Jacquelin Ramos y Javier Vieyra

El Día de Muertos en México es uno de los fenómenos sociales más fascinantes de nuestro país. Año con año, sea con ofrendas hogareñas, representaciones artísticas o dinámicas masivas, los mexicanos llevamos a cabo la expresión de este curioso vínculo de interpretación y entendimiento con las personas que han fallecido. Más allá de los elementos populares que conllevan las celebraciones del último día de octubre y los primeros de noviembre, existen en estas conductas de entrañables orígenes que convergen en elementos históricos, religiosos, políticos y culturales que dan cuenta de la enorme riqueza y versatilidad de conceptos tan complejos como el de la muerte, en México.

A través de un interesante panorama intelectual, Claudio Lomnitz conversó con Siempre!  acerca de los umbrales de la tradición que en últimas instancias se ha reinventado y redefinido tanto en su noción como en su práctica. En ello, pasó de ser un rito esencialmente católico, a todo un culto con numerosos elementos que matiza el imaginario nacional.

“Hoy, no hay un solo concepto que defina esta tradición, como tampoco hay un mexicano; hay muchos mexicanos, y suelen posicionarse de maneras distintas frente a los días de muertos”.

Asevera el historiador que, por ejemplo, un católico tradicional del campo puede celebrar los días de muertos de una manera parecida al modo en que lo hacían sus padres: limpiar las tumbas de sus muertos, hacer un altar en casa, preparar comidas para el día.  Quizás, incluso, crea todavía —dice Lomnitz— que las ánimas al morir van al purgatorio, y que la fiesta de los fieles difuntos sirve para acortar ese sufrimiento.

Al contrario de un católico moderno que ya no cree en el purgatorio, y su celebración de la fiesta tiene elementos mayores de remembranza de sus muertos, que de devoción orientada a acortarles la estadía en el purgatorio y apresurar su llegada al cielo.

En tanto, un protestante, un judío o un musulmán no cree ni en los santos ni en el purgatorio, pero quizá, señala el antropólogo, haya adoptado la celebración por ser un espacio para recordar a los que se fueron; “lo mismo ocurre con los ateos o agnósticos que celebran la fiesta”.

Luego están los muchos que no la celebran, o que ponen alguna figurita de muertos, alguna calaverita, como señal de la estación, añade Lomnitz, quien asegura que también están los que vienen de regiones en que nunca se celebraron los días de muertos que se supone que son tan mexicanos.

“Los que son de Baja California, por ejemplo, o de Coahuila, por citar dos casos.  Ahí la mexicanidad de la fiesta de muertos les puede saber a demagogia: sus abuelos no lo celebraban así. No ponían altar, no hacían tamales, no conocían el cempasúchil, etcétera”.

Por lo que considera Lomnitz que la “mexicanización” de la fiesta es una de las peculiaridades del Día de Muertos en México.  Y “por cierto, también en Estados Unidos”, apunta.

Símbolo totémico

En México, la relación con la muerte va más allá de lo folclórico o lo religioso, en ella participan todos los sectores de la vida social del país: económico, político, social, cultural, religioso; tampoco se trata de un proceso estático que involucre ciertas tradiciones inamovibles sino que, por el contrario, se va transformando y adaptando, señala Lomnitz, autor del libro Idea de la muerte en México.

Comparte la idea del surrealista español Juan Larrea, que en 1940 dijo que la muerte era el símbolo totémico de México.  Desde ese punto de vista, considera el escritor, hay algunos símbolos, a lo largo de la historia, que han conseguido funcionar como emblemas de lo mexicano: la Virgen de Guadalupe es uno; en su momento, la Constitución de 1917 fue otro.  La “muerte”, y la muerte como símbolo nacional surge en los años veinte del siglo pasado, justo después de la Revolución Mexicana.

