Magdalena Galindo

 En este septiembre el Museo Nacional de Antropología de México cumple 50 años, pues se inauguró en 1964, bajo la Presidencia de Adolfo López Mateos y por la iniciativa de Jaime Torres Bodet, entonces Secretario de Educación. El cincuentenario del que no dudo en considerar como el museo más importante de México, obliga a recordar que su creación forma parte de un conjunto de políticas dirigidas a la cultura, como la construcción de los teatros del Instituto Mexicano del Seguro Social, la creación del libro de texto gratuito, o la fundación del Museo de Arte Moderno y del Museo del Virreinato, así como la reordenación del de Historia que se realizan precisamente en ese sexenio. La sola mención de estos ejemplos da cuenta no sólo de la importancia concedida a la cultura en ese momento (a diferencia de la época actual), sino fundamentalmente de que el Estado asumía como una responsabilidad propia el patrocinar la cultura y crear la infraestructura necesaria para su desarrollo.

La construcción del recinto actual también se inscribe en un largo proceso de gradual reconocimiento de la cultura nacional y del papel fundacional y determinante de las culturas prehispánicas en la identidad del mexicano. Junto a ello, no únicamente la apreciación de la riqueza del acervo y su carácter multicultural, sino también la aceptación de que muchas de las obras deben evaluarse como arte y no únicamente como vestigios y testimonios de la vida y el devenir de nuestros antepasados.

Como es sabido, el actual Museo Nacional de Antropología tiene su antecedente en el Museo Nacional, fundado en 1825, por el primer Presidente de México, Guadalupe Victoria, y tuvo su sede en la entonces Real y Pontificia Universidad de México. Fue el primer museo del país, y por eso, abarcó no sólo aspectos antropológicos, sino históricos y naturales. Después de diversos desmembramientos, conforme se fueron creando otros museos especializados, quedó al fin en 1939, o sea en el sexenio en que fue Presidente Lázaro Cárdenas, como Museo Nacional de Antropología, instalado en la que fuera la antigua Casa de Moneda, junto al Palacio Nacional, y que hoy alberga al Museo Nacional de las Culturas. Fue entonces cuando, por un equipo en que participaban nada menos que Alfonso Caso, Ignacio Marquina y Miguel Covarrubias, se creó por primera vez una sala temática en la que se reunieron todas las piezas correspondientes a la cultura mexica y después ya en 1952 se continuó con la clasificación por culturas y se abandonó el antiguo hacinamiento que había caracterizado al museo. Se trataba, sin embargo, de un espacio pequeño para las dimensiones del acervo y ya con Torres Bodet como Secretario de Educación se concibe al nuevo recinto respetando esta organización por culturas.

No fue, sin embargo, el nuevo recinto una simple cambio de edificio, sino que se recurrió para su diseño a un amplio grupo de especialistas y artistas comandados por el arquitecto Ignacio Marquina para crear un nuevo concepto del museo que parte justamente del reconocimiento de las culturas prehispánicas como fundamento de la identidad y la cultura de México, y que atendía lo mismo a la conservación y a la investigación de ese patrimonio, como al reconocimiento de las colectividades indígenas vivas, además de una orientación pedagógica que permitiera el acceso al conocimiento de ese pasado para el pueblo mexicano y aun para los extranjeros.

La obra arquitectónica fue dirigida por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, quien inspirado en el llamado Cuadrángulo de las monjas, de Uxmal, organizó el recinto con un patio central rodeado por edificios. Desde luego el aspecto más notable es el que se conoce como paraguas o sea el techo colgante sostenido por cables unidos a los edificios y una columna revestida en bronce que fue esculpida por los hermanos José y Tomás Chávez Morado, bajo un diseño ideado por Torres Bodet. Además, el paraguas es una fuente con una caída libre de agua. El conjunto, quiero decir el patio, las salas, el vestíbulo, la explanada que da acceso al museo, es una obra maestra de la arquitectura mexicana.

