Carlos Olivares Baró

En toda obra poética se esconde una semblanza delineada sobre la superficie de un sinuoso mapa. El poeta será siempre un exiliado: viajero que desanda por las esquinas de una alcaldía sin puertos. El poeta busca un litoral celeste: encuentra las bestias de un duelo en que espadas untadas de azucarado vinagre lo dejan indefenso frente al fingido mundo de la sombra. Vacío, nebulosas apagadas: vergel negado: Dios inaccesible. Música descendiendo hacia el mar.

¿Hay un único modo de morir? ¿Se podrá pulsar el borde del guijarro? ¿Cantar empinado sobre un viento que hiede a desaliento y viudez? ¿Trashumante equivale a vagabundo?: ¿nómada? El verso suscribe la vida, y también concibe una vida. Todo pergamino: testimonio de lamentos. En realidad, el poeta es un mezquino asfixiado en las zarzamoras espinadas del lenguaje.

¿Tiene sentido buscar gardenias? El amarillo se traga al girasol: lo vomita sobre la siesta. Si el agua se deja atravesar por la oscuridad: esa agua habrá que saborearla. Hay que desconfiar de la acuosa transparencia. El verano descuartiza a los presuntos ángeles; pero, el invierno carcome la dicción de los muertos. “No ha llegado la hora de crear el lenguaje sino de matarlo, y todo gran poeta esconde el pulgar cuadrado del asesino” en su biografía infinita.

Obra Poética (Fondo de Cultura Económica, 2014), de Mahfud Massís (Iquique, Chile, 1916 – Caracas, Venezuela, 1990): ruta, compensaciones y retumbos de un hombre herido por el tiempo, quien se abrumó de azares —resina viscosa en los ojos— y anduvo atajando tapias escoltado por pájaros ansiosos. “Lukó, aquí estoy, vestido con mi traje de muerto. Acoge este mugido de mi boca, cubierta de vello fúnebre, y ábrele tu corazón, fino y resonante como la madera de la jabalina”, le solicitó a su esposa —la pintora chilena Lukó, hija del poeta Pablo de Rokha (1894-1968)— en el pórtico de sus primeros versos publicados en los años cuarenta.

Edición y prólogo de Naín Nómez, coordinación editorial a cargo de Felipe Aburto e ilustraciones de Lukó de Rokha. Las bestias del duelo (1944), Elegía bajo la tierra (1955), Sonata del gallo negro (1958), El libro de los astros apagados (1965), Leyendas del Cristo Negro (1967), Testamentos sobre la piedra (1971), Llanto del exiliado (1986), Este modo de morir (1988), Ojos de tormenta (1990) y Papeles quemados (Póstumo, 2001): más de 45 años de complicidad con la palabra, bajo el dictado de un llanto sobre piedras, de un rostro que “flota en medio de la destrucción/ evocando un país de peces fríos,/ de mujeres/ que maldicen en medio del aceite negro,/ de esta arena hecha de carbón/ azotada ahora por inextinguibles aguas”.

Suscrito dentro de la Generación de 1938 de la poesía chilena (Guillermo Atías, Luis Oyarzun, Volodia Teitelboim, Fernando Alegría…), Massís supo configurar un cosmos de repasos alárabes y resonancias bíblicas en obsesivos apuntes: imprecación y pesadumbre sostienen un provocativo alegato de vigorosa prosodia lírica. Versos y biografía entrecruzados en cadenciosas coplas de irónicas glosas. “Soy Mahfud Massís, el Esclavo,/ el heresiarca de piel negra,/ el loco, el desertor, el papanatas helado bajo la nieve./ Escondo mis dientes de cabro, mi cola de rey babilónico,/ mientras camino por la ciudad, junto al angosto río”.

En su cartilla más celebrada, El libro de los astros apagados (Premio Alerce de la Sociedad de Escritores de Chile, Premio Gabriela Mistral), Massís explora la memoria y sus ramificaciones más secretas (“…el cuervo, reo de tristezas,/ creará un día su propia fábula, su corazón por encima de la memoria”). A ese libro pertenece “Elegía a Ernesto Hemingway”, uno de los grandes poemas dedicados al autor de El viejo y el mar. Un trozo de luz brota de estos pliegos, de esta biografía infinita, en que un toro grande se precipita sobre la casa.