlaba de mí, indefenso, sólo porque una vez me comí ocho flautas allá por San Ángel, mientras él y otros tres acompañantes pidieron igualmente ocho, pero para los cuatro. Me acuso, padre, de que con discreción suprema pedí otro par con mucha crema. Ahí comenzaron mis inhibiciones hacia la comida en compañía, porque cada vez que contaba esto que para él era exceso, le aumentaba dos: creo que terminé comiéndome veinte flautas por minuto yo solo, y esto apenas el doctor Villegas, cuyo nombre pronuncio con todo respeto, muy querido director de la Facultad de Filosofía y Letras, quien, dicen, era amante de los tamales abundantes.

Otra aventura de género semejante la vivimos en Zacatecas cuando recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde. Todo mundo sabe que él era feliz gastando dinero, y allá lo hizo sin consejo ni medida. Del brazo, para que no tropezara en lo abrupto de aquellas calles, entramos a varios comercios: de oro, de rebozos, de recuerdos de todo tipo, de las cosas más inútiles que ustedes puedan imaginar y que yo ni miraba. Como sea, andando de viaje, uno siempre quiere llevar algún recuerdo a sus amores, de modo que le pedí que entráramos a comprar un rebozo, y se puso feliz como niño en tienda de juguetes. Yo pedí que me mostraran una de esas prendas, que fuera muy bonita y barata. La que me mostraron costaba, por decir hoy alguna cifra, mil pesos: ciertamente no la podía comprar, por lo que hice gestiones para una rebaja, que por supuesto obtuve, que porque todavía no habían vendido nada. En seguida el maestro, tras examinar delicadamente entre los dedos uno de bolita, como presintiendo los milagros de tal don, preguntó el precio.

—Siete mil pesos, señor —dijo la dama con cierta cautela.

—¿Y no podría usted vendérmelo un poco más caro por favor?

—No, señor. Ese rebozo no tiene descuento —respondió afligida aquélla.

—No no. ¡Más caro!

Claro que los dos salimos con sendos regalos: uno para la agradecida mía, y otro para la suya.

En el tiempo que dirigió mi tesis de doctorado recibí semanalmente dos grandísimas lecciones de vida: coincidimos en una, en la responsabilidad en el trabajo: él revisó mi tesis de doctorado palabra por palabra, tal cual yo acostumbraba a hacerlo con los estudiantes que han pedido mi asesoría: siempre palabra por palabra. Nadie puede negar esta obsesión. La otra, hasta el momento presente, es exclusivamente suya; yo no he tenido la desgraciada necesidad de practicarla: para revisar mi traducción —todavía con sus propios ojos—, Rubén leía valido de un inmenso ventanal que por nuestras espaldas metía todos los rayos del sol, los cuales, mientras a mí me deslumbraban contra lo blanco del papel, a él lo ayudaban para que su vista nos fuera útil.

Al cabo de cincuenta minutos de tan tortuosa tarea le brotaba un par de lágrimas, y confesaba haberse cansado. Se fumaba un cigarro, y seguía leyendo: el dedo índice izquierdo recorría el renglón latino; el derecho, mi traducción, y otra hora le arrancaba renovadas lágrimas, de modo que cada reunión encontraba su límite en otro lamento de fatiga y otro cigarro.

Lo demás es para inflar mi soberbia. Cuando la revisión llegó a su fin, Rubén me dijo: “Maestro, por primera vez, gracias a usted entendí a Cicerón”. Qué regalo para el alma, en especial cuando ya otro profesor a quien respeto de veras me había dicho que él por eso, por las dificultades del lenguaje retórico, no trabajaba esos textos. Qué bonita inflación: alimento para la soberbia.

Y a propósito de este género laudatorio, parecería que teníamos fundada una sociedad para la alabanza mutua. Las mías hacia él son conocidas porque se hallan todas publicadas. Pero sin cesar yo recibía a cambio un halago. Cuando leyó mi artículo “Poeta humanista – humanista poeta” que a él dediqué, expresó ante testigos esta sentencia: “Es éste el mejor trabajo que he leído relacionado con Aristóteles, independientemente de que el objeto del estudio haya sido yo”.

Ya dije que día con día me preguntaba por la salud de mi familia, pero no lo hacía como quien lo hace por mera cortesía esperando un “bien” de respuesta. Me obligaba, en cierta forma, a descubrirle la verdad, y gracias a él conocí al excelente médico suyo José A. López Zertuche, quien durante muchos años ha cuidado con harto cariño y eficiencia la salud de toda mi familia.

En treinta y cinco años que conviví con él sin excepción hice lo que me pidió: que tradujera este libro, que tradujera aquel otro, para mi currículum; que corrigiera tal cosa en la imprenta universitaria, que aceptara tal responsabilidad, para que ganara dinero; que impartiera tal curso, para que cobrara fama; que le cuidara sus ediciones cuando sus ojos ya no le daban; que lo acompañara a recibir tal premio, que hiciera maestría, que hiciera doctorado, que fuera a visitar a Nuestra Señora de París, para lo cual me dio un montón de dinero. Todo lo hice, y bien, y según él muy bien.

Pero al final no pude cumplir con un simple ruego que —como buscando ocultar su voz para no ser escuchado más allá de aquellas minúsculas cuatro por tres paredes de fondo y frío entibiado a fuer de artificio y que al fin triunfaron del prisionero de su desgracia—, no pude cumplir el simple ruego que, aún escucho,  me dirigió a mí solo al final de nuestra última jornada de trabajo, ya muy cercana su muerte. No pude aliviar, a pesar de su pequeñez, aquel apagado grito de angustia compuesto apenas de aquellas tres últimas palabras que de su boca escuché: “Sáqueme de aquí”.