Figura señera en la cultura popular mexicana, José Alfredo Jiménez nació en Dolores Hidalgo, Guanajuato, el 19 de enero de 1926. De mesero a futbolista, desempeñó oficios varios hasta llegar a convertirse en un letrista como pocos. Junto a Agustín Lara ­—otro icono de los compositores nacionales—, José Alfredo Jiménez fue interpretado por Jorge Negrete, Pedro Infante, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía, Lola Beltrán, Lucha Villa… “Feyo”, como se le llamaba coloquialmente, fue el compositor que mejor supo interpretar los sentimientos —de dolor y amores no correspondidos— del mexicano. Murió en la ciudad de México el 23 de noviembre de 1973.

 

El próximo 19 de enero cumplo 29 años, pues nací en 1926, en Dolores Hidalgo, Avenida Guanajuato No. 11. Tanto el Padre de la Patria, como yo, dimos el primer grito en la Parroquia de Dolores; pero el mío, al bautizarme, seguramente fue para independizar a México de los ritmos extranjeros, cuando el mambo dominaba los aires y los salones. Mi padrino llegó corriendo de Europa con la ropita de mi bautismo. Es doctor y se llama Eusebio Jiménez y es gran amigo de mi padre Agustín y de mi mamá Carmen.

Papá tenía una farmacia llamada de San Vicente, en el cual, mis hermanos y yo, robábamos las pastillas de Tecolotós porque “sabían a dulce”. Mi primer contacto con la música se enchufó en la sala de mi casa, cuyo ambiente era presidido por un gran cuadro de Cristo Rey. Quien mirando al cielo, no veía la alfombra de figuritas, el piano negro, los retratos de mis abuelos y gran radio Zenith con ojo mágico. Papá era amantísimo de la buena música y a la botica, primero, y a la sala, después, llegaban sus amigos para participar de su afición. Yo disentía de sus gustos pues amaba la música de Lara, la oía y la olía y en cada frase y en cada melodía hallaba nuevos “horigrandotes” de música clásica que papá guardaba celosamente. El tezontes y mayores sentimientos. Yo nunca fui partidario de los “discos ni óperas completas y además componía versos. De cuando en cuando se los mostraba a mi tío Carlos Sandoval, del que decían que tenía “una gran voz y que debería irse a Europa a cultivarla”. Yo le escuchaba embelesado cuando le oía “No hagas llorar a esa mujer”.

De los 6 a los 9 años canté cuanta canción de “Cri-Cri” pude aprenderme. A los 9 justos compuse mi primera canción, dedicada al pueblo. Yo estaba en la Escuela Centenario, frente a la casa, y seguramente no era un alumno muy aplicado, ya que llenaba los cuadernos con versos, en lugar de sumas de aritmética y verbos irregulares. Siempre me fue fácil encontrar el consonante para rimar. Después la vida me enseñó que hay sentimientos que casan. Para el amor está el dolor. Para pecho está despecho. Para vida, adolorida. Para muerte está la suerte. Para mujer, el querer.

Yo desperté pronto al amor. A los 14 ya tenía novia que se llamaba Lupe, que era peinadora en un salón de belleza. Nunca me quiso. Yo era flaco y “güero” descolorido. Ella tenía trenzas y llevaba medias de popotillo. Nunca me dio ni siquiera una caricia. Entonces yo, decepcionado y en la orilla del suicidio, me puse a componer una gran canción de celos, de despecho, de amenazas de muerte y de rencor. Se llamó “Que le vamos hacer” y en uno de sus terribles versos dice:

Mi vida es muy triste,

pues ya nada vale

pues sólo he sabido sufrir y llorar,

y si eso es la vida, mejor que se acabe

porque yo no quiero vivir sin amar

 

Háganme favor! Siempre he sido un niño tristón

Desde pequeño tuve contacto íntimo con la tristeza. Esta venía nomás porque sí, pues no había motivo alguno que la provocara. Todo lo tenía, hasta los más pequeños gustos. Un día me regalaron un traje de charro, de paño gris, con botonadura, complementado con un sombrero de fieltro y una corbata roja de moño. Desde entonces me sentí y fui charro.

Me iba al rancho de mi tío Liborio y él me prestaba sus mejores caballos. Yo corría por las llanuras de mi tierra. Corría y corría hasta sentirme solo. Me bajaba del animal y me sentaba viendo la distancia gris, llena de nubes bajas. Nunca sentí, en los días de neblina, ese frío del corazón, del que muchos hablan. A mí, por el contrario, por el contrario me disgustan los días con sol. Me parece que así la vida parece más cruda. Siento como si el de la niebla, fuese el ambiente de única melancolía en el que se mueve el mexicano de todos los tiempos. Yo soy feliz con la niebla y con la lluvia. Esta última me sacó de un aprieto cuando componía una de mis más aplaudidas canciones. Sí, aquella que empieza: “Estoy en el rincón de una cantina…”. Ya la tenía toda pero los dos últimos versos no me salían. Estaba en la despedida, pidiendo una copa del estribo y negando a la fe. Entonces la lluvia, que empezó a caer sobre los cristales, me trajo una feliz idea. Sí. La de mencionar “La que se fue”, una anterior canción que había “pegado” con éxito.

