¿Verdad que es absurdo que si la mayor parte del tiempo lo vamos a pasar fuera de aquí, del mundo, porque apenas se vive unos años, seamos tan necios para ignorar lo que se refiere a las partes quietas, fijas que nos rodean? Los vivos, como los alquimistas que la poeta nombra, buscan “fabricar la puerta de oro/ por donde fugarse de este mundo”. Nos espera la tierra, qué pena que lleguemos a ella sin siquiera haber pasado un rato dentro. ¿Cómo a los minerales o a las aguas, hacerlos cómplices de nuestra poesía? Qué va, antes pasarlos por alto fingiendo una absoluta superioridad. ¿Superioridad dije? Desprecio, cuando no maltrato. La trascendencia de Lapidario (Ediciones Fósforo, México) está dada por la impresión de ir entre piedras, reconstruyendo pactos, juramentos. Se ha perdido la visión del libro como guía. El poeta es aquí como mostrador de algo útil, hace exactamente lo opuesto al hombre aquel que se robó un museo, con el cual cierra el libro. Abrirlo, enseñarlo.

Un auténtico tratado de piedras. Joya entre las joyas de la gemología. Sensación de ponerse los mejores versos como si fueran anillos en los dedos. Y hacer poesía es esto. Los significados parecen salir como murciélagos a rasguñarnos, el libro se vuelve guía para algo que el mismo libro ignora, y toca a los lectores develar: todo esto se halla en Lapidario.

Su autora Iliana Rodríguez no cae en fantasía sino refleja que lo real sí es cuántico. Kant se antoja aquí como Calderón de la Barca en La vida es sueño: “… Sí haremos, pues estamos en mundo tan singular/ que el vivir sólo es soñar”. Es decir, lo que hagamos importa, repercute, se toma en cuenta en, para, a partir de; algo arriba o abajo hay, que ignoramos, y como dice el Hermes Trimegisto y lo repite Ilíana: “como el mundo de arriba es el de abajo”, algo que al momento ignoramos pero que al despertar todavía estará ahí. El conjuro mineral de Iliana consiste en dejar todo listo, para que al venir ese momento la transformación, se cumpla, sea una entrada triunfal al reino de la belleza y el asombro. A diferencia de lo que sucedió en Londres, donde ciertos flemáticos se ponían una piedra llamada de la luna bajo la lengua, a fin de predecir el futuro, y morían asfixiados “justo después de prever su propia asfixia”.

En contraportada escribe Roxana Elvridge-Thomas: “Así como Alfonso X, alrededor de 1250 escribió un Lapidario en el cual se conjuntaban los saberes de griegos, romanos, árabes y otros pueblos orientales en torno a las diversas gemas, sus propiedades (muchas veces fantásticas) sus relaciones con los signos del zodiaco y los humores corpóreos, Iliana Rodríguez traza para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, un nuevo Lapidario cargado de simbolismo y de belleza”. Hay que verlo con los ojos con que los cansados joyeros de la edad media veían la esmeralda. En verdes prados me hace pastar, como ese verde que te quiero verde con que también se ve la esmeralda, gema a la que se atribuía la cualidad de suavizar las visiones.

Entre la piedra y la joya hay una relación, un secreto. Tiene que ver con aquello de lo cerca y lo lejos. Está tan lejos pero se nos pone tan cerca. Había una legendaria ciudad que los conquistadores buscaban en el Sur: “Era la comarca rica de un rey”, el cruce de la simbología del oro. En su brillo hay secreto. Del modo que le hay entre el carbón y el diamante (ahí más objetivo). Entre la piedra y los estados de ánimo, el polvo y el espíritu, se adivina un sol más intenso, quizá como cantar “se hace polvito el sol”. No entreví esto hasta hoy que acabé de leer Lapidario de Iliana Rodríguez: “su fulgor era semejante al de una piedra”. También recuerdo aunque en otro contexto, el título del libro de Lassie Söderberg: Piedras de Jerusalém. La piedra como acumulación de energía para emprender un bien, el mayor de todos: el de salvar lo que hay que salvar. ¡Salvar el alma! El lector empieza por asir “la gema que era usada para formar los ojos de los antiguos dioses”, aquí retratados por la codiciosa mirada de una turista con un celular. La historia va poniendo su collar, su cadenita. Somos artesanía del universo pero dejamos solos a quienes dan su fuerza de trabajo en la mina. Nos gusta el fruto fácil, la perla, pero no la ostra, así son los humanos, olvidan que la perla es la autobiografía de la ostra, nos colocamos lejos de aquella “piedrecita blanca donde se encuentra escrito, para cada quien, un nuevo nombre, el cual ninguno conoce sino aquél que lo recibe”. Por lo mismo el diamante (cuyo nombre proviene de Adamantos (invencible), “el diamante también será vencido”. Los diamantes volverán a ser despojos”. Como en la etiología del asterismo, hemos venido a rutilar sin fe. Nuestra esperanza rutila pero no hay caridad absoluta bajo el sol. Iliana salva hasta lo escrito por quien robó un museo. Buscadora de gemas, no lo hurta, lo hereda porque le viene de madre: Magdalena Zuleta Bustamante, quien persiguió la gema entre las gemas, y tuvo esta hija; ahora pone la poesía al empeño de encontrar lo valioso, aquello que se pueda rescatar de esta existencia, pero no lo confiesa, juega con todas las fichas del tablero poético, y traslada a nosotros, a los críticos, el cometido de hacerlo. Desenredar los hilos, la madeja del vasto conjuro mineral. Y si Darío clamaba: “¡Torres de Dios: Poetas!”, Iliana enfila luces hacia una indestructible torre de verdades, faro para la noche opaca en donde una y otra vez rasgaremos el velo del silencio, para captar “señal de sus entrañas rumorosas”.