Han pasado cerca de 27 años de que el escritor cubano anticastrista Reinaldo Arenas (julio, 1943 – diciembre, 1990), falleció por propia mano en Nueva York. Arenas, que padecía sida, se escapó del hospital donde se encontraba internado a causa de su dolencia y se encerró en su domicilio, donde cortó toda comunicación con el exterior y donde le encontró muerto su asistenta, junto con instrucciones sobre a quién debía llamar y sus disposiciones últimas.

El acto para escribir fue su principal herramienta de protesta contra los abusos cometidos por el régimen castrista y que sus constantes denuncias en torno al maltrato de los homosexuales en Cuba, la falta de libertad y la presión con la que el régimen silenció u obligo a los escritores a que escribieran a su favor, fueron los temas recurrentes en toda su obra, que abarcó la novela, el cuento, los géneros autobiográficos, el ensayo, la poesía y el teatro.

Reinaldo (como le gustaba que escribieran su nombre y al acortarlo lo convertía en rey) no sólo fue uno de los más reconocidos escritores cubanos, sino uno de los más importantes escritores hispanoamericanos del siglo XX, así como unos de los pocos escritores que manifestó sin tapujos su homosexualidad y que incluso militó con ella.

Aquel 7 de diciembre de 1990, terminó la vida de aquel escritor, que en 1980 optó por salir de Cuba durante el Éxodo de Mariel para vivir en el exilio gran parte de su vida, ya como un escritor reconocido internacionalmente, residiendo primero en Miami, a donde llegó ese mismo año, y más tarde a la ciudad de Nueva York, permaneciendo ahí hasta su muerte.

“En Nueva York he podido casi terminar un ciclo narrativo que desde que tenía 18 años en Cuba soñaba con realizar”, se lee al principio de una entrevista concedida en 1991 a la doctora cubana en filosofía, Perla Rozencvaig, y publicada días después de la muerte del escritor cubano en la revista Vuelta, dirigida y fundada por el poeta mexicano Octavio Paz.

En aquel encuentro de valor histórico, Rozencvaig y Arenas, rememoran su obra y el exilio que le permitió al escritor cubano la construcción narrativa de un sujeto que, a pesar de su incesante lucha, nunca encontró lugar en su propio tierra. Él asevera –en la entrevista- que su estancia en la isla, se había convertido en una lucha interminable contra la censura de su obra, al grado de ser imposible encontrar un lugar donde guardaría sus manuscritos.

“Cuando salí de Cuba sólo había publicado tres libros, El palacio de las blanquísimas mofetas, cuya publicación coincidió con mi salida del país, Celestino antes del alba, el único publicado en Cuba y El mundo alucinante que se publicó en México”.

Para Reinaldo su llegada a Nueva York -relata en el texto- fue su principal afán literario, pues pisar tierras estadunidenses fue terminar un ciclo de cinco novelas que abarcaba la realidad cubana desde una época anterior a la revolución hasta el final del castrismo, “ya en un mundo verdaderamente alucinante donde la represión y la lucha por la libertad se entrelazan”.

El color del verano fue la novela póstuma en la que Reinaldo no solo constituye una de las muestras más complejas y turbadoras de la narrativa cubana del exilio, sino además constituye una venganza literaria y política, un sarcasmo contra quienes figuran en el actual mundo literario o político cubano, una provocación homosexual elaborada con elementos autobiográficos, parodias, relatos, ejercicios de estilo, donde la Tétrica Mofeta -uno de los personajes de la obra- es su propio apelativo, que se transforma o se prolonga en varios personajes, aseguró en la entrevista Reynaldo Arenas, al preguntarle su similitud con aquel personaje.

“La Tétrica Mofeta es un homosexual que vive en Cuba y es víctima de todo tipo de persecuciones; no obstante, intenta escribir una novela que el gobierno confisca para destruir”.

En el diálogo, el también autor de Con los ojos Cerrados y Antes que anochezca, considera que toda obra es un acto de complicidad entre uno y el lector. Que son los mismos lectores lo que deben asimilar lo que pueden o quieren; por lo tanto el libro es un objeto cambiante.

“Es lo interesante, lo que hace que una obra de arte sea inagotable. Cada lector inventa su propia novela. Uno le da una serie de símbolos, señales, penas, esperanzas y terrores que después organiza según su sensibilidad”.

A final de la entrevista, el escritor cubano, le aseguraba a la Rozencvaig sentirse feliz, dejando su figura, sus personajes en cada una de sus obras, que para él fueron, sencillamente el sentido de su vida.

Me siento muy feliz de haber podido terminar, o casi terminar, porque uno nunca termina, ni siquiera con la muerte, el ciclo literario que había trazado. Tal vez un probable lector de mi obra diga: Cuánto sufrió esta gente Qué mundo tuvieron que vivir. Cuánta piedad sentimos por ellos”.