 

siempre-jose-alfredo

Los primeros “aplausos” me los dieron las tortilleras de Santa María

Yo llegué a México en 1937. Me fui a vivir con mi tía Cuca Sandoval en las calles de Alzate. Durante muchos años el barrio de Santa María, fue mi barrio. A mí me da la idea de que sus calles tristes, bajitas y silenciosas, son la playa en la que recula la gran ciudad. Allí vive, refugiada, la clase media, que ha emigrado de la provincia. Allí se puede encontrar a un buen amigo, con la facilidad con que se encuentra un buen platillo regional.

Las gentes caminan pegadas a la pared, como untadas a los rincones, aunque después en la Avenida Juárez caminen orgullosas y erguidas, como para que todos piensen “allí va un triunfador de la vida”. En Santa María terminé mi educación primaria, primero en el Franco Inglés, que estaba en las calles de Sabino y luego en la Escuela “José Enrique Rodó” que está en Sor Juana Inés de la Cruz. El profesor de sexto, Juan López, me quiso mucho. Me disuadía de que hiciera canciones. Me invitaba a su casa y allí me platicaba la vida de Agustín Ramírez, un compositor de vida triste que nunca llegó ni siquiera al éxito mediano. Pero yo seguía componiendo contra la voluntad de todos. Sentía la inspiración como algo que me hervía dentro del pecho, pero mis obras no podían triunfar porque les faltaba, todavía, el verdadero aliento de la vida. Poco había sufrido —ni mal de amores ni legítimos pesares— y todavía no alcanzaba, lo confieso, la identificación con el pueblo y su sentimiento, que después habría de favorecer mis cantos.

Y llegaron los años duros. Tuvimos que vivir en un departamento de 90 pesos mensuales, huyendo siempre del casero, porque ni esa mínima cantidad teníamos. Entonces tuve que vender zapatos con Miguel Rábago. El trabajaba para un español, de apellido Roca y todos los días salíamos a vender nuestra mercancía en una camioneta imponente a la que llamábamos “El Ropero”. La zapatería se llamaba “La Cenicienta” y estaba ubicada en Amado Nervo. Por cada para que vendía Miguel, el dueño le daba $10.00 de comisión de los cuales a mí me “pasaba” $3.00. A veces vendíamos hasta 15 pares, pero luego no colocábamos ninguno. Nuestras mejores clientes eran las tortilleras del rumbo y yo sentía mentalmente que, sin ellas quererlo, aplaudían mis canciones. A eso de las 3 de la tarde, cuando el hambre apretaba, llegábamos a la última y comprábamos un buen kilo de tortillas. Al pasar por el mercado de San Cosme adquiríamos aguacates, nopalitos con verduras, queso, cilantro, chilitos y otras menudencias y corríamos a Balbuena a comer de todo, pensando que hacíamos una especie de día de campo. Además teníamos, gratis, el espectáculo de los avioncitos de juguete, que los chicos iban a volar allí. Después nos dormíamos tranquilamente. Miguel en el asiento y yo en el techo.

El calvario de un compositor novel

Desde 1942 yo andaba batallando con mis canciones. Conocí la cruz de todos los compositores noveles, que tienen que sonreír a los intérpretes para que éstos estrenen sus melodías. Los primeros que me hicieron el favor de dar a conocer mis canciones fueron los Hermanos Samperio, a quienes nunca agradeceré suficientemente la distinción que me hicieron. Pasaron los años y cuando llegó 1948 yo andaba enamoradísimo de una chica de superior posición que nunca me quiso como yo a ella. Su despecho me hería profundamente. Su indiferencia era para mi como agonía. Entre mayor era su frialdad, mayor era mi ardimiento. A veces me contentaba con sólo mirarla. Otras le rogaba fogosamente. Le prometí mil cosas, entre ellas la más difícil: la de hacerme un hombre bueno. Pero ella tenía su novio y para consolarme me engañaba de repente. Yo sufría y tomaba vino. Cantaba en las cantinas para hacerme la ilusión de que le cantaba a ella. Andaba flaco de no comer y ojeroso de no dormir. La quería mucho. Y a su conjuro y en la hoguera de ese amor desesperado, surgieron “Yo”, “Ella”, “Cuatro Caminos” y las canciones de mis primeros éxitos.

