Coral Bracho

Ricardo Muñoz Munguía

Atrás de la afirmación “todo en orden”, existe toda una confrontación, batalla, caos…, señal de que una posible “calma” finalmente ha llegado. El peso del título abre con un golpe, aunque se hable de “orden”, la imaginación hace sus figuras danzantes y, otras, volátiles pero, al empezar a leer (sentir) la fuerza de los versos, entonces nos creemos en el centro de una batalla, pues “todo en orden” pasa de ser una zona de lo que llamamos “calma” o salir de un desorden, para entrar a un estado violento, en el que los niños rayan la mirada con sus gritos: “La guerra por televisión”, primer poema, enmarca lo que se ahorra el nombre, por tan doloroso, de lo que aparece en pantalla: “No se escuchan los gritos de los niños,// no se agrieta/ el silencio// el hilo de viento/ del terror no se filtra// sólo un fuego sin ecos, sin olores;/ su trazo acalla/ e ilumina Bagdad”. En este poemario de Coral Bracho (Ciudad de México), el que inicia con una especie de epígrafe: “Todo en orden// Sin contratiempos de ninguna índole, nos informan, comienzan los bombardeos en Irak”, es probar el amargo que invade, que nos rodea, que avanza, que preocupa y, lo peor, nos acostumbra.

Autora de El ser que va a morir, Huellas de luz y Ese espacio, ese jardín, entre otros muchos libros, Coral Bracho ha sido galardonada con el Premio Xavier Villaurrutia, el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes y el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines-Gatien Lapointe, entre otros. Gran parte de su obra ha sido traducida a varios idiomas.

Todo en orden (Parentalia, México) no se divide en apartados, porque no habría razón, pues todo este trabajo va de la sangre a la mirada y ésta a la página, violencia que apunta a todos lados, que dispara sin compasión, que aturde la razón y el orden. Sin embargo, sí se distinguen primordialmente tres aspectos, que, por supuesto, nacen de la violencia: uno, Irak; dos, las guerras en sí y, tres, Ayotzinapa; sin dejar de lado que más versos meten las manos en los significados de la luz secuestrada, que es la voracidad del ser oscuro que invade, roba, destroza e impone la putrefacción. Sobre Irak, la poeta toma la sangre ajena y lejana para trazar diversos instantes terribles y temibles que atraviesan la pantalla de televisión, que no se detienen: “El instante en el que el perro adiestrado/ ataca/ a la frágil, azorada mujer/ con el niño en brazos/ es el instante en el que todo cambia./ Desde los ojos/ inyectados del perro/ el mundo mira”. Guerra que es todas las guerras, inútiles, con términos estúpidos: “Crímenes de guerra”, por ello la pregunta en este poemario: “¿Hay en las guerras algo/ que no sea crimen?”. Ayotzinapa es una voz caída pero interminable, es un “susto” que les querían dar a los jóvenes estudiantes: “Y el susto/ es para la madre, que con una desleída pancarta/ exige justicia para sus hijos/ secuestrados por las fuerzas/ del orden, ¿asesinados?, el periodista/ que criticó la corrupción del alcalde,/ o el defensor de un bosque,/ o el defensor de un bosque,/ o de una comunidad muy pobre,/ ante sus adinerados depredadores;// y el susto es aparecer torturados, desmembrados,/ desollados, casi irreconocibles, semanas después,/ o no aparecer nunca”. Nuestro país, tan dolido por la violencia, ¿cómo escaparse a este ejercicio de dibujar versos con sangre?: “Reacción en cadena”: “Aquellos burros abandonados/ en sus ranchos por los dueños que huyeron/ de la violencia y de la muerte en México cruzan/ la frontera/ y han puesto en riesgo el equilibrio/ de la reserva Big Bend./ Los gudabosques los matan ahora a tiros y han desatado oleadas/ de indignación. Un burro, dicen, es como un gato/ o un perro. ¿por qué no matan, mejor,/ a los feos jabalís?”. La luz caída, podría ser otro apartado, en el que el ser abre sus ramas oscuras, y son captadas con la fuerza del poema, verso que afina el significado del negro eco que nos habita: “La luz más tenue”: “Desde la vasta oscuridad/ la luz más tenue/ nos estremece. Todo relieve/ es revelación. Que la amplia noche/ nos deje mirar su sombra,/ su hondo y cóncavo/ espejo”. Noche interminable, en la que no se permite cerrar los ojos.

El poemario de Bracho es un balde donde el sabor de la no-vida —no sólo porque no se tiene ningún tipo de respeto hacia ella, sino que, además, aquí nos convencemos que respirar no es vida— parece arrancarnos la mirada y ponerla en cada sitio de dolor y desesperanza que pasan en este ejercicio de exponer lo oscuro del ser, lo más violento y estúpido del ser.

Twitter Revista Siempre