Además de los aciertos en la concepción del museo y la belleza del edificio, se pidió la colaboración de numerosos artistas, entre los más notables de ese momento. Entre ellos, desde luego, los ya mencionados Chávez Morado. Además, Rufino Tamayo colaboró con un mural titulado Dualidad que puede verse en el vestíbulo. Manuel Felguérez diseñó una serpiente geometrizada para la celosía que cubre el segundo piso con vista al patio. Por cierto que Felguérez fue llamado en 2009 para que realizara una nueva celosía, esta vez cerca del Tláloc y nuevamente con su estilo geométrico realizó un tzompantli o muro de cráneos que después de interrupciones fue terminada apenas ahora para la celebración del cincuentenario. Iker Larrauri tuvo a su cargo la escultura del caracol ubicado en el patio central, así como la pintura de la fauna extinta del pleistoceno. A Luis Covarrubias, el hermano menor del legendario Chamaco Covarrubias, corresponde el mapa sobre las culturas mesoamericanas. Leonora Carrington, sin abandonar su inclinación surrealista pintó El mundo mágico de los mayas. Jorge González Camarena, aportó una alegoría de la antropología y las culturas del mundo y Nicolás Moreno su Paisaje de Juchitepec. Arturo García Bustos en un mural pintó las regiones de Oaxaca. Alfredo Zalce, con lo que bien puede llamarse una imaginación informada, pintó La construcción de Tula. Del magnífico Pablo O´Higgins puede verse en la sala correspondiente su Boda purépecha. Carlos Mérida hace una interpretación abstracta de El mundo mágico de los huicholes, y también sobre la cultura huichol, Matías Goeritz crea un biombo utilizando el ixtle como material. También hay que mencionar, aunque no se trate de una obra original, el excelente trabajo de Rina Lazo, quien fuera colaboradora de Diego Rivera, en la reproducción de los murales mayas de Bonampak. Más recientemente, esa artista aportó el mural Venerable abuelo maíz para la sala maya.

En cuanto al acervo, cuya riqueza es indescriptible, hay que decir que el núcleo está formado por las piezas del antiguo museo de la calle de Moneda, pero ha sido muy ampliado, pues para el recinto de Chapultepec se realizaron expediciones a distintas regiones del país y después se han incorporado piezas tanto por donaciones como por la investigación arqueológica que se efectúa en el interior del museo o en otros ámbitos. Entre las piezas que pertenecían al acervo antiguo. hay que mencionar desde luego a la conocida como la Coatlicue, la de la falda de serpientes, la diosa madre de los dioses y de los hombres. Algunos investigadores sostienen que es otra deidad. Por ejemplo, Beatriz Barba de Piña Chan ha sostenido que se trata de Teoyaomiqui, la diosa encargada de llevar las almas de los sacrificados y de los muertos en batalla al cielo del sol, mientras Rubén Bonifaz Nuño, sostiene -y escribió un libro para probarlo- que se trata de Tláloc, concebido no sólo como el dios del agua, sino vinculado con la dualidad que dio origen al mundo.

También parte de ese núcleo original es la Piedra del sol, conocida erróneamente como el calendario azteca y que sin duda es la pieza más conocida popularmente y que en la imaginación colectiva se identifica con México y lo mexicano hasta el grado de que la podemos ver reproducida en toda clase de objetos, adornos y prendas de vestir.

Rivaliza en belleza e importancia con las dos anteriores la piedra de Tizoc, cuyo labrado en la pared lateral del cilindro narra la historia de este Tlatoani o Señor de los aztecas. Se trata de una piedra dedicada al sacrificio que se ha llamado gladiatorio, porque a ella se amarraba el pie de un prisionero, quien debía luchar hasta la muerte con cuatro guerreros mexicas.

También en el Museo pueden admirarse la famosa cabeza de Palenque o las joyas de la tumba 7 de Monte Albán que fueran robadas y luego recuperadas. La lista de esculturas y objetos notables es interminable. Sólo quiero mencionar que entre las piezas que se incorporaron en la fundación del recinto de Chapultepec está el monumental Tláloc traído de Coatlinchan en el Estado de México y que, colocado sobre Reforma, preside y anuncia la riqueza del Museo Nacional de Antropología . Como en el caso de la Coatlicue la identidad de la escultura suscitó una polémica desde su descubrimiento entre dos fundadores de la Antropología en México. Alfredo Chavero, historiador responsable de la compilación de esa colección que se titula México a través de los siglos y Leopoldo Batres, con formación académica que iniciaría la enseñanza de la Antropología en nuestro país. Para Chavero se trataba de una colosal representación de Chachiuhtlicue, mientras para Batres era un Tláloc. El asunto suscitó un intercambio de insultos entre los dos eruditos y aunque ninguno se dio por vencido, la tradición le dio el triunfo a Batres porque para todos los habitantes del Distrito Federal y también para quienes nos visitan ese es Tláloc. No obstante, científicamente no está probado, pues como afirma ese antropólogo estrella que es Eduardo Matos, “la verdad es que el monolito de Coatlinchán no permite, por sus características, que se emita una opinión definitiva sobre la deidad de que se trata”.

Al margen de los debates científicos, pues la antropología es una disciplina que por su propia naturaleza está siempre sujeta a la interpretación y en consecuencia a la polémica, hay que reiterar, ahora que se cumplen 50 años de la construcción del Museo Nacional de Antropología que es el más importante de México, que alberga obras de arte excepcionales y que ha sido y es un sitio de encuentro de los mexicanos no sólo con su pasado sino con su identidad nacional.