Pero no vivía del producto de mis canciones. Ninguna había sido grabada y ninguna me daba rendimiento alguno. Y tenía que llevar comida a la casa y además pagar la renta, la luz, el gas y todo. Dejé la zapatería y con mis amigos Enrique y Valentín Ferrusca y Jorge Ponce, formé el grupo “José Alfredo Jiménez y su trío Los Rebeldes”. Cantábamos como “Los Panchos” y nos especializamos en el ritmo de “guarachas”. Nos presentamos en la XEL a las 6 de la tarde y pensamos que las buenas épocas habían llegado cuando nos dieron trabajo en la XEX pagándonos $7.50 por cabeza. Pero de cualquier manera aquello seguía siendo una ilusión y no un trabajo real y verdadero.

Entonces tuve que escuchar los buenos y prácticos consejos de Jorge Ponce. Su padre, don Mateo, yucateco, estricto y buenazo, tenía un restaurante en Ribera se San Cosme y Manuel Ma. Contreras llamado “La Sirena”. Allí me fui a trabajar de mesero. Acudía la gente del barrio —burócratas siempre retardados, estudiantes siempre “brujas”, obreros siempre presurosos y familias siempre perezosas—. El lema de la casa era “Servicio Rápido y Comida Limpia”. Mi rapidez era muy apreciada y premiada con buenas propinas. Hubo día en que llegué a juntar “10.00, pero en otros la cosa bajaba a $2.00. A mí me pagaban $3.00 de sueldo y a veces “doblaba”. Allí conocí a Pablo Díaz Codesal, compositor y autor de guarachas, muchas de ellas grabadas por “Comix” y magnífico amigo. Muchas veces llegamos a su cantina “Lamadrid” en Nonoalco, en súplica de ayuda que jamás nos negó.

 

3301-jose-alfredo-2

El éxito se lo debo a México

Pero mi hora se acercaba. Cuando ya casi desesperaba de obtener triunfo alguno y cuando estuve a punto de dejar la música para siempre, el éxito llegó de repente. Un día, andando de farra, uno de los integrantes del grupo “Andrés Huesca y sus Costeños” accedió a escuchar mi canción “Yo”. Se volvió loco por ella. Se fue corriendo con Andrés y le habló y le habló y debió ser muy enfáticamente, pues yo nada pude oír, sino lo deduje por sus gestos lo que veía a través del cristal del estudio. Andrés tuvo la hombrada de decir que le gustaba “Yo” y afirmó que se grabaría. Llegamos con Mariano Rivera Conde y éste, que ha hecho de la impertubilidad una virtud, accedió de no muy buena gana a escuchar la melodía. Luego dio un salto. Dijo que era lo mejor que el grupo traía para grabar y pidió que fuera la primera en ir al acetato.

Aseguró que “Yo” sería un trancazo. Me miró sonriendo. Me palmeó. Me hizo varias preguntas a las cuales contesté aturdidamente. Me rogó volviera dentro de un mes con más canciones. Me insinuó que las eligiera bien porque las destinaba a la voz de Miguel Aceves Mejía. Yo vi el cielo abierto con la totalidad de los serafines y con las 11,000 vírgenes puestas en fila. A los ocho días salió el disco al mercado y aunque los “Costeños” decían que iba pegando duro, yo estaba impaciente porque apenas si lo oía por el radio. Necesitando dinero y creyendo que todo era cierto me fui a pedir un anticipo. El cajero me vio de soslayo y me dijo que apenas se había recaudado $79 de regalías a $0.06 por disco. Pero sí me podía anticipar $200; después me confesaron que podían haberme dado $1,000 si los hubiera pedido. Al mes volví y llevé las nueve canciones. De estás, “Cuatro Caminos” fue al cine y me dieron $500 por ella. Yo accedí a darla en ese precio porque Pedro Vargas insistía en cantarla.

Lo demás es bien sabido. México me favoreció con su simpatía y México entero canta ahora mis canciones. Cantando pude casarme —conocí a mi esposa, Paloma Gálvez, en un gallo— y cantando he hecho mi casita. Dios me mandó una hijita, que es el sol de mis días y cuya presencia ha disipado la niebla que durante 28 años oscureció mi vida. Yo no sé por qué canto ni cómo canto. No sé música y no puedo “tocar” la guitarra. Sólo sé hacer versos y ponerles música. Yo llamo a eso “canciones”, los mexicanos las toman así porque se identifican con su tristeza, con sus alegría arrebatada, con su manera viril de ver la vida y con su sentido infinito de la muerte.

Soy hombre sin virtudes, pero con una creencia: Qué México es, todavía, la patria en la cual ningún esfuerzo se pierde como no se perdió el mío. México devuelve el ciento por uno como en el Evangelio, pero hay que entregársele con amor y sacrificio.

Y esa es, en síntesis, la fórmula de mi vida.

>Siempre!, núm. 82, 19 de enero de 1955.