Carlos Santibáñez Andonegui

“Nombrar no es suficiente”, ha dicho Rocío Cerón, he ahí una clave en su modo de performatizar la poesía. Desde su poemario Basalto (Premio Nacional Gilberto Owen 2000), vemos que decidió incorporar en su poética mecanismos fuera de lo tradicional: Soma, Apuntes para sobrevivir al aire, Imperio/Empire (edición interdisciplinaria), Tiento y El ocre de la tierra, entre otros.

Más que transgresión, la llamaría transcreación. “Cueva del habla donde memoria y porvenir enclavan”, Borealis es un viaje lo más al norte, compuesta por ocho partes subtituladas, que comienza cuando una noche, bailando la poeta en el Tropicana mientras todos miraban a la luna; basta una pisada en el pie izquierdo de su pareja para alcanzar con la imaginación velocidades supersónicas de vuelo, radiación a un país que se quiso de gente libre forjado en decisiones aventureras: Tailandia, donde se originara el gato siamés y un viento monzón a cuyo costado un niño afina canto para murmurar plegaria. El país de la sonrisa saludable después de todo.

Como el viaje de afuera, el de dentro: la explosión en pantalla de un pequeño planeta: “pequeña flor de gravedad que previene”, la interna en el abismo del otro, en ese punto de distancia que separa a quien ama, en donde cruje el tiempo.

Tanta elegancia hay en quien ama como en quien viaja, a ambos ofrece la vida “un manto multicolor para cerrar los ojos”.

Existe el trazo, lo seguro en toda estampa de viaje, y a diferencia suya, la trazadura: un reto a los trazados, ya sean “sucursalistas respecto a los estímulos externos o no tengan nada que decir en el concierto mundial de las ideas”.

Si a este viaje sirvió el globo aerostático para tomar aliento, lo que sigue es la suma de vértigos a que mueve a viajar la vida moderna, del asombro al desencanto, en que a veces conviene una deidad del panteón romano para hacerse aterrizar, donde se junte lo extraño con su semejante, como Carmenta, diosa del parto y de la profecía.

Carmen, raíz del encanto, se torna escalofrío, escalofrío en la nuca, terraza nórdica, cosas que sólo revelaría el radar, con el llamado descubrimiento del siglo, los radares guiaron a cámaras ocultas en la tumba del Faraón Tutankamón. La poeta abreva en el cartucho egipcio o shenu a partir de un anillo que ella vio en Museo Británico, símbolo formado por una cuerda ovalada con los extremos anudados, para delimitar el principio y el final de una palabra, abarcando habitualmente el nombre del Faraón, evitando así que se juntara con otras. Shen, en el antiguo Egipto, significaba rodear, representaba la protección eterna. Venía siendo un anillo, bucle estilizado de una cuerda anudada. Acá Rocío lo rescata como anillo turquesa y oro para prevenir la traición propia, con la leyenda: “prevén que el corazón testifique contra su dueño”. La dirección hacia donde mira la figura en el shenu es el inicio de forma, el aliento, la dama Blanca.

¿Por qué la poesía no nos vuelve locos? Porque la salva el signo. Ante una pluralidad de significados, la poesía propone una fijeza de signos. Es como si dijéramos: “Más allá de toda esta excelencia que hay que explicar, lo poético indemniza los daños”. Es una lotería, no un reintegro.

Es así que a Rocío la salva Islandia, a través de “5 partes de una prosecución”, integrada por 5 poemas visuales, que incluyen mapas donde combina lo otro y lo mismo: el ser ahí. De hecho el libro termina con el adverbio ahí, donde todo es posible hasta personas graciosas, mas lo vivido estaría incompleto sin la emoción de conocer los caballos de Islandia en Blöndues, sus glaciares como el Myrdalsjokull, (literalmente: capa de hielo en valle pantanoso), la ciudad de Akranes con su viejo faro, las tierras altas donde se encuentra el glaciar de Vatn ajökull, que es todavía el mayor de Islandia y el segundo de Europa, pero que experimenta ya un retroceso por el calentamiento global, y cuyo fondo, además, esconde volcanes que han estado activos en tiempos históricos.

La sección de Efnistoku conduce a la extracción de fondos marinos, qué derechos que pueda tener el humano sobre el fondo del mar.

La sección de “Cómo adentrarse en el glaciar de Vatnajökull”, obedece a un trazo que podía ser la tónica: “Escribir en nieve/ sustentar el mundo/ o mejor: re-decirlo” en “la palabra nevada arroja hacia un salón de espejos”.

La sección Trances, repite: ¿tiene sentido reconocer la propia muerte?, y responde: “Encajar en un lugar. /Encajar”.

Ha dicho Daniel Bencomo que Borealis es una travesía a la aurora boreal. Cuando nos acercamos al final se nos queda ese algo sudado entre las páginas, sea nieve, redención o misterio. Sólo entonces se hace tangible el relato acerca de un herido que es, creo, símbolo de la condición humana. Un herido que muere, que se va: “A la deriva el rostro: Río y cauda de pensamientos./ Espejo que retiene lo cedido”.

Podría ser Hiperión, el titán que camina en las alturas y que, según la mitología griega, fue el primero en comprender las relaciones entre el sol y la luna a través de cosas como las estaciones y así las explicó a los demás. En todo caso un titán que lucha entre ser más de aquí de este mundo o más de esa familia, con la mirada con que lo viera Hölderlin, y ese ser o no ser le ha abierto una herida, esa herida es lo humano, que nadie cerrará. Total, así somos. Nos congelamos, nos deshielamos, sufrimos, nos redimimos, siempre con el valor de habernos llevado en la aventura: “Tantos soles girando entre las sienes”.

Cerón, Rocío, Borealis. Fondo de Cultura Económica, (Colección Poesía), México, 2016. (Ilustraciones de la propia autora, Ana Hop y Ari Chávez Chacón.

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