Asegura que la visión mexicana de la muerte nunca ha sido la misma, ya que siempre ha tenido variantes que la mayoría de las veces han sido polémicas. “A lo largo de la historia se trata de una relación en la que participan todos los grupos sociales, en otras se mantiene como una fiesta popular en la que no participan las clases medias o altas, a veces son los intelectuales los que se separan”.

¿Un tema religioso o prehispánico?

Lo religioso y lo prehispánico no están peleados en esta costumbre, asegura el historiador, ya que los pueblos precolombinos tenían en sus fiestas prácticas “religiosas”, además de elementos políticos y económicos.

En principio —dice Lomnitz— se debe recordar que la fiesta de Todos los Santos y Fieles Difuntos es en su origen una fiesta católica que los españoles trajeron a América. No obstante, asegura, los pueblos precolombinos frecuentemente tenían sus propias formas rituales de recordar ancestros.

“En el caso mexica, había un mes entero dedicado a los muertos adultos y otro a los muertos niños.  Algunas de las formas rituales prehispánicas entraron en las celebraciones de días de muertos cristianas; por ejemplo, el caso de las figurinas hechas de amaranto, o el uso de la flor de cempasúchil”.

En cuanto a si es o no una costumbre religiosa, asevera el catedrático en la Universidad de Columbia, lo fue, desde luego, en su origen, y hoy lo sigue siendo pero de manera mucho más limitada.  Añadió que desde sus inicios poscortesianos, esta fiesta tuvo un componente comercial y económico importante, porque se da en tiempos más o menos cercanos a la cosecha.  Los frailes la fomentaban en las comunidades indígenas entre otras razones porque era una celebración que reportaba muchos ingresos para la Iglesia.  Junto con el auge comercial, la fiesta se fue secularizando un poco. Ya para el siglo XIX se usaba mucho para hacer parodia política, de ahí el origen de las llamadas calaveras (poemas satíricos).

Hoy es una fiesta altamente secularizada, dice Lomnitz: “mucha gente no religiosa la usa y le encanta, y ha olvidado completamente el asunto del cielo, el purgatorio y el infierno, que estaba en la base del culto.  La fiesta se ha salido desde hace tiempo del control estricto de la Iglesia en todo caso; esto era cierto aun en tiempos coloniales”.

 

México nacionalizó el culto de la muerte

El Día de Muertos “no” es puramente esencia mexicana,  afirma el también Premio Nacional de Teatro de México (2010), porque desde luego existen otros lugares en que se celebran los días de muertos, a veces dentro de la misma tradición que se ha hecho famosa en México (en Guatemala, por ejemplo, o en los países andinos).  Sin embargo, México sí ha tenido peculiaridades en este tema, asegura.  “Ningún otro país católico nacionalizó el culto de la muerte como lo hizo México después de la Revolución”.

Junto con ello, se debe evocar que México como país tuvo desde su nacimiento un par de momentos de posible muerte colectiva, como república: la invasión norteamericana de 1847, y la Intervención Francesa, quince años después, explica Lomnitz.

“El resultado fue que México como país tiene conciencia de su mortalidad, y pienso que a la hora de politizar el culto de la muerte, que es algo que sucede desde las Guerras de Independencia, esta conciencia de la propia muerte le da un acento especial a las representaciones de la muerte en el país. Las hace más irónicas, más divertidas, sin embargo, también, menos solemnes”.

Pero todo eso también está cambiando ahora, con la guerra del narco, apunta el antropólogo, que hace mucho más difícil tematizar la relación de competencia divertida con la muerte. Hoy las celebraciones de los muertos —dice— están llenas de esa violencia y gravedad, y no tanto de la ironía que asociamos, por ejemplo, con los grabados de José Guadalupe Posada.

Fiesta mediática

Lo preocupante de esta tradición es lo mediática que se ha vuelto esta fiesta, considera a manera personal el escritor, sobre todo, añadió, desde el momento en que la parafernalia salió de las manos de los artesanos y llegó a manos de diseñadores profesionales.

