La incapacidad del pensamiento de encontrar las medidas precisas del mundo no es el puntal que va en contra suya, sorpresivamente es lo que mantiene su estado de alerta, ese temblor de cuando está al acecho. Tras el rastro de aquello que le hace remontarse a las altas esferas de la abstracción ha dibujado la cartografía de su propio margen. Cuándo, cómo, por qué…, son preguntas retóricas cuya finalidad sostiene un cabalgar que busca aventurarse en el confín del horizonte, como si al llegar al límite se avizorara algo que delatara el origen, como si con ello se encontrara la cifra de la absurdidad y su disolución; pero sólo queda el fulgor, la duda de su avistamiento, y la sordidez de la ausencia que acusa la sensación del vacío. El fracaso para evocar un sentido mayor se diluye en la juntura de la imagen: manifestación de la brevedad y del rompiente de la luz.

La memoria acaricia la geometría de la forma en su evanescer, la no tan sombra de lo que se tiene por cierto, y encuentra en el ritmo de los dedos, un cauce natural para su ir y venir, una escritura capaz de registrar el gesto nimio y lo imperceptible en seña de vuelo y transparencia. Será una respuesta a una dolencia longeva, que revela en su agudo gemido un amor en mar infinito, como ese paisaje de la infancia que se reguarda en don preciado, o ese andar la noche al cobijo del cuerpo, miríada de estrellas, caricia enaltecida de haber sido desde antes y desde siempre. Tanto, tantísimo que ni la vastedad sobrepasa tal gota de luz.

Asoma en este trasiego lo indomable, no hay en su rastrillar comprensión alguna del caer de la hoja o de la necesidad acuciante de sentirse querido. En su fiereza olvida el haber roto la promesa que lo hicieron un proscrito, un paria entre los parias, aún de haber tocado el pulso del latido, y esa invencible pasión, que lo llevó a quebrar el vendaval del cuerpo, porque cuando la piel se enlumbra no hay quien detenga su silbo de luz.

Indómito y transterrado, yendo de aquí para allá, su deambular es barca perdida en alto temporal. Hay velas que no deben ser izadas si no se quiere conocer la abisal hendidura del mar, porque sus sílabas encallan irremediablemente en labios como espadas,[1] pero una vez avistado…, imposible huir de su indocilidad porque el mal de amor es el más cegador de todos, y su vehemencia no se apacigua mientras su arrebato enaltezca el agua que aviva su sed. “Tu nombre era la dicha”.[2] Y en su abandono, delira el amante, por saber que la fiebre es la moneda a cambio de vivir al filo de la luz.

¿Y qué axioma no ha hundido sus raíces en el poderío del titubeo?, nace la razón en el deslizamiento de la luz y su anverso, pero su testimonio no vale para quien tiembla de deseo, o para cuando el mundo es un nombre que no responde a sus letras. El argumento tampoco se valida cuando el tiempo ha depositado sobre la desolación el bálsamo de su niebla densa; ni ante la duración de la fuerza que sostiene la intensidad que acusa la realidad de lo vivido: “No quiero que te vayas dolor,/ última forma de amar.” [3]

Queda la reverberación de su pasar, y la duda de haber engañado el camino, pero la fatalidad no se equivoca y en la encrucijada tiende su red. Su dardo es puntual y no esquiva la prestancia del juicio que brotado de la luz escribe su sino: “Y mientras yo te sienta, / tú me serás, dolor, /la prueba de otra vida / en que no me dolías”.[4]

[1] Vicente Alexaindre. Espadas como labios, en http://neorrabioso.blogspot.mx/2010/05/xv-tres-poemas-de-espadas-como-labios.html, consultada realizada 2 de febrero del 2016.

[2] Vicente Aleixandre. “Tu voz”, en Espadas como labios, Op. Cit.

[3] Pedro Salinas, “No quiero que te vayas dolor”, en La voz a ti debida, http://www4.tecnun.es/asignaturas/Human1/documentos/d4.pdf consulta realizada el 4 de febrero del 2016.

[4] Ibid.