“Hoy los diseñadores de la película de James Bond, Spectre, influyen más en la estética de la fiesta que algún artesano de Toluca”.

Asevera que cada quien es libre en sus costumbres. Sin embargo, manifiesta Lomnitz, lo más entrañable de esta tradición es la costumbre del altar doméstico, porque es un espacio y un tiempo para convivir con los que se fueron.

“La comercialización de la fiesta no me asusta, pero la industrialización de la costumbre la hace menos interesante, porque en lugar de producir la fiesta de muertos, la tendemos cada vez más a consumir. Importa producirla”, concluye Claudio Lomnitz.


Es nuestra identidad nacional: Héctor Rosales

En 2008, la UNESCO declaró las celebraciones indígenas dedicadas a los muertos como obra maestra del patrimonio oral e intangible de la Humanidad.  Dicha distinción reconoce los invaluables elementos y los simbolismos que conforman las celebraciones de difuntos a lo largo y ancho del país y su enorme portento artístico y cultural; conjunto que, sin duda, representa un importante matiz de la identidad nacional.

Por ello, el sociólogo Héctor Rosales, investigador del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, en entrevista para Siempre!, analiza y explica la importancia de estos factores de la tradición mexicana, aseverando además que interviene un nivel de las políticas culturales relacionadas con la diplomacia, ya que para México este reconocimiento tiene dos efectos: uno de orgullo, de saber que se tiene algo valioso e importante. El otro de compromiso para dar seguimiento a las formas que va adquiriendo esta celebración y promover las buenas prácticas de producción, reproducción y comunicación del patrimonio cultural inmaterial.

Asegura que desde los años ochenta se ha fortalecido la idea de que México es una nación multicultural, debido, sobre todo, a la presencia de los pueblos indígenas originarios, pero también al reconocimiento de diversas culturas regionales, urbanas y juveniles que expresan modos de vida y aspiraciones plurales.

“En el contexto de los cambios económicos y comunicacionales de la globalización, la tradición de celebrar los Días de Muertos el 1 y 2 de noviembre se ha extendido hacia las ciudades medias como una forma de recuperar la idea de identidad nacional mexicana, como diferente y singular, opuesta a la cultura norteamericana”.

La tradición de Día de Muertos tiene diferentes dinámicas de transformación, afirma Rosales, quien explica que dependiendo de las regiones con numerosa presencia indígena, como Yucatán, Chiapas, Oaxaca y las Huastecas, las celebraciones tienen menos cambios porque la tradición se relaciona con formas de organización social y de producción agrícola, así como con la presencia de un catolicismo popular adaptado a las cosmovisiones indígenas.

En lo que se refiere a las celebraciones en contextos urbanos, dice el sociólogo, hay una imaginería consolidada que se reproduce año con año, por ejemplo las calaveras de José Guadalupe Posada y su afortunada Catrina.

“Lo que mantiene viva esta tradición es que permite construir motivos para el convivio y la ocupación de espacios públicos con un valor que sustenta esta práctica cultural, el vínculo entre vivos y muertos, lo cual fortalece el sentido de pertenecer a una comunidad trascendente”.

Expone que el Día de Muertos es una tradición vigente y en expansión, ya que el lado trágico de la vida, la gran crisis humanitaria que existe en la sociedad mexicana ha colocado la muerte como una presencia cotidiana lo que le ha dado a la celebración una connotación política.

Al celebrar esta tradición reafirmamos un modo de ser y una sensibilidad estética que se prolonga hacia los días ordinarios, añade el investigador de la UNAM, porque el conjunto de discursos y símbolos del Día de Muertos nos acompaña todo el año. De allí la riqueza del lenguaje asociado a la muerte y a los muertos.

“Hoy más que nunca los Días de Muertos combinan el rito, el mito y la fiesta con la participación social amplia. Todas las formas de comunicación son importantes y válidas para volver permanente su sentido”, concluye Héctor